DESDE LO ALTO DE LOS SIGNOS.

...Y caías a la tumba, Señor, desde lo alto de los signos,
desde los cabellos erizados de la tarde.
Caías sin detenerte, sin desear detenerte,
como un niño goloso sobre una torta de chocolate.
La concentración de gentes, algunos con sus mejores
atuendos, otros casi desvelados, en pijama,
parecía más una reunión de tunantes, de mercaderes
alegres y casuales como en un viernes de feria.
Cuando el cielo cerró sus labios y oscureció sus dientes
y la tierra agitó violentamente las colinas con sangre,
al fin parecieron comprender a plenitud el deicidio;
pero, así y todo, discutían para quién era el perdón:
si para Barrabás, el terrible bandido que emblemaba
la revolución del pueblo contra el invasor de occidente;
o para Jesús, El Nazareno, El Hijo del Hombre,
alabado en un pesebre por los Reyes de Oriente.
Los romanos eran codiciosos y crueles con espadas y lanzas.
Los sacerdotes, sólo fanáticos lectores al pie de las Letras.
No había nadie ni nada que te salvara, Señor
de su sed de poder y de su ignorancia.
Alguien jugó a los dados tu vestidura, y la lanza
que se clavó tan honda, tan terrible en tu costado,
hirió el clamor de las montañas, la mansedumbre de los ríos
y la horizontalidad de los siglos.
Hasta el gallo cantó triste ese día. Y fue el llanto de tu madre
las alas de un cielo irreparable que se quedó sin golondrinas.
Ahora, buscamos tu dolor. Ahora, adoramos tus espinas.
¡Qué fácil conclusión! Llenamos de templos tu augusta ausencia.
Martirizamos la carne por encontrar un rastrojo siquiera
de tu verdadero Amor, que cambió la faz del mundo.
Y el Señor bajó los ojos, mortalmente vencidos,
luego de exclamar su estremecida queja de abandono.
Somos los gusanos que habitamos el lodo,
luego de haberlo tenido todo, y perdido en nuestras manos.
Dos maderos cruzados quedaron para siempre vacíos.
Tiemblan por ese horror los cruces de los caminos.
Desde lo alto, mi Dios, caías esa tarde llena de signos.
Nadie puede decir que, de estar allí, no los comprendería.
Cualquiera de nosotros puede ser Barrabás, y cualquiera
el Judas cobarde. Han pasado veinte siglos, y todo sigue igual que antes.
Autor: Julián Rojas (2003).
Derechos Reservados de Autor bajo responsabilidad del mismo.
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