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Nevares

CABELLERA DE BERENICE (capítulos I al 14)

HECTOR CORDERO VITAGLIC

 

 

 

 

CABELLERA DE BERENICE

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Derechos reservados de autor

Inscripción N° 174117 (2008)

Santiago de Chile.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                    “Algún día tenían que salirle canas a mis palabras,

algún día tenía que ser el abuelo de mí mismo”.

HCV.

 

 

 

 

 

 

“La decisión de regresar a cualquier momento del pasado en tu vida es peligrosa pero irresistible”.

Paul Teroux  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                             

 

 

                                              

                                                             

 

 

 

 

 

 

                                                               1

 

    -¡Mira al flaco! ¡Sí, sí! ¡Está muy interesado-, dice una letra enjirafada, elegante, alta, con voz chillona.

    -¿Co..cómo se llama?- pregunta-, ¿en qué momento apareció? No me di cuenta…

    -¡Ah!- dice otra, bostezando-, es un amigo del rubio, del  que se escribe con nuestra damita del Sur.

    -Te apuesto que le pedirá la dirección…,se le nota en los ojos. Te apuesto…¡Está enamorado! ¡Está enamorado!

    -¡Cómo va a estar enamorado si recién sabe de ella!

    -Pero, mira cómo se deleita con la carta. ¿No lo ves? Si tiene desorbitados los ojos; está francamente asombrado. Perplejo, diría yo.

    -¡Ah! Es que estas cosas siempre funcionan así; son como pequeños momentos mágicos-. La que contestaba era una letra gorda, ampulosa, y hablaba con un hilillo de voz, como si se le fuera en ello el último soplo, y traspirando entera al hacerlo. Era más coqueta y social que la enjirafada, y, por tanto, dada más a los juegos sensuales y a las cosas esotéricas.

    El flaco se llamaba Julián Rojas y el rubio, Osvaldo Ventura. Eran poetas y compañeros de curso en un liceo de Antofagasta. Osvaldo era, además, un magnífico dibujante, y sobrino de un afamado pintor del mismo nombre. Julián cogió la carta de Berenice, que, generosamente, le regalaba su amigo, y con el sobre en el bolsillo de la camisa, se disolvió en la claridad de la tarde de ese junio de 1962.

    El reloj, entonces, echó a correr su segunda esfera, que es la que nos interesa a nosotros en esta historia.      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                               2

 

    Tengo una agmia imaginaria en la Gran Ciudad. Y como es imaginaria, cada vez que estoy mal  -que ocurre todos los días, con Berenice lejos, en otra galaxia-,  sólo se limita a escucharme. Es mi iagam como un caracol de algodón, como una oreja de piedra volcánica. Aun así, hay gentes que jurarían habernos visto entrar juntos a un café de Providencia, justo a la misma hora en que yo dormía solo en mi pieza, en calle Amunátegui.

    Yo sé que mi mal se llama soledad. Me doy cuenta de que es algo que pasa en mi cerebro. Me equivoco al escribir las palabras aun más simples. Es una dislexia tardía. Vuelvo al oficio ominoso de tener que deletrearlo todo con mucho cuidado, como en la escuela primaria, y, sin embargo, me equivoco. Me salto alguna letra o coloco primero la segunda o la tercera. Digo agmia, en vez de amiga, con la misma vana desesperación con que abro la puerta de calle al sonido de los pasos del cartero, que siempre pasa de largo sin nada para mí. Mi enfermedad, creo, es de carácter social, antropológico, pues las palabras tienden hoy en día a deformarse frente a la realidad ya deforme, que tampoco las interpreta. Amor, en lo sucesivo, va a llamarse maor o moar. Y lo que no hacen entre sí dos labios, no tendrá un vocablo ni un dibujo ni un pensamiento.

    Parecemos con ella dos dinosaurios que pretenden mordisquear en un alambre oxidado de la calle una ramita verde de esperanza. El dueño de casa, que es algo bruto para sus cosas, me dice, acosándome entre las rígidas corcheas del no-saber, que por qué no la llevo a la cama a mi amiga. Que eso lo resolvería todo. ¿Acaso se pueden pegar los pétalos deshojados al cadáver de una rosa?  Ha creído verla entrar a mi pieza. Es posible. Mi cerebro la creó en homenaje a antiguas costumbres nobles como las flores naturales y los pañuelos de hilo. No puede concebir  que sólo la invite a conversar, ese verbo avenido a menos. Ni aunque quisiera podría hacerlo: cuando amo, soy animal de una sola hembra. En otro tiempo mejor, mi amgia tuvo más carnes en el  rostro, en el trasero y en las pechugas. Ya no. Ahora le basta  con ser una idea fijada por los ácidos, como esos retratos eternos que cuelgan de los muros de mi personalidad, y a los que les sobra tiznes y tela. Además, ya vivo como un eremita, y no tengo qué ofrecerle aparte de mi conversación. Una monja de clausura tiene cada noche una fiesta en su celda, comparado con el silencio de mi soledad. Si Dios me está escuchando, perfectamente podrá corroborarlo. No exagero ni un átomo.

    Al apurarla en su generosidad, no sé, preguntándole la hora o pidiéndole un favor sencillo, se deshace hasta el detalle en sus trucos de personaje, a espaldas de la persona que presume ser. Se marcha, llevándose sus aromas inmateriales. Dejando la silla vacía ante mí. Ella  –como Berenice-  tampoco tiene tiempo. Viven los seres imaginarios, y los que viven dos veces su carne y su sangre, pendientes del reloj. Pensando siempre en la hora y el día próximos. Los fotógrafos hicieron el milagro de registrarlos alguna vez en sus cartulinas en blanco y negro. Pero a modo de anécdota, nada más.

    Como Berenice es rubia, ella tiene el pelo oscuro. Y es bajita de estatura, porque la otra es alta. Y así, sucesivamente. Un clon al revés. Sólo coinciden en la manía del apuro y en la fuga precipitada. “Hoy no puedo ir”, me dice por teléfono. “Dejémoslo para el próximo viernes”. Y a su voz congelada, los libros vuelven a ser parte intrínseca del árbol, sangre de nuevo bajo las sienes del pobre pensamiento.

    Cuando hagan un inventario de mi cadáver, no podrán decir, pese a todo, que yo vivía en el siglo diecinueve. Encontrarán junto a mí la certeza de una pelela de plástico (con mi nombre escrito a plumón; recuerdo de un accidente casi fatal en la techumbre de mi casa perdida ya para siempre). Un celular, con más ceros que números, y que uso de pisapapeles, pues nadie me llama. La carga de la batería me dura tres días y algunos semestres más. Lo compré por la ganga de unas llamadas gratis que venían con la oferta, y disqué, al azar, un número del Congo, hasta gastar mi voz. Y para darle, además, uso al cargador que lo acompañaba, porque soy un hombre también práctico. Y una máquina de escribir. Una máquina de escribir abollada en  alguna parte de mis parietales. ¡Y en la plenitud de la Edad de los Computadores!

    Al tomar un café juntos, veo cómo desciende en ella lentamente el líquido, escurriéndose en un hilillo caliente y volviéndose a apozar un instante, deglutido a medias, entre la jícara y la silla, suspendido en el aire. La taza describe un círculo, una parábola perfecta que invita al diálogo, y descansa con un movimiento casual sobre el escritorio, que también es mesa de pensar, de aplanchar, de dibujar y de comer. Multifuncional. Envidia de los japoneses. Eso ocurre, porque el fantasma de mi imaga se ha ido momentáneamente. Está elucubrando quizás qué pensamientos de nidos o legumbres para mañana. Y esa mañana no es la mía, sino la de ella. Y cuando piensan las simaga, se transparentan al máximo, como las luciérnagas del jardín o las medusas del mar, hasta desvanecerse.

    La vuelvo violentamente a la vida con un poema. Me hace ver, de rebote, que cada vez me parezco más a otro poeta que a mí mismo. Entonces, los invisibles somos los dos. Debo estar convirtiéndome a mi turno en otro de sus agmios. Si es que alguna vez existí. Si es que no soy simplemente el sueño de alguien.

    Le cuento, al volver ella en sí, materializándose a medias en la oreja de la taza, un brazo primero, luego el torso y las piernas, la cabellera negra llena de pelos, hasta completarse en el vestido y en los zapatos,  que me fue mal en los tres últimos concursos literarios en que participé. No conocía a nadie del jurado. No soy hijo ni sobrino de algún vecino de uno de ellos. He quedado solo en este mundo con mis ideas cargadas a espaldas de la imaginación. Ni pensar en las maravillas de los trabajos que sí fueron premiados, como ya constaba desde antes, gracias a la voluntad omnímoda de los caballeros vestidos de sayo y birrete. Siempre lo dije: no clasifico por edad, porque ya dejé de ser joven hace rato para este mundo rubio y de ojos celestes, y me faltan aun otros años para alcanzar la oferta dorada del mercado prometida a los viejos. No me conoce nadie porque siempre he llamado al pan pan y al vino vino. Sólo reconozco a hombres y mujeres, y no me gustan las medias tintas. No me masturbé en un museo ni le he cantado un panegírico al Presidente de la Nación, acompañándolo en alguna de sus giras. ¡Bah, ni siquiera posé para la multitud biringa de Spencer Tunick!  Hasta dudo de que mis colaboraciones culturales hayan sido efectivamente leídas por el Jurado. Le tengo más fe al Kino, sinceramente. Al menos, tengo la certeza que mi cartón es uno entre cinco millones iguales.

    Hablamos después de otros temas no menos entrañables: de escafandras de buzos, del arte de la taxidermia. Le leo parte de mi novela, que algún día amenazo con publicar, agriándole en el gusto las galletitas de limón que le he convidado. Y, mágicamente, comienza a nevar. Me acuerdo de mis dos viajes a Europa (que más de alguien me ha criticado). Ella, de un antiguo compañero de oficina, que era lo suficientemente loco como para atreverse a existir. Y se agota ya la tarde interesante. Antes de levantarse (tendré que importar hormigas para las miguitas regadas por el piso), ya se ha marchado. Ya no está aquí.  Es sólo el recuerdo de sus pasos, como una rémora de sí misma, lo que acompaño hasta el paradero del bus, porque es tarde. Pero siempre es tarde, ¡qué novedad!

    Debería abrazarla, al despedirme de su presunta imagen evaporándose entre el smog de la calle, sólo para no sentirme solo, pero no puedo con las suspicacias de los transeúntes  –que deben verme como a un loco peligroso, hablando a solas-.  Debería retenerla otro poco, porque aunque hija de mi pensamiento, no tengo a nadie cuando se marcha de verdad. Finalmente, termina por imponerse el espartano, el anacoreta insoportable que vive en mí. Y me devuelvo por los infinitos peldaños hasta mi pieza, encorvado de sentimientos ambiguos. No lo digo, porque sería patético decirlo, pero todo esto me huele a tristeza, como un trapo viejo y sucio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               3

 

    Era muy agradable, las tardes en que podía hacerlo, olvidarme de los pesados deberes de estudio y encaminar mis pasos por la diagonal Aguirre Cerda, extendida desde la Plaza Perú hasta los Tribunales, e ir más allá, hacia el centro de Concepción. Le daban los últimos retoques a la Casa del Arte, en el barrio universitario, con ladrillos rojos y gredosos que alguna vez lanzamos contra Carabineros en una de las habituales protestas estudiantiles. Los balcones de las lindas casas del sector brillaban con flores en sus macetas y se respiraba un aire puro de libertad. Parecía repetirlo el granito de los muros de esas mansiones patricias y multiplicarlo en el cielo las nubes algodonadas del invierno que ya se retiraba a sus viejos cuarteles. La gente caminaba más erguida y tal vez menos triste que ahora, con sus expectativas llenas; los hombros cuadrados con el futuro, que no se vislumbraba tan gris como en el presente. La personalidad de la urbe a orillas del imponente Bío-Bío, como en tantas otras, estaba en sus plazas abarrotadas por una multitud delirante, en sus variopintos mercadillos, en sus barrios populares. El Teatro Universitario, frente a la Plaza de Armas, había visto nacer a lo más granado del mundo de las tablas. Pero el centro mismo de la ciudad estaba en el Mercado Municipal. Allí, donde emanaban los efluvios deleitosos de sus cocinerías, de los puestos de verduras, frutas y flores, y donde se dan cita, como genuinos actores, todo el rango de personajes de baja estofa, de aventureros, matriarcas, prostitutas en busca de sol, de borrachitos sedientos, de buscavidas, que compartían por unos minutos con las honestas criadas del barrio alto, con los turistas y los empleados que iban, de carrerita, a “empinar el codo”, o los estudiantes, como yo, en busca de un almuerzo diferente o el desempleado que daba sus vueltas por allí, para “matar el tiempo”. Fugitivos siempre de algo o de alguien. Los que buscan la novedad en los rostros, en los perfiles, en los colores, en los aromas ajenos. O los que simplemente orillan la sociedad, sin tener otra que hacer sino mirar y mirar cómo pasa la vida,    como un río de personas. Sin saberlo, peregrinando con los dictados del poeta Jorge Manrique.

    Desde tempranas horas, antes del canto del gallo, comenzaba el insólito acarreo, despiadado de esfuerzos, increíble de pulmones y gargantas en ristre. A garabato limpio, los carretoneros acudían desde los cuatro puntos cardinales, con el sueño todavía en vela, vaciando los bodegones, las oscuras “caletas” donde reposaban noche a noche las mercaderías: los altos atados de zanahorias, los cíclopes sacos de patatas, los enormes racimos de coliflor y de repollos, los talegos inconmensurables de camotes, los astronómicos zapallos, los hieráticos rábanos, en fin, las cristalinas cebollas de nuestros generosos campos y huertos. Todo esto como un micro tráfico, a espaldas del sueño, y que servía de despertador al resto de la humanidad durmiente.

    En la vastedad de locales, que se adentraban en la oscuridad acristalada del viejo edificio, entre gruesos mesones de piedra o de mármol, y un tinglado de sillas y taburetes, de estanterías repletas, ya estaban siendo apaleados los locos de tinta violácea; ya se destripaban los pescados de ojos vidriosos y soñolientos; saltaban en las canastas, todavía vivos, los cangrejos y las jaibas atenazadas como para un fiero combate contra el hambre (ignorando que ellos eran las víctimas y no los verdugos en esa refriega culinaria); castañeteaban de frío sudor las ostras, las almejas, los choritos o mejillones, y se trozaban en pequeñas exquisiteces para los caldos futuros, los ramales de pulpos. Todo esto, mientras entraba, como un invitado pertinaz, por ventanucos y pasillos, la pavorosa niebla de las mañanas gélidas del Sur. Los puesteros se reacomodaban sus gorras hechas de sacos harineros, estiraban sus blancos delantales, echándose al gaznate una caña de tinto,  “para la buena”, mientras picoteaban trozos de pan untados en ají. Y luego sintonizaban la radio popular, para terminar por animarse, sacudiéndose  la modorra tempranera con algunas cumbias o guarachas. Hacía furor en esos años un rock de Los Ramblers, sobre el recién pasado mundial de fútbol. “Tómala, métete, remata…./ ¡Gol, gol de Chile…!”              Y se persignaban por Sánchez, por Rojas, por  Campos, como si fueran sus madrecitas santas, mientras coreaban la canción a todo pulmón. Haciendo fintas, malabares, entraban y salían    cargados sus carretones hasta la tusa los verdaderos seleccionados locales, en un vertiginoso tráfico de otras urgencias. Se dejaba ver más de algún pordiosero, algún rezagado de la vida, que no tenía ni siquiera los tres maderos de un guardavallas que proteger, y que andaba con todos sus piojos encima como único tesoro. Estiraba la mano temblorosa tras la moneda salvadora “para hacer el desayuno” (el desayuno, evidentemente, era la caña de tinto). E irrumpían en escena los pregoneros, los canillitas, vendiendo a grito pelado “El Sur” o “La Patria”. ¿Había acaso un director invisible que ordenaba todas estas entradas al escenario? Era cosa de llevar una cámara y filmarlo todo, en su más puro estado salvaje. Porque ellos, estos actores,  se representaban a sí mismos y con orgullo casi ignorado. Allí, en esa atmósfera de trastienda de un teatro feroz pero real, auténtico, nunca fui tan feliz como hasta entonces, tan lejos de mis vicisitudes emocionales, pero más cerca que nunca de Nietzsche y de Manrique. Estaba medio muerto de frío, con los nudillos de mis manos azulosos, desencajado el pecho por las puntadas del hielo y con la blancura angulosa de mi cara, pero me sentía renacer, florecer y casi levitar de sencilla emoción, mientras echaba una vaharada plena de vapor y felicidad. Como buen nortino apenas sabía algo de flores. Los raquíticos clarines del desierto. Alguna rosa trasnochada en un antejardín cuidado con esmero. ¡Cómo podrían crecer más rozagantes si se las regaba con un líquido que era más arsénico que agua pura! Y era el agua “potable” más cara de Chile, y tal vez de todo el mundo. Los nortinos andábamos todos pintados con lunares blancos en los brazos, y algunos enfermaban y se morían de verdad. Aquí, en cambio, con las aguas naturales de la Madre Tierra y las generosas lluvias, y los terrenos arcillosos,  estallaban en toda su belleza las proletarias hortensias, las frágiles azaleas, las misteriosas camelias, las muy nobles magnolias, las campeantes retamas y la curiosa flor del ciruelo oriental o chino, que parecía hecha de papel crepé; sólo por nombrar algunas. Entre los árboles, aparte de tilos, arces, encinas, sauces, lumas, mañíos, raulíes, eucaliptos y ulmos, entre     tantos otros, nunca logré dar con la pieza mayor del safari vegetal: el roble. Y más allá de evocarlo en un olvidado libro de colegio, lo llevaba en el corazón por esa pegajosa melodía llamada “Ata una cinta amarilla al viejo roble del jardín” (que cantaba, entre otros intérpretes, el viejo de los ojos azules,  Frank Sinatra, “La voz”), nacida de la nostalgia y del anhelo familiar de que regresaran sanos y salvos a casa los muchachos yanquis que peleaban una guerra que no era suya en Viet- Nam.

    Esa tarde, pedí lenguado frito con acompañamientos de ensalada surtida y un café, de postre. Me puse a escanciar sobre el pescado, una vez despojado éste de sus espinas,  generosos chorritos de aceite, vinagre y harto limón. ¡Puf, puf! Me veo todavía sacudiendo el maldito salero, que en ningún restorán de Chile funciona bien. O se niega a soltar un solo grano pálido o cae todo el contenido de una sola vez. Y antes de que se me deshiciera la boca en saliva, aplaqué mi ansiedad con unos sorbos de un buen tinto. Era otro, y muy distinto su sabor, comparándolo con los lenguados nortinos que yo mismo sacaba desde el muelle Prat, en Taltal, y que mamá cocinaba como los dioses. Este me pareció más insípido y aguachento. Pero para eso le ponen a uno en la mesa la botellita de ají y las rebanadas de mantequilla sureña: para disfrazar el sabor, para ocultarlo casi con vergüenza.

    Y como estaba de añoranzas familiares, y conteniendo unos lagrimones solitarios, que pugnaban por brotarme en medio de tantos desconocidos que me miraban como si fuera un extraterrestre o como si acabara de alunizar, me puse a recordar el reciente viaje al pueblo de La Laja, invitado por mi tío Rodolfo, jefe de bodega de la compañía papelera local. Me recibió en la estación con un efusivo abrazo (que casi me descalabró entero), largos años contenido, echándome de entrada dos “tallas” pesadas. Que no se me ocurriera enamorarme de la María Cristina (mi prima), y, al verme tan paliducho, exagerándolo todo él, me comentó misteriosamente al oído, para mi vergüenza: “¡Mucha ‘Manuela viuda de Palma’, sobrino!” Todavía resuena su risotada en mis pailas. De la prima, ni hablar. Me sacó la cresta en varias partidas de ping pong. Era una flaca elástica, ágil y con unos reflejos de pantera. Me humilló contra la red. Yo veía pasar como un rayo la torturante pelotita blanca, y siempre daba con mi paleta contra  el aire o amenazaba con despedazarla contra el tablero de juego.  Ella sólo se limitaba a sonreír, con esa risita socarrona heredada de su padre. Aunque, como desquite personal, debo aclarar que el tío Rodolfo, igualmente, a pesar de que las primas fueron siempre (y siguen siéndolo) intocables para mí, tuvo que dormir toda esa noche con un ojo abierto, “por si las moscas”.

    En otro fin de semana, y esta vez acompañado de mi hermano Rigoberto, viajamos a Tomé, la ciudad de los paños de oveja, la que vistió a casi todo Chile por décadas, hasta su lenta agonía actual. Fuimos a saludar a unos parientes políticos, por parte de la mamá, la familia Marfull.  Ambos breves viajes fueron como el sol necesario para alumbrar con velas y piñata la dolorosa soledad de estudiante lejos de casa. Acabé por beberme a la carrera la taza de café. Se hacía tarde. Iba a llover y había que preparar la maleta para el viaje mayor, a Osorno, al día siguiente. Pagué la cuenta y dejé un par de monedas de propina. Un telegrama de Berenice le dio luz verde a mi esperanza. Me recibirían en su casa. Se pegó, para lograrlo, un lloriqueo de antología. Salí de prisa a la calle. La realidad me pareció una pared de vidrio estallada. Los hechos, en lo sucesivo, parecían adelantarse al guión del destino, o retrasarse, simbólicos, independientes del reloj físico. Como en una película de Bergman, pensé.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               

 

 

 

                                                4

 

    Esa noche hubo zafacoca en la cabina N°2. Todas las luces del pequeño edificio estaban encendidas, así como las de las mentes de sus inquilinos. Había un loco ajetreo en los dormitorios, que continuaba más allá, en los pasillos, y desembocaba en el saloncito. Alumnos despidiéndose acaloradamente, como si nunca más fueran a verse, y eran apenas dos semanas de descanso. Algunos acarreaban sus maletas, sus atados de ropas hasta el living comunitario, donde otros fumaban en la oscuridad, colgados de su propio silencio como búhos o murciélagos. Estaban muy pensativos, cabizbajos, añorando el reencuentro familiar; reuniendo sentimientos dispersos para la ocasión; ensayando frases por adelantado; dudando acaso del recibimiento de las novias que dejaron en su pueblo. Afuera, los pinos se emborrachaban, acompasados, en el viento áspero, y ya caían las primeras gotas de lluvia, anticipándose a un grueso chaparrón. Los vidrios de los ventanales, con la claridad de las almas gozosas por dentro, devolvían el reflejo de esos rostros graves. Y esos rostros graves se miraban en los cristales, sin reconocerse, y luego sonreían nerviosos a sus propias imágenes. Y todo eso lo hacían secretamente, y con cierta ingenua vergüenza. Así es Dios. Está en cualquier resplandor, aun de noche, y con el tiempo amenazante allá afuera. Se destapaban botellas de cerveza. La “ley seca” no corría para esa noche tan especial. Se apagaban en los ceniceros cigarrillos a medio consumir, como sólo se veía en las películas. Volaban las tallas y bromas. Pero éstas eran ahora para botar los nervios, y nadie las celebraba con el ruido de otras ocasiones, pues las mentes estaban puestas en otro lugar más iluminado, lleno de aires familiares, de rostros que esperaban la llegada de los “héroes”. Como si retornaran de la Luna o de Viet-Nam.

    El “Mechón” Rebolledo, con sus quiscas aceitadas y dobladas afanosamente, como con alicates, recogía todavía los calcetines en su pieza; los doblaba cuidadosamente, como si fueran fotografías pornográficas, y los iba acomodando en los   costados de una maleta de madera tosca, que parecía sacada de un hotelito del far west, o escamoteada del Museo Histórico Nacional. “¿De dónde sacaste esa maleta, huevón?  ¿Del Arca de Noé?” Le grito alguien al pasar ante la puerta abierta. Y el “Mechón” rió con una risa asustada, y casi se le despeinaron las quiscas, sobre sus ojitos saltones.

    Gente que vivía más lejos, en Punta Arenas o en La Serena, iba a pasar dos o tres días arriba de un bus, acortando sus vacaciones. Yo mismo, tras un largo viaje en tren, iba a estar en Osorno al día siguiente por la noche. Rebolledo, en cambio, era de Temuco, y en un par de horas ya estaría abrazando a los suyos. Los “Vía Sur” y los “Lit” corrían hasta Santiago; y desde allí, al Norte Grande, “Andes Mar Bus”. Eran todos ellos vehículos grandes y fríos, con butacas de peluquería, tiesas como palo. Uno llegaba a su destino todo aporreado, con las nalgas adormecidas, con tanto zangoloteo del chasis. Al abrir los ojos, al final del viaje, para algunos, el verde cambiaba a gris, a violeta, a café; convirtiéndose la visión en pálido desierto o en acuciante nieve y ovejas despeinadas por las rachas de viento. Y de la lluvia y la humedad se pasaba al calor y al sofoco de las pampas infinitas, o al hielo que cortaba la piel con diminutas navajas. Era como llegar a otro planeta. Al planeta donde uno verdaderamente vivía no-prestado.

    El “Mechón” Rebolledo arrastraba el pesado arcón hacia el living, rayando el cemento y el parquet con los refuerzos metálicos de sus ángulos, como dejando atrás una estela melancólica y colegial. El “Gordo” De Orúe contaba a un grupito de íntimos, los últimos chascarros del día, con su carita de luna llena de sonrisas. Le escuchaban, sin perderse detalle ni mueca alguna, el “Alemán” Renner, el “Chico” Antonioletti, el siempre impasible Campos, el muy silencioso Sanhueza, y el siempre risueño  Jorge Arias Parra. Años más tarde, y por esas casualidades de la vida, nos encontraríamos con Jorge en Mantos Blancos. Cada uno del lado distinto de un mesón bancario. El todo ya un ingeniero trabajando en la cuprífera nortina. Alguien, más allá de las luces de la escenografía, gritaba a todo pulmón por unos calzoncillos perdidos. Y se le contestaba con el mismo desparpajo, a coro eso sí, que debía haberlos dejado olvidados donde el “lacho” o donde “el que se come a tu hermana”. En  otro rincón rasgaban una guitarra. Y los lamentos de las cuerdas casi nos hacían llorar a todos a moco tendido. Los sones bajaban en puntillas la colina orlada de pinos, invadiendo las otras cabinas con su nostalgia y mezclándose a las propias nostalgias de ellas. Parecían condensarse en la niebla y terminaban por deshacerse en las miradas vidriosas que apuntaban al vacío de la noche, tras los ventanales. Eran diez las construcciones, comunicadas entre sí por senderitos de ripio y piedra laja, y en cada una de ellas pernoctaban alrededor de dieciséis estudiantes. Cada cabina medía unos veinte metros de largo, con un cuerpo central de doble piso, baños traseros, living o salón con chimenea y sillones de cuero, y dos o tres salitas de estudio. En la parte alta vivían los alumnos más antiguos, por privilegio ganado. Y en el ala que se extendía hacia un costado, había piezas pareadas a lo largo de un pasillo, ocupadas por dos estudiantes cada una. La idea era que un alumno avanzado hiciera las veces de tutor del novato o mechón, con quien compartía dormitorio. En esa paz y mancomunidad, se suponía que el estudiante nuevo encontraría el ambiente adecuado, lo más parecido al de su propio hogar para estudiar y estudiar y estudiar. Amén de aquello, la Universidad contaba con un excelente Servicio Social, y las comidas (tres al día) se servían en el Edificio Central del Hogar, a escasos metros de estas cabinas.

    Un mal día, la muchachita callada, humilde, que acompañaba a su madre en la recolección de ropa sucia para el lavado, haciendo una paciente peregrinación de cabina en cabina, por los faldeos de la colina, desapareció de nuestra vista. Después se supo que estaba preñada de varios meses. ¿Quién había sido el autor de la “hazaña”? Nadie. Nadie, como siempre. La madre, por la vergüenza o por la inutilidad de la gestión, tampoco presentó una denuncia a las autoridades del campus ni a Carabineros. Y el hecho pasó al olvido. En esos instantes de júbilo, de risas tontas, alguien recordó el suceso y se “cargaban el muerto” unos a otros, tomándolo para la chacota. “Tiene que ser el “Mechón” Rebolledo”, decían algunos. “¡Si es cosa de mirarle la cara de sicópata!” Y otros, como defendiéndolo, contraatacaban: “¡Pero si este huevón no le ha visto el ojo a la papa, todavía!” Y todos se cagaban de la risa. El que la desgració a la muchacha seguramente era de otra cabina. Al menos, ése era mi consuelo. Yo, en vez de viajar al reencuentro de los míos, iba a adentrarme en la lluvia y en el frío, más al Sur aun, en el “pate´fierro”. Comenzó a caer una lluvia despiadada. Era como si la lluvia quisiera borrar tantas risas sarcásticas y tanta culpa de alguien, (por quien pagábamos todos, y no precisamente el bandido que señalábamos con nuestras bromas).

 

   

   

    

 

 

 

                                                                          5

 

    Un cojo camina en la ciudad que, hoy, curiosamente, tiene un silencio profundo, embanderado de paréntesis y corchetes, pantanal, trasnochado de tricolores. Las barreras dispuestas han alejado el ruido diario de los motores de esos enormes buses amarillos que habitualmente hacen tronar los vidrios de mi ventana, en mi pieza de Amunátegui. Mastodontes esperando el cambio de semáforo en la inmediata esquina. Y siento su invalidez de pasitos lentos, goteantes. Y crecen mi soledad y mi nostalgia en el talón sano y en el apéndice de aluminio del cojo. Su dolor no me viene de ninguna guerra en particular, pero es herencia de todas ellas y de las trincheras más amargas de la vida.

    Viene, sin compañía, por Morandé. Yo no estoy mejor en mis mejillas, en mis huesos. En el pequeño taburete que me sirve de merendero, donde tomo mi desayuno solo, mi almuerzo solo (unas rodajas de cecina sobre un plato frío de arroz o de fideos; a veces, una naranja; siempre, una taza de café), he puesto ahora el cenicero, y fumo lentamente mientras veo la televisión. Los aviones rayan el cielo dieciochero. Los soldados –como los soldaditos de plomo del cuento de Andersen­-  desfilan con sus mejores galas en la elipse del Parque O´Higgins;  pero yo los veo sólo en blanco y negro, en la pantalla mínima de cinco pulgadas de mi televisor, que se sacude y quiebra las imágenes, como si los personajes tuvieran tercianas. Una carta para ti espera con ansiedad el día lunes, cuando desfilaremos recién los dos, empavesados de pies a cabeza, frente a la alegría muda del papel. ¿Cuándo nos reencontraremos?  Tienen que ocurrir varias cosas para que llegue ese día. Tengo que triunfar como flamante vendedor de libros. Debo convencerme yo mismo de esa convicción. Debo encontrar al cliente, al lector ávido de enciclopedias caras, y con la billetera abierta, dispuesto a escucharme, mientras lee en mis ojos mi amor hacia ti, mi necesidad tan humana de mantenerte. Suena sencillo y barato. Y no lo es. Nos capacitan en la monumentalidad de una torre de vidrio, que es el Hotel Marriott. Café a destajo. Excelente ambiente laboral. Por Avenida Kennedy, junto al Parque Arauco. No sé por qué me recuerdan estos días mi servicio militar. Deben ser las resonancias del día de hoy. Pimientos adormecidos de calor en el enorme patio del regimiento “Pedro Lagos” en Calama. Enero de 1964. Roberto Viaux Marambio, el comandante. Ayer escuché la noticia de su muerte. Levantarme, como entonces, a las seis de la mañana. Viajar colgando de la manilla de un bus, paralelo al Mapocho, que se vuelve un río de mugre y de lágrimas y de cemento en la modernidad de las carreteras urbanas. Y la nota final, para ganarse la ansiada escarapela dorada del vendedor profesional, es lograr una sola venta. ¡Una, no más, que sea! Y hasta fracasé en ese intento con el hijo de un primo carnal que trabaja en Megavisión. Me hizo esperar en su oficina hasta el absurdo. Y, cuando apareció al fin, tras los abrazos de rigor, y los recuerdos familiares, y las risas, y las buenas intenciones, le preguntaba a cada colega que pasaba “¿No es cierto que nos parecemos?” “¡Es mi tío!” Les decía con orgullo a los incrédulos empleados del Canal. Pero, igualmente me dijo que no. ¡No! No nos parecemos en nada. Yo soy un ingenuo abuelo, jubilado por la vida y por las emociones en las que siempre he creído, y tú eres un triunfador, o un trepador social, o no sé qué (¡Eso es lo que pensé, y no tuve valor para gritártelo a la cara!). Y arranqué de todo ese mundo trucho, de luces de colores, de plásticos, de sonrisas falsas de canal de televisión. Me mataste, disparándole a la última de mis ilusiones, hijo de mi primo, y, luego, tuve que volver a Osorno, sintiéndome traicionado como Cristo en el Monte de los Olivos. Un notario, el día anterior, me había dado con la puerta en las narices. No quedó constancia alguna de su maldad (con razón, Neruda les tenía bronca). En el Hospital Traumatológico me tramitaron hasta el aburrimiento. Iba con los hombros arriba, por infinitos pasillos oscuros, “quebrándome” en la mejor de mis disposiciones, con cara de ganador, soportando con una sonrisa las caras imbéciles y los hedores surtidos. Un no tras otro no. Y, de repente, alaridos que electrizaban el ambiente. No sé por qué me acordé de Kafka.

    Me di cuenta que era el príncipe de los fracasados, el jocker de todos los fiascos, y que ese mundo no era para mí, por más que deseara y necesitara del triunfo. Y, para colmo, a veces pasaban dos o tres días en que no tenía noticias tuyas, Berenice. Una voz, unas líneas de aliento. Nada de nada.

    El cojo sueña con encontrar un billete de mil, algo caído del sueño de otro, y que, arrugado de sombras, lo descubran sus ojos y no otros antes. Ignacio Carrera Pinto, en verde y blanco. Con ese 6 en la gorra, con que comienza el número de la Bestia. “Chile a sus héroes”. ¿A cuales? ¿A los de papel? ¿A los que desfilan ahora en blanco y negro, y con tercianas? ¿A los seres “normales”, como yo, que apenas superan el pavor de cada día de existencia, sin ninguna ayuda oficial, sin el valor agregado de la fama, de la televisión, de la magia o de la historia?  La tarea de los soldados en el desfile del Parque es mucho más sencilla, llena de aplausos preliminares (que se inician, que se propagan como el fuego desde las palmas de sus madres y hermanas, y continúan entre el vecindario y las amistades; incluyendo a los primos de corazón), de gallardía grabada en off.  Si me fuera bien, en cambio. Si mi situación económica repuntara, como si me ascendieran a capitán desde la desconocida soldadesca, y te pusiera un departamento donde podamos vivir, así y todo, mi tarea no estaría completa. Tú también tienes que escuchar, y en tus propias calles de Osorno, mi cojera. Ascender de rango mis tardes de café solitarias. Y lo que me parece más difícil e increíble: dejar todo botado y venirte a vivir conmigo a Santiago. No importa que después te escribieran tus hijos cartas amargas, reprobatorias, como lo hizo Andrés Javier conmigo, culpándome de todo. Son los desasosiegos propios de la juventud. Yo te abandoné a ti, el 67, para seguir el largo camino que me conduciría hasta su madre, para que él (mi propio hijo) pudiera nacer, y criticarme. Pero ahora es sólo un detalle, y ya no lo recuerda.

    Y, antes de ello, tienes que abandonar a tu marido. Su enfermedad te duele en mi cojera capital. Y te duele en el remordimiento, no en el dolor. Te duele en plena misericordia. Pasas, antes de salir a verme en el teléfono, en la carta de correo, por el vestíbulo de la casa,  como un mar proceloso,  y llegas desnuda de toda sal a mí, casi insípida, tan incierta.

    No tenemos tiempo, querida mía. Aun caminando lentamente, como aquel cojo de la calle Catedral, no evitaremos la recta final que despeina los ánimos aun más recios y decididos. Nos empujan: son impostergables las decisiones que tomaremos. ¿Estás dispuesta? ¿Te la jugarás por mí y por aquel cojo abandonado de Dios? Te recuerdo cuando niña: flacucha como un ave zancuda. Tu largo pelo rubio, crespo, enredándose en las manijas de los muebles, en las rugosidades de los troncos de tanto árbol que amabas, con una sola muñeca con quien jugar. Tarde aparecí yo para regalarte otra. Le puse tu nombre. Espero que tu hija no te la haya quitado. Ella tiene mucho más de la vida, de las cosas que a ti te faltaron siempre, hasta un padre. Acabo de llamarte por el celular, consumiendo los mendrugos de tiempo que me quedaban, guardados para ti este sábado. Me encanta tu voz cristalina de tan ronca que es.

    Niña todavía, te quedabas largos minutos contándote los dedos, en una cuenta de números misteriosos que nunca nadie entendió. Actos tal vez premonitorios del dolor que te esperaba más adelante. Eras una sacerdotisa del dolor, hasta que me conociste, y renunciaste al fuego sagrado por mí.

    Y, de reojo, mientras te cuento esto, estoy esperando el desmayo de alguno de los soldados, tanto tiempo parados bajo el sol implacable; y que empiecen a caer como fichas de dominó todas las corridas uniformadas, hasta llegar al general a caballo que va a dar la orden de inicio del desfile.

    Pero no sólo te he quitado cosas ¿no es verdad?  Has vivido conmigo alegrías esenciales, que no figuran en los mapas (ni siquiera en un modesto Diario de Vida; excepto, en la boca ardiente de mis poemas, que algún día desaparecerán para siempre). Has vuelto a ser mujer, hembra a mi lado. Has barajado de nuevo las cartas del destino, y ahora tienes un horizonte, una esperanza por la que luchar. Ahora puedes profesar en pleno el Amor. Te has arraigado a la tierra, de la que te elevabas inexorablemente. Tu alma subía a los cielos, dejando abajo sólo tu forma física, tu menguado cuerpo de queltehua. Amo todo lo que eres, hasta tus silencios ásperos. Y si tienes que anidarte entre mis brazos con tus dos hijos, los recibiré a los tres, gustoso. Y será una compensación de la Vida, por haber perdido yo a los míos, por ir detrás de ti. Yo no puedo ir más a ti. Mi deber es quedarme a escuchar a ese cojo que camina sin fe por las calles. No vaya a ser cosa que le pase algo que yo jamás me perdone por el resto de mi existencia. Sé que lo comprendes. Has renunciado por mí al fuego sagrado, y has vuelto a recuperarlo. Y yo, paralelamente, me he enriquecido de símbolos. Y esta vigilia me es obligatoria. El cojo puede ser Jesús. Tú lo sabes.

    Mi amor es absolutamente fiel a ti, arrancándome a jirones los recuerdos de todas las mujeres que pasaron, fugazmente, por mi lado. Te soy más fiel que un promesante de la Virgen de La Tirana. Sólo que, así como ayer, en Puerto Montt, fue un ciego nuestro nexo, ahora lo es este cojo del alma, del sentimiento, de la pierna izquierda, del abandono brutal. Llegará hasta mi puerta para que lo reconozca como a un hermano. Y te iluminaré a ti, iluminándome yo en él.  “¡Pasa! ¡Adelante!”, le diré. “¡Es todo tuyo mi lugar!” Y yo tomaré su muleta sebosa de axilas, y la vida continuará como en una carrera de postas. Estoy llorando, mientras desfilan los soldados, mientras sobrevuelan el Parque los aviones de la Fach, por todos los desplazados del mundo. Y es ésta, y no la otra, la verdadera pantalla de la vida. Ésta, la de mis dos ojos con lágrimas ciertas, sinceras. Y el andar titubeante del cojo, ya por Amunátegui, constituye la verdadera parada de este día glorioso y militante.

 

 

 

 

 

 

 

      

                                               

 

 

 

                                                 6

 

     “¡Julián Rojas!” – me llamaba alguien a gritos, a  mis espaldas, en un pasillo de la Escuela de Educación. Era Alberto Durán, compañero del segundo año. Mientras avanzaba entre la multitud de estudiantes, visualicé sus rasgos: de rostro ovalado, con ojos pequeños y cejas espesas bajo un pelo negro y ondulado. Caminaba con ademanes enérgicos, como esas personas que no pierden el tiempo en nimiedades, que gustan de ir directo al grano. En realidad, no éramos lo que se puede llamar “amigos”. A veces cruzábamos unas cuantas palabras en los pasillos de la Escuela, y siempre de estudios o de literatura. Y no dejó de llamarme la atención el énfasis que puso durante el encuentro, que no pareció justamente casual; era como si me hubiera estado esperando largo rato, hasta encontrarme. Yo llevaba en uno de mis bolsillos una carta de Berenice, que había retirado desde los casilleros del Hogar Central, y que no había tenido oportunidad de leer hasta entonces. Con mi mirada le suplicaba que se apurara en lo que tenía que decirme. Sólo quería ir a encerrarme en mi pieza. (“…Los prados tienen flores / que saben a ti…”).

    Los estudios no daban tregua. Tenía un horario tan repartido a lo largo del día y en aulas a veces tan alejadas una de otra, que había que andar a la carrera por todo el campus de la universidad. Una de esas clases, lo recuerdo muy bien, se daba en el Instituto de Patología; es decir, en la morgue. Lo extraño era que yo estudiaba Licenciatura en Español. Y a eso de las ocho de la mañana, con una niebla cerradísima, entraba en el mentado edificio, tétrico, como  sacado de una película de Drácula. Y en la búsqueda de mi sala, en las entrañas mismas de la construcción, aparecía de repente, entre las sombras, la silueta de un cuidador o de un funcionario; y uno tenía la impresión de cruzarse o con un zombi o con Jack El Destripador, en alguna callejuela de Londres. O me tocaba pasar ante salas de puertas siempre abiertas, con cadáveres frescos o semi diseccionados a la vista, con los que practicaban los estudiantes de medicina.

    Tenía que devorarme muchos libros cada mes; por lo general, dos o tres por semana. Más otros que yo leía por gusto personal. Y este milagro se lograba sólo con el sistema infalible  de “lectura rápida” que felizmente a alguien se le ocurrió inventar. Para saber cada día más. Para saber ¿qué? Porque mientras más se aprendía, más conciencia tenía uno de su ignorancia. La verdad, es que estudiamos no tanto para saber algo definido, que nos marque, que nos moldee, como para una nota, para un cartón y, en definitiva, para tener un status social: casa, automóvil, empleada doméstica, viajes al Caribe, hijos estudiando en colegios caros. Y así, el mismo círculo vicioso. El apetito de otras cosas persigue al conocimiento como un perro loco a su propia cola.   Me detuve a esperarlo, no sin cierto desagrado.

  •                    -Qué cuentas, Alberto…
  •     -¿Tienes algún compromiso para este sábado?

    Le dije que no. Que tenía que repasar algunos textos y acabar de leer una novela de Carpentier para el control del martes.

    Y Durán comenzó a “engrupirme”  con una historia a la que le puse muy poca atención desde un comienzo, arrugando el entrecejo a medida que él se explayaba, y poniendo poco a poco en alerta mis sentidos. Un hormiguero de alumnos se vaciaba en el hall central. Los que entraban rápido, iban atrasados a clases y chocaban con los que iban saliendo apresurados a almorzar en el primer turno del Hogar Central. En medio de la conversación, se dio maña para “dorarme la píldora” con algunos versos del Maestro. El maestro, a secas, era Gonzalo Rojas. (“Oh voz, única voz; todo el hueco del mar, / todo el hueco del mar no bastaría, / todo el hueco del cielo, / toda la cavidad de la hermosura / no bastaría para contenerte…”). Mi estadía en Osorno había resultado más que placentera, exultante. Viajamos con una compañera de nuestro grupo literario, a dar una serie de recitales en la ciudad del Rahue. Nos fue muy bien. Berenice resultó ser más frágil de lo que había supuesto por una fotografía que me envió con sus primeras letras exclusivas ahora para mí, aunque siempre se acordaba y muy tiernamente de Osvaldo. Su familia, un siete. Todos se esforzaron en hacerme lo más grato que se pudo mi estadía. Y las dos semanas pasaron volando. Nos besamos y abrazamos en todas las plazas y parques de la ciudad, como si nunca jamás nos volviéramos a ver. Y sabíamos. Teníamos la seguridad de que no iba a pasar mucho tiempo antes.

    Los días parecían muertos en el calendario, acercándose ya al verano. Los tilos entregaban toda su fragante humedad. Las flores se abrían, hasta reventar de pétalos, desentumeciendo las pasiones que habían dormido los largos meses del invierno, buscando hendijas de irracionalidad por donde escapar, y estaban simbolizadas tanto por el vuelo errático y lujurioso de mariposas y libélulas, como por el vestuario de las jóvenes, que se acortaba y transparentaba; mientras ellas se repintaban la cara, más coquetas que antes y mostraban una actitud más abierta y amistosa.

    Me esforcé en ponerle el máximo de atención, mientras palpaba en el bolsillo, goloso, la carta de Berenice. Alberto me estaba invitando a pasar el sábado en la casa de una amiga, en Dichato, un balneario al norte de Tomé. Durán estaba enamorado hasta las patas de una profesora primaria, amiga de la dueña de casa. Eso de su amorcito ya lo habíamos conversado, en la única conversación íntima que habíamos tenido la semana recién pasada, por lo que lo recordaba muy bien. El padre de la amiga, una estudiante de segundo año de Castellano, daba los últimos retoques a un “chalet” en el balneario. “Y podríamos”, me dijo,  “tú sabes…”, dejando inconclusa la idea, para picanear mi imaginación. Y me lo dijo justo cuando pasaba delante de nosotros una linda chiquilla de minifalda tableada, a la que el viento primaveral, generoso, diestro, le levantó el ruedo ancho de su falda escocesa, mostrándonos unos muslos de antología, como para fotografiarlos y ponerlos en un marco. “Oye”, le dije, sin quitar la mirada de la minifalda, “pero no se tratará de “La Fea”, por casualidad?”

    “¡No, no, no! ¡Nada que ver... Claro que no es ella!”, me aseguró. Y justo no se acordaba del nombre, y de sus señas físicas precisas, Durán.  Lo miré con recelo, pero estaba serio, inescrutable. Y me dio una muy vaga descripción de la amiga, que iba por otros lados, pero que tampoco arrojaba suficientes luces sobre quién podría tratarse. “La Fea” de la Escuela, era una flacuchenta, llena de espinillas, con lentes “poto de botella”, y a la que todo el mundo le hacía el quite. Tampoco recordaba yo su nombre. “Su familia vive al otro lado del río, en San Pedro. Vamos a estar prácticamente solos, porque el viejo se va de parranda los fines de semana, con sus amigos”. Con esa idea terminó por entusiasmarme. Pasó la imagen de Berenice como una gacela angelical por mi visión. Fue sólo un relampagueo. Pero al demonio que tenía al frente le brillaban absolutamente los ojos, de pura lujuria, comparado con mi pálido y fugaz espejismo. Y me dije, por qué no; todo no va a ser estudios y esclavitud de horarios. Tómate las cosas con relajo. Y Durán seguía dándole a la idea, con nuevos detalles, sin dejarme un respiro para  pensarlo mejor. Y se me atravesó por última vez el recuerdo de la feúcha, a la que todos eludían, como si tuviera la peste. Recordé unos versos que le venían como anillo al dedo:  “Mi amiga no sabe francés / qué haré con mi amiga? / Traducirle La Chanson du mal-aimé /  Mi amiga no sabe inglés / qué haré con mi amiga? / Traducirle The faerie queene /  (Mi amiga no sabe nada / ni pechos tiene / qué haré con mi amiga?)”  ¿De quién eran? Me dio rabia no acordarme. Y más rabia, no tener una buena razón para rechazar la invitación de Durán. Pensé en el maravilloso paisaje, en el relieve de la costa, más allá de Penco. Acantilados cortados a pico, recubiertos de pinares y el mar azuloso hasta el infinito. Tendríamos que viajar en tren, a primera hora, serpenteando esas colinas, con playitas íntimas de blancas arenas por aquí y por allá. Las aguas de la zona eran heladísimas, pero se podía tomar el sol, mojarse hasta las canillas y pasarlo bien en una buena conversa sobre libros, mientras el parcito se escaparía a sus cosas, que se veían urgentes. Todavía, al separarme de Durán, me quedó en la boca esa agüija indefinible que antecede a una engañifa, pero ya me había convencido de la aventura, tenía mucha hambre, y me latía en el bolsillo de la chaqueta la carta de Berenice. Me dirigí rápidamente a almorzar a la Casa Central del Hogar Universitario. En el camino, saludé a algunos compinches, y no pude evitar, una vez más, la extrañeza de ver nuevamente a esos “personajes” de siempre en los parques del campus: unos jóvenes (aunque mayores que yo) vestidos de oscuro, de bigotes y chuletas largas. Alguien me dijo que eran una suerte de políticos de ultra izquierda: miristas, se hacían llamar. Sus líderes eran los hermanos Enríquez, Luciano Cruz, entre otros. Siempre en conciliábulos, y en reuniones misteriosas. Al parecer, compartí cabina con uno de ellos: Marco Antonioletti. Pero lo supe décadas después, al informarme por un periódico, de que continuaba él fugado de la justicia y fue uno de los hombres más buscados por la policía.

 

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    Y resultó ser “La Fea”. Aunque esa mañana, en la estación (y cuando yo  no tenía ya posibilidad alguna de devolverme), vestida vaporosamente de azul, con  estampados de grandes flores blancas, debo ser franco, no estaba tan fea. Se había quitado los lentes gruesos y lucía un cabello más corto y rizado. Yo estaba, de todos modos, amostazado por la decepción. Quería estrangular a Alberto, quien me rehuía la mirada. Y lo único que acabó por contenerme en mis ansias homicidas, fue la llegada de Julieta, la profesora. En cuanto la vi, se me cayó la mandíbula inferior al suelo de la pura impresión que me causó. Vestía una falda ceñidísima, pegada como una segunda piel a sus caderas de potra, dejando adivinar dos gruesos y bien torneados muslos, y, por detrás, un culito redondo y duro. Se me revolucionaron las hormonas al instante. Las tenía dormidas, en hibernación, desde el verano anterior, en Antofagasta. Cuando nos besábamos con Berenice, pendientes los dos de un grueso hilo que no debíamos cortar (y donde estaban enhebrados los rostros de Encarnación y de sus otros hijos, y de las restricciones morales de la hospitalidad), sólo podía sentirme en las nubes, inerme, casi asexuado, como un angelito de Dios. Aquí y ahora, en cambio, el sol primaveral me llamaba a otras urgencias, que me ardían bao el traje de baño, dándole una inevitable mirada más prosaica a la oportunidad.

    Toda la conversación, hasta Dichato mismo, con Noelia (que así se llamaba la fémina), se limitó, empero, a breves monosílabos de parte mía. Ella, en cambio, resultó toda una cajita parlante. Las pocas palabras me brotaban grisáceas, variando a despejado, como el clima de esa mañana. Los dos payasitos, a un costado, agotaron pronto todo el repertorio de risas y de bromas (acaso iban riéndose de nosotros, y sobre todo de mi cara de funeral). Ahora se besaban y acariciaban como dos posesos urgidos por las trompetas del Apocalipsis. Los labios de Julieta eran gruesos y carnosos, sensuales, torneados a mano para el goce del beso. Por su escote generoso, abierto hasta el delirio, amenazaban con escapárseles sus pechos duros. Alberto le metía la mano en el pelo, por detrás de la oreja, y la atraía con voracidad de bucanero, para comérsela. Ella lo dejaba hacer, con los ojos vidriosos de perra en celo. Habrían terminado por incendiar el tren si el viaje no hubiese concluido en esos mismos momentos.

    Una vez instalados en casa y hechas las presentaciones de rigor con el padre de Noelia, que nos prestó poca atención atareado en lo suyo (trabajaba sagradamente sólo  hasta mediodía cada sábado), corrimos en traje de baño, pueblo abajo, hasta la playa cercana, a tostarnos. Los pinos desfilaban bajando por las blancas arenas hasta perderse de rodillas en el mar. Una niebla delgada, porfiaba en no marcharse y se tendía en las alturas de los cerros como el delicado velo de una novia. Había un silencio blanco, casi de cementerio, en el ámbito. El papá de Noelia resultó ser un huaso medio bruto, de facciones toscas, y casi mudo, pero de fuerte complexión. Los estragos del alcohol le marcaban tristes cicatrices en la cara y la nariz le enrojecía todo el semblante. Sus manos parecían mimetizarse al contacto de una herramienta, anudándose en sí mismas y acerándose como garras de poderosa voluntad. Quizás qué penas ahogaba en el alcohol. ¿Será virgen todavía? Me pregunté al ver la delgadez del cuerpo de Noelia, al trasluz de su salida de baño. Pero mi pregunta tenía mucho más de curiosidad que de erotismo. Y se me deshizo al instante como las cenizas de un cigarro. Pero, en malla, fue otra cosa. No pude dejar de prestar atención a sus naranjitas humildes de colegiala y a sus menguadas caderitas. Aunque sea sólo por la costumbre de macho. Julieta sí, estaba fenomenal. Ampulosa, deseada, por todos lados. Con una trusa de grandes flores violáceas sobre un fondo blanco, casi carnales ellas. Daban ganas de deshojarla de inmediato. Pero el muy bandido de Durán pareció adivinar mi libidinosidad y se la llevó muy pronto de nuestro lado, perdiéndose ambos en un bosquecillo de pinos cercano. Si se trataba de entusiasmarme, en beneficio de sus planes, lo había logrado perfectamente, el muy carajo. Una vez más, inevitablemente, mi recuerdo vagaba entre Osorno y Antofagasta. Entre el cielo y el infierno. Se detenía en el ritual de mi propia iniciación en los roqueríos de otra playa. Y volvería a cruzarme con Rosa Rodríguez en el pasadizo de las dos calles centrales, allá en el Norte, adonde, forzosamente, tenía que volver a fin de año. Así era de difícil la competencia para ti, Berenice. Con tantos palos dándole el ciego a la piñata, alguno de ellos acabaría de romperla.

  •     -Te hice una pregunta…- Escuché entre las brumas de mis recuerdos la voz aflautada de Noelia. Y yo, dando un respingo, terminé por despertar en el escenario equivocado.
  •     -Perdona, estaba distraído. ¿Qué me decías?

    Así fue casi toda la mañana. Pensando yo en Rosa, o en Berenice. En los roqueríos de Antofagasta, o en los besos de la Plaza Suiza, en el puente colgante sobre el Damas, en las canciones de Nicola di Bari; caminando por inercia de vuelta a casa, al atardecer; llevando cada uno detalles secretos de nuestras vidas, vidas que apenas sospechábamos. “Al fondo el corazón tenía una herida/, sufría, sufría/. Le dije, no es nada, mas mentía, / lloraba, lloraba…/ Por ti se ha hecho tarde, es ya noche,/ no me detengas, déjame ir…” Nuestro amor con Berenice se cimentaba en algo muy bello, pero que tenía el carácter de lo no ocurrido, sólo de lo esperado o soñado. Y el destino estaba presto a demostrarnos que guardaba un reloj aparte para nosotros. Al volver los “novios”, lo hicieron muertos de la risa. Alberto me llamó, discretamente, a un costado, como para confidenciarme algo sin que las damas pudiesen escucharlo. Y ellas a su vez se trenzaron en un conciliábulo pícaro, unos pasos más allá. Me habló del plan que habían “recién” fraguado con Julieta. La idea de quedarnos a alojar, con la “chiva” o excusa  de haber perdido el único tren de vuelta a Concepción. El cual partía a las 6 de la tarde. A todo esto, el “chalet” en cuestión era en verdad una miserable casita a mal traer, con burdas terminaciones de tablas de embalaje, con agujeros en casi todos sus muros y dos escuálidos dormitorios (uno de los cuales tendríamos que compartir entre los cuatro). “¡Estás loco, Alberto!”, le dije casi indignado. Ya había tenido mis pequeñas aventuras, pero jamás pasé hasta entonces por situaciones de esta envergadura (y pensaba más en lo peligroso de ella; es decir, más en el padre de Noelia que en su hija y en las consecuencias). “¡Pero, compadrito…El viejo se pone a “chupar” con los amigos y tendremos “chipe libre”. Ya me averigüé con Noelia, que suele llegar no antes de las tres o cuatro de la madrugada. Y a esa hora, nos cambiamos de cama,,,y listo! ¡Ni rocha!” Y todavía terminó por agregar: “Mira, la flaca se deshace por ti”. Y Noelia me miraba con ojos lascivos, y Julieta me tiraba besos con sus labios fruncidos. “Pero, ¿y si pasa algo, en qué forro me meto?” “¡Noooo! ¡Qué va a pasar; estas “minas” saben cuidarse bien!”, acabó por machacarme en los oídos Alberto. De paso, ya me había ascendido a la categoría de “compadre”, el muy pillo. Ahí caí en cuenta de que estaba todo planeado desde un principio, y que Noelia había hecho muy bien el papel de “mosquita muerta”. Bueno, dije yo, a modo de desquite. Si quiere guerra, guerra tendrá. Y acabé por decidirme. Varias estudiantes habían quedado rezagadas por esas tentaciones casi veraniegas, donde todos acababan por soltarse las trenzas, y dar rienda suelta a sus pasiones. Pero me dejé guiar no sé si sólo por el instinto o por mi buena estrella. Noelia, sentada sobre la arena húmeda, cadera con cadera junto a Julieta, arrojaba, nerviosa, con el empeine de su pie derecho bolas de arena lejos, mientras ambas reían de las palabras libertinas que la profesora le echaba a la otra al oído,  como flores envenenadas. Volvió a mirarme, y me guiñó un ojo, dando por entendido que todo estaba concertado. Y fue ella, más que la otra, la que terminó por convencerme.

    Almorzamos en una picantería con pretensiones de restorán. El cuchitril en cuestión se llamaba “El Gavilán”. Yo dije, entre risas generales, que mejor le quedaría  el rótulo franco y directo de “La Carroña”; sin más rodeos. El mantel de la mesa, donde aparcamos nuestras hambres, blanco,  con cuadros rojos, conservaba, todavía frescas,  las indelebles manchas de la última tomatera. Y, salvo cuando murió mi padre, y con un hermano trasladamos su ataúd desde el nicho provisorio a su descanso definitivo, en tierra, nunca había visto tantas moscas juntas. La atmósfera terminaba por volverse insoportable con una música ranchera que reventaba los tímpanos, y que no hubo forma, a pesar de  todos nuestros ruegos, que bajaran un poco su volumen, para lograr comer y conversar en paz. Ya que iba a sacrificarme como un Cordero, el destino, al menos, podía hacerme esas pequeñas concesiones de agrado. Pero no.

    A las seis y cuarto, y después de asegurarnos de haber escuchado los tres pitazos de reglamento del tren, poniendo la mejor cara de víctimas o de “pajarones”, nos encaminamos lentamente al bar donde bebían “aperrados” el papá de Noelia y otros tres contertulios. Eran los habituales “curagüillas”, de rostros aguardentosos, hoscos, debajo de sus gorras sebosas o sus sombreros de paja que, mientras “empinaban el codo”,  golpeaban la mesa con sus fichas de dominó. El viejo refunfuñó algunas palabras, apenas prestándonos atención. Y le entendimos en esos monosílabos, que nos fuéramos a acomodar como pudiéramos. Que no lo esperáramos. Que él iría más tarde a casa. El compañero más próximo le dio un codazo indisimulado, malicioso, pero el hombre no le hizo caso, y lo urgió a jugar. Eran hombres toscos, que, en otro escenario, pasarían por carretoneros de vega. ¿Qué hacían en ese perdido rincón, casi edénico? Semejaban bueyes viejos, ya abandonados por la vida, los ejes de su existencia viril  rotos para siempre. La escena me pareció un cuadro de Degas ¿O de Cezanne? Una cuota de belleza brutal, aunque turbia, aun en medio del lodazal de la existencia. Y marchamos hacia lo nuestro, pueblo arriba. “Cierra los ojos, Berenice. No mires, por favor. Haz, como Dios mismo hace, que, cuando no le gustan las cosas de los hombres, se pone a dormir”.

    Pasamos a otro boliche, en las cercanías, “haciendo una vaca” para comprar una botella de pisco y una Coca-Cola familiar, y rumbeamos, esta vez sí, alegres. El sol, despidiéndose de la tarde, golpeaba nuestras nucas como con un fierrazo. Eso de “golpear en la nuca”, me produjo una súbita urticaria. Pero, la verdad, es que se me pasó pronto, con el primer trago de piscola.

    Nuestra pieza era pequeñísima, con dos camastros hechizos de unos ochenta centímetros de ancho cada uno, pegados a su respectivo muro y con un mínimo velador entre ellos. Encima de las cabeceras, demasiado alto, un ventanuco, como un monóculo de único vidrio, dejaba ver los tintes róseos del crepúsculo. Bajo los efectos del alcohol y la chispa de los chistes coprolálicos, sentí cantar a lo lejos un gallo premonitorio. En un dos por tres se agotó el brebaje ¿Qué pasó después? Alberto sopló la vela (la casa no tenía electricidad, como era de suponer) y nos vimos desnudarnos en la penumbra, sin ninguna aprensión. Recuerdo las poderosas nalgas de Julieta, sus pechos redondos y firmes, agigantados por las sombras, el triángulo negro de su pubis, la melena de Medusa, que ella rastrilló, coqueta, con sus dedos abiertos. La lanza en ristre de Durán. Parecía una escena de un teatro del Absurdo, procaz, surrealista. Todo en un mínimo espacio, rozándonos en nuestras urgencias de mimos, de maniquíes a cuerda. Vi a la profesora desaparecer bajo las sábanas como una goleta escorada; llenándome, al hacerlo, del olor húmedo, marítimo de su sexo El corazón me dio un vuelco en el pecho, como una campana volcada de repente. Me acosté, en calzoncillos, junto a Noelia, a quien siempre le había dado las espaldas, con cierto escrúpulo. Ella, recatada, también había conservado su prenda interior. El resto transcurrió muy de prisa, para recordarlo en detalle. Tan pronto sentí el calor de sus carnes magras y las agujas de sus pechitos de colegiala, ambos nos arrancamos el slip, y casi hasta la piel. Creo que la besé con furor, con esas ganas acicateadas por  la rabia y  la venganza, más que por el deseo mismo. Y esa noche “La Fea” de la Escuela de Educación resultó como todas las bellas de este mundo al penetrarla. Atragantados de caricias, sin necesidad de articular palabra alguna, los cuatro alcanzamos juntos el orgasmo bajo la luna llena.

    Mientras, afuera, cantaban, monocordes, unos grillos.

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               7

 

    Tres hechos me inquietaron al despertarme, muy temprano (como siempre  me ocurre cuando duermo en cama ajena, y que no han sido tantas veces): los ronquidos estrepitosos que venían desde el cuarto contiguo y que sacudían la casa entera. Que la puerta, que habíamos ajustado lo mejor que se podía la noche anterior, estaba entreabierta notoriamente. Y que junto a ella había una gruesa tranca, un macizo garrote de madera dura. Y me estremecí de pavor. Palpé en toda su dimensión la escena que el viejo tuvo al llegar a casa, borracho, al ver a su propia hija, desnuda, entre los brazos de un desconocido. ¿Qué edad tendría ella? ¿Veinte? ¿Veintiún años? Pero, qué dudas hay, él y su mujer habían depositado cuántas esperanzas, cuántas expectativas de futuro en su única hija, y que ahora estaban mancilladas, arrojadas por el suelo. Dios quiso que el viejo no me matara, o que no cometiera un crimen mayor, moliéndonos a palos a los dos. Con la tentación del arma justiciera al alcance de la mano, y el silencio y la soledad cómplices de la madrugada, y acuciado por el alcohol; cuando los gritos podían estallar en los faldeos del cerro sin que nadie los oyera. Nos habíamos quedado dormidos como tórtolos inocentes, sin cambiarnos de cama. Que él viera durmiendo a los dos hombres y a las dos mujeres juntos, salvando así, al menos, las apariencias que exigían el honor y la hospitalidad. Además del pavor, sentí una infinita pena y vergüenza de mí mismo.

    Habríamos salido en todos los titulares de la prensa roja ¡y qué escándalo, y qué dolor en mi familia, en la universidad! ¡Y tú, Berenice! ¡Y tu madre y tus hermanos, por Dios!

    Temblando, de frío y de miedo, me levanté al baño, en puntas de pie. Con un jarro de plástico me lavé mis partes pudendas como pude. La boca la tenía amarga a pisco y a besos marchitos (o malditos). De vuelta al dormitorio, ya mis secuaces estaban despiertos. Alberto, muy fresco él, y en pelotas, dándole las espaldas a las mujeres, sapeaba al viejo a través de un agujero en el tabique. Dormía con la boca abierta, con la misma ropa puesta, con zapatos, y la gorra tirada a un costado. Parecía un guiñapo tendido sobre el camastro. Manchas de barro recientes ensuciaban horriblemente la colcha de su cama, lo que aumentaría, sin duda, su rabia, al despertarse. Nos abrazamos los cuatro, a pie descalzo y semidesnudos en la soledad de la pieza, dándonos ánimo. Apenas eran las seis de la mañana. Todavía no salía el sol. Las frescas matitas de pelo, como lechugas recién arrancadas de una huerta, y los pezones erectos de Julieta, me cosquilleaban en el cuello y en el pecho. Pero, extrañamente, no me produjeron placer esta vez, sino dolor. Ese dolor de la contrición que lleva anclado en el corazón el pecador arrepentido. Los ronquidos de fondo del viejo eran como los golpes del mazo que propina el juez, imponiendo silencio y decoro en la audiencia. Sólo quería que me tragara pronto la tierra. Desaparecer de allí a como diera lugar, y maldecía a Durán con toda mi alma. Noelia semejaba una escuálida lagartija, con la piel lánguida, grisácea y áspera, pronta a ser arrojada a una olla hirviendo. Los cuatro nos sentíamos indefensos, cándidos, atados de pies y manos a las líneas férreas, por donde avanzaba el tren…que no quisimos tomar ayer, de vuelta a Concepción, y a la realidad. Y el maquinista nos gritaba, por sobre el estruendo de la máquina,,, “imbéciles, es mejor el hambre que la satisfacción!”. O al menos, eso me imaginaba yo. “No se preocupen, amigos”, “tengan calma”, “yo me encargo de todo”, el muy “grupiento” de Alberto, quien se equivocó, definitivamente, de profesión: debía haber estudiado para leguleyo. Las hembras estaban cadavéricas de espanto; sobre todo, Noelia, quien llevaba todas las de perder (como yo). Ahora se veía apañuscada y llorosa, avergonzada hasta el delirio, no sólo por mí, sino por su padre. Era como una vieja beata a quien se le hubiera escapado un pedo en plena misa, ante el estupor del señor cura, de los acólitos y de todos los fieles y santos juntos.

    El desayuno (el único tren del domingo no salía sino hasta el mediodía) fue más parco y silencioso que la Última Cena, pero con la revelación por adelantado de la traición de Judas, en conocimiento ya de todos los apóstoles. No volaba ni una mosca. Durán se afanaba en distraer al dueño de casa con preguntas estúpidas, con comentarios baladíes sobre el clima, los turistas, las terminaciones de la casa, y otras sandeces por el estilo. Él, que ni siquiera sabía distinguir entre un formón y una escofina. O para qué servían una escuadra o una plomada. El viejo, con la vista clavada en la taza, en la cucharita y en el platillo, como si quisiera hipnotizarlos, le contestaba a veces, con meros gruñidos. Todas estas buenas intenciones de distensión, no hacían sino aumentar el dramatismo de la escena. Me daban ganas de gritarle: “¡Cállate de una vez, huevón!”. Los otros tres éramos unas perfectas barras de hielo. A espaldas del viejo, el martirio de un reloj de pared marcaba el lento paso del tiempo, y nuestros corazones seguían al pie de la letra sus martillazos. La incomodidad de todos era tan sólida como un muro. Y hasta el más mínimo roce casual de un pantalón contra un vestido, de dos rodillas entre sí, sonaba escandalosamente amplificado.

    Nos despedimos una hora y media antes de la salida del tren. Ya no podíamos más de los nervios tensados. Agradeciendo en voz neutra y atormentada la hospitalidad. El hombre sólo nos dio, como toda respuesta, una mano fría y lejana, donde ya parecía detenida la sangre. Justo en ese instante, unas campanadas llamaron a misa. El valle tenía la fragilidad de una bola de cristal, con diversas figuritas presas dentro. Antes de partir nosotros definitivamente, el hombre retuvo a su hija con un gesto agrio que le desfiguró la boca, como diciéndole (y diciéndonos también a nosotros; sobre todo a nosotros): “¡¡no!! ¡¡Tú no!!

    Días después, coincidimos en uno de los recreos en el pasillo de la Escuela. Noelia me confidenció del infierno en que estaba convertido su hogar. Que escuchó hablar a la mamá con su marido por teléfono, río de por medio, destemplada, lívida de rabia. “Pe-pero,,,¡¡en nuestra propia casa, viejo, por Dios!! ¡¡Y tú no hiciste nada!!”  No pudo darme más detalles, porque a cada rato nos interrumpían otros estudiantes, mirándonos perplejos, al pasar, como se observaría a un par de bichos raros. Ni siquiera alcancé a preguntarle si había tomado precauciones. La palabra “embarazo” brillaba como una guillotina en la mañana radiante y primaveral de ese día. En cuanto a mí, hubiera querido tomar una pastilla de amnesia total, o, directamente de veneno.

    Deben haberla castigado por el resto de la década. Y nunca, nunca más nos volvimos a ver.

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               8

 

    Nicolás Guillén trepó con pasos ágiles y firmes, para sus sesenta y un años cumplidos, los alfombrados escalones hasta el proscenio del Teatro de la Universidad, abarrotado esa noche, lleno de bote en bote, de estudiantes, autoridades, escritores, poetas invitados y los infaltables periodistas. Vestía un impecable traje color cáscara, y sin corbata, que le hacía relucir su rostro mulato, donde brillaban como tizones sus ojos francos, grandes, de aguas claras, caribeñas. Su cabellera, encanecida ya, estaba rastrillada cuidadosamente hacia atrás, dejándole al aire la proa solemne de su frente amplia, generosa, como un estandarte de rebelión. Apenas subido al escenario, se volvió hacia el público, saludando con su puño izquierdo en alto. Inmediatamente, le contestó un rugido de admiración, que hizo tintinear en lo alto del cielo raso las arañas de luces. Sonrió y tomó asiento en la testera, una mesa larga, recubierta con un mantel color obispo, al centro de los presentadores e invitados de honor, y teniendo a su izquierda al poeta Gonzalo Rojas, que hacía de anfitrión del cubano.

    Desde temprano, las graderías colmadas de estudiantes se entretenían lanzando pullas y gritos, como provocando un contrapunto con la gente, más silenciosa y compuesta, sentada en la platea. Estos sólo se limitaban a girar de vez en cuando sus cabezas hacia lo alto, y a reír, celebrando los mejores chascarros. Las tallas apuntaban a veces a alguien en particular, que entraba, acomodándose en su butaca, y luego volvían a generalizarse. Eran gritos de combate contra la derecha reaccionaria, contra el imperialismo yanqui o contra el periodismo mentiroso de la época, “El Sur” o “El Mercurio”. Ya se había acuñado esa célebre frase: “El Mercurio miente”. También, iban dirigidas contra la DC, o los “beatos”, como simplemente se les llamaba. Cuando no contra el mismo Presidente Frei Montalva. Por supuesto, se burlaban de su famoso apéndice nasal. Cantaban una tonadilla, con música y letra cambiada de “El Camaleón”, que se hizo muy conocida, y que no reproduzco ahora por respeto al estadista muerto y a su familia. El ruido era ensordecedor ¿Habría algún sacerdote entre la concurrencia? ¿Algún “sapo” del Gobierno? ¿Algún espía de la Cía, tomando nota de todo? Seguramente. Aunque la entrada a todos los eventos universitarios era controlada con carné estudiantil en la mano, y con tarjetas de invitación al resto, éste era muy fácil de falsificar. El diario “El Sur” apenas le dedicó una pequeña crónica, sin fotos, y en páginas interiores al encuentro libertario del poeta con los estudiantes; en cambio, “La Patria” desplegó la información periodística en los titulares y en dos páginas centrales del tabloide, con amplios detalles, incluida una biografía del célebre vate.

     Desde la “galucha”, acompañado de mi amigo José Luis Montero Bernal, y compañero de Castellano, no nos perdíamos ni pestañada de la fiesta popular. Nos absteníamos hasta de respirar. Pero, como pude, le grité al oído los pormenores de mi aventura en Dichato, de muy reciente data. Y él, ora me reprobaba con una mirada casi siniestra y recriminatoria, ora se solazaba con mi pobre situación; sobre todo, no me perdonaba el haberme dejado enredar por el muy “chamullento” del Alberto Durán, al que no tragaba al parecer. Y de esta conversación no logré sacar el alivio que esperaba, volviendo a un punto muerto. De vez en cuando pensaba en la pobre Noelia. Incluso, llegué a pensar que también era otra víctima y que había actuado de buena fe. Y en cómo la habrían castigado sus padres. Montero estaba vestido esa noche con su eterno y promesero traje negro, de dueño de pompas fúnebres; color que le exaltaba aun más los rasgos ásperos de su rostro casi incaico, pero voluntarioso, con labios gruesos y su amplia frente coronada con un pelo negrísimo y peinado hacia atrás. ¡Tenía una terrible pinta de poeta maldito! Recitaba sus versos con voz ronca y estrangulada de emoción. Nos habíamos hechos muy buenos amigos desde un comienzo. En realidad, yo lo admiraba mucho. Veía en él todo el futuro de un excelente poeta, con sus empeños demoledores, que sólo había conocido antes en los versos de Pablo de Rokha. Y tenía el ingenio de Vicente Huidobro; especialmente, en su clara visión de qué era la poesía, y al servicio de quiénes debía estar. Cuando integré “Travesía”, y después de mi viaje a Osorno, en el mes de julio, de ese mismo año, nos invitó, gentilmente, a todos, a su casa campestre en Angol. Allí me encaramé (mejor que “ensillar”, que hubiera sido un exceso de elogios para mí) por primera vez en un “pingo”. Era una yegua mansita, pero igualmente no pude gobernarla con las riendas y pasé el susto de mi vida cuando, en una de esas, el animal se apegó demasiado a las alambradas de púas. Montero acudió, presto, a sacarme del embrollo, lanzando las voces de mando al equino, y tironeando hábilmente de él.    Un poco más allá, en el fragor de la galería, divisé a otros poetas conocidos: Silverio Muñoz, Jaime Quezada, Gonzalo Millán,,,todos ellos compañeros de la facultad.

     Los flashes arrancaban brillos en los rostros de la testera, mientras transcurría la larga perorata de presentaciones y discursos previos por los micrófonos, que nadie parecía llevar de apunte. Hasta que el bullicio se estranguló, de repente, en la maciza figura de Guillén, levantándose un momento de su asiento, para volver a acomodarse en la butaca. Parecía un hilillo de agua perdiéndose entre los labios resecos del arenal, hasta que las últimas gotas de ruido terminaron por evaporarse, fagocitadas por el vozarrón impresionante del cubano…

 

     “Yoruba soy,

     lloro en yoruba lucumí.

     Y como soy un yoruba

     de Cuba,

         quiero que hasta Cuba suba

     mi llanto yoruba.

        Que suba

    el alegre canto yoruba

        que sale de mí…

 

    Se nos llegaron a parar las quiscas de pura emoción y un escalofrío me recorrió la espalda, como un súbito latigazo de hielo. Me imaginé la escena que ilustraba la creación de estos versos, como viéndola en colores y con sonidos. Negros libertos, de torsos desnudos y armados de sables cortos y rectos, en la salvaje plenitud de la zafra, cortando las cañas de azúcar al ritmo hermanado del canto y del sudor. Al fondo, recortado en cartones azulosos, los cerros bajos de la isla, y contra un cielo calmo y algodonado de nubes. Sus versos, apasionados siempre; sarcásticos, a veces; otras, sombríos, nostálgicos, dulces, estaban construidos cabalmente en torno al ritmo, al colorido del paisaje, al calor de la sangre atormentada del negro; y hablaban de la injusticia y del despojo a que eran sometidos por el hombre blanco, corrupto y vicioso. Resplandecientes en onomatopeyas, con grandes imágenes creativas, en una amalgama perfecta de palabras elocuentes y sonidos gratos. A veces, el atractivo radicaba en las sencillas repeticiones o anáforas; otras, en las aliteraciones bien puestas.

    Lo traían desde la capital. Allí no pudo menos que espantarse del contraste brutal en que vivían ricos y pobres, éstos en sus míseras casas o “callampas”, como se le llamaba entonces a los “campamentos”; eufemismo que surgió más tarde. Vio la pobreza más acendrada, el abandono humano, en las márgenes del Mapocho, en el Zanjón de la Aguada. Verdadera bofetada a la dignidad proletaria. Y frente al Cerro Huelén, improvisó a la carrera unos versitos preclaros: “¡Oh, Cerro de Santa Lucía, / tan culpable por la noche, / tan inocente de día…”  Aludiendo, por partida doble, a la peligrosidad criminal del monte, como a la complicidad de su espesura, verdadero hotel abierto y gratuito para amarse o simplemente desfogar las pasiones de la carne. El movimiento hippie pregonaba justamente, frente al odio, la indiferencia del nihilismo, el escalamiento social y el materialismo cruel, “hacer el amor y no la guerra”. Nuestra Violeta Parra, agregaba a ese axioma, su propio grito de rebeldía criolla: “¡Que vivan los estudiantes, / jardín de nuestra alegría. / Son aves que no se asustan / de animal ni policía…”

    Esa noche, lamenté no tener una máquina fotográfica, una Leica a mano, para inmortalizar el instante  ¡Cuántas veces me ha penado su ausencia! Porque todo buen momento, como ése, es historia viva, que se pierde en la memoria. ¡Que enorme falta hizo una lente! Ni pensar, haber podido acceder al podio, a la caza de un autógrafo de Nicolás Guillén. Tarea más que imposible, por la masa humana que lo rodeaba, y por sus custodios. Sólo una vez en la vida, como del paso del cometa Halley, se es testigo de una fiesta así del Espíritu Humano. Así, con mayúscula.

    Y mientras lo pensaba, ya el poeta estaba despidiéndose. Sus últimos versos quedaron plasmados en mis oídos y en mi alma:

    “¿Cuándo fue?

        No lo sé.

        Agua del recuerdo

        voy a navegar.

        Pasó una mulata de oro,

        y yo la miré al pasar:

    moño de seda en la nuca,

    bata de cristal,

    niña de espalda reciente,

    tacón de reciente andar”.

    …Arrancando un cerrado aplauso, cómplice del verso, cuando luego agregó:

    “…Nada sé, nada se sabe,

    ni nada sabré jamás,

    nada han dicho los periódicos,

    nada pude averiguar,

    de aquella mulata de oro

    que una vez miré al pasar,

    moño de seda en la nuca,

    bata de cristal,

    niña de espalda reciente,

    tacón de reciente andar”.

    Por alguna razón, de pronto, volví a recordar a Noelia. Un hielo en el estómago. La asociación de imágenes, con el poema de Guillén, era más que evidente, inmediata en el tiempo y en la anécdota. ¿Estaría entre la multitud, anónima todavía, con sus pechitos de colegiala, llena de vergüenzas? Y de estar allí, pensé, diáfano como un zahorí iluminado, que también ella estaría sintiendo lo mismo que yo en sus interiores. Me habría gustado verla esa noche, decirle algunas palabras de aliento a “La Fea” de la Escuela de Educación, bella por una sola noche:

    “No eras tú, Noelia. Sino yo. ¡Siempre he sido yo!”

 

                                                          9

 

    (Entre el sueño, le pareció escuchar gritar a alguien en la oscuridad, “¡Se está inundando la cabina!”  ¿Era real el alarido? ¿O sólo parte del mismo sueño que soñaba? Montaba a una ardiente hembra, de cabellos negros, ondulados, y de grandes ojos aterciopelados, y, al momento del orgasmo, brotaba de su sexo un río interminable, lechoso, espeso de esperma. Primero en un chorro rápido, urgente; luego, a borbotones, hasta vaciarse. Sabía que tenía que andarse con cuidado cuando le sucedían estos sueños eróticos. Una vez, muchos años más tarde, alcanzó un sueño parecido, y acabó meándose, mojando todo el pijama y el colchón. Y sólo vino a despertar, segundos después, con el calorcillo infame del orín, entre puteadas de rabia y de vergüenza. Y en la vigilia, en ese estado larval, nebuloso, se sintió pontificar, medio dormido, en voz alta: “Mi pene es un viejo volcán que vomita semen”. Desesperado, sin esperar la luz cierta de la conciencia total, buscaba en la oscuridad papel y lápiz, antes que se le escapara para siempre la fugacidad de la bella imagen, que le cayó como una viga del cielo (del cielo del sueño, por cierto). Y volvió a escuchar el mismo grito, el anónimo, ahora más claro y fuerte, y despertó)

    Posesionándome ya del todo de mí, arrojé hacia adelante las frazadas, con desesperación, colocando un pie desnudo en el cemento del piso, que me pareció más gélido que de costumbre, mientras encendía la lámpara, siempre al alcance de la mano, en el velador inmediato. ¡Y ví y comprobé que sí había agua, y bastante, como de la altura de un jeme! Los zapatos, los calcetines y algunos papeles se deslizaban flotando libres por sobre el suelo. Recién entonces capté el bullicio general que venía del resto de las habitaciones. Mi compañero de habitación, un estudiante a punto de licenciarse en Odontología, se levantó casi junto conmigo, desde su propio sueño de taladros y espéculos, aconsejándome que apagara la lámpara (por el temor de una descarga eléctrica) y que me arropara bien. Todavía era de madrugada y hacía mucho frío. Encendimos una vela para encontrar nuestras ropas.

    Había estado lloviendo cinco días seguidos, como si los demonios hubiesen dejado abiertos todos los grifos del Cielo. Y el agua empezó por arrancar el polvo rojo entre las raíces de los pinos, a remover las piedras y a desprender los arbustos, colina arriba de nuestras cabezas, y corrió, agarrando a cada hora más fuerzas, cerro abajo, convirtiendo todo el paraje en un albañal de aguas sucias, de lodo. Hasta que aflojó los bloques del muro de contención, a espaldas del edificio nuestro, donde estaban los grandes tubos de gas, el estanque del agua potable y los contenedores de la basura. La cabina, anclada en una saliente, cerca de la cima del cerro. Con el colapso del muro, las aguas y el lodo entraron por todas las rendijas posibles y cubrieron todo el interior, los pasillos, el salón, los baños, los dormitorios, con unos diez centímetros de barro líquido. El resto salió por el umbral de la puerta de entrada, colina abajo. Lo primero que se hizo fue cortar la energía eléctrica. Y hubo que acudir a linternas para analizar la situación, y avisar inmediatamente al Hogar Central, por ayuda. No podíamos seguir alojando en esas condiciones tan precarias. Varios estudiantes sufrieron pérdidas mayores, como radios, grabadoras, relojes, planchas, y también libros y cuadernos; materiales de estudio que habían quedado en el piso, una vez que el sueño los venció. La lluvia seguía cayendo despiadadamente y el viento rugía entre los pinos, peligrosamente sobre nosotros, ladera arriba. “Ojalá aguanten las raíces”, sopesó alguien. Ni siquiera queríamos pensar en la posibilidad cierta de que nos cayera un enorme árbol encima. “¡No seas jetta, huevón!”. Varios lo hicieron callar. Los que tenían impermeables y botas para un diluvio así, salieron a pedir la ayuda necesaria, y otros a examinar la situación en la parte trasera. A tratar de colocar de nuevo en su sitio los pesados bloques. Con el viento fuerte y la lluvia en contra, apenas, entre cuatro brazos, pudieron alzarlos de a uno en uno. Pero la fuerza del agua los volvía a botar. “Que alguien prepare café”, ordenó una voz bajo las rachas de agua y viento, casi a gritos, para que le oyeran, “..o vamos a morir congelados”. A Jorge Arias le llovían las tallas por su gorra de lana encasquetada hasta más debajo de las orejas. “Parece una maraca vieja, con esa cara”. Otro terciaba, haciendo más patética la situación: “¡La mansa cagadita, compadre!” Esa noche se deben haber agotado todas las ocurrencias y frases dignas del bronce, como se decía (como:  “mañana será otro día”). No faltó el chistoso que agregó, como un anatema terrible: “Capaz que nos castiguen a la noche, alojándonos  en el Hogar Femenino”. Esa fue la talla más celebrada. “Y capaz que el “Mechón” Rebolledo pierda, por fin, la virginidad!”, agregó otro. Algunos preguntaban a Rebolledo si se le habían mojado los calzones. “No, huevón”, contestó el susodicho. Los tenía dentro del “Arca de Noé”.

    Nos dieron las diez de la mañana en las tareas de limpieza, echando a pala, a escobazos, el agua hacia afuera. Usando improvisados estropajos con las pilchas más viejas. Ya estaba una cuadrilla de operarios (menos mal que la lluvia amainó), trabajando en la parte posterior, en la reposición del muro de contención, usando cemento hidráulico para fijar los bloques;  retirando con carretillas el lodo acumulado y el caos de ramas quebradas. Pero lo nuestro era sólo un juego de niños, según nos enteramos después por la prensa. La verdadera tragedia se vivió en las riberas del Bío-Bío, donde las aguas torrenciales, desbordadas, se llevaron casas, muriendo ahogados varios pobladores, que ya lo habían perdido todo. Poblaciones enteras, como la célebre “Agüita de la Perdiz”, sufrieron lo peor del embate de la naturaleza, y la gente estaba pasando hambre y frío mientras nosotros casi nos divertíamos con nuestra tragedia menor, de utilería…Y sentimos vergüenza, una vez más.

    Los cielos quedaron secos de tanto llorar. Entonces, las nubes oscuras se fugaron hacia otros territorios,  buscando sorprender a los seres humanos, pero ensañándose siempre con los más humildes. Y sobre Concepción salió un sol ancho y generoso, reparador de infortunios. Luego, tuvimos que echar carretilladas de aserrín, para absorber la humedad que lo llenó todo. Aun así, debimos alojar durante tres días en otras dependencias (que no fueron las del Hogar Femenino, como soñábamos todos). Y a alguien, esta vez sí, se le ocurrió llegar, en medio de los estropicios, con una máquina fotográfica, para inmortalizarnos como estábamos, disfrazados de damnificados. Armados de palas, escobas y traperos quedamos grabados para siempre en varias cartulinas en blanco y negro. Y Jorge Arias, para darle una vez más en el gusto a los huevones, posó con su gorra de lana de “puta vieja”. Enojarse, habría sido  peor.

 

 

 

                                                          

 

 

 

 

                                                10

 

    Estos hechos ocurrieron en Junquillar, a unos veinte kilómetros al este de Osorno, y en la última de las tres temporadas sucesivas en las que trabajé duro, sin concesiones a mi estado físico ni mental, en la cosecha de la frambuesa, para la Empresa Framberry S.A. ¿Qué me dio por rememorarlos ahora, a menos de un año de sucedidos? En las últimas semanas he amanecido de un ánimo fatal y agriado por los sinsabores más diversos, encerrándome en estados de mutismo total, como un caracol que siente llegar su hora postrera, o estallando, a veces violentamente, como un establo lleno de pasto reseco y relinchos de caballos, que se exaltaran iluminando dos veces el resplandor natural de una jornada de verano tranquila y normal. Me viene de actitudes de mi compañera que no logro comprender, y como no puedo amar su cuerpo sin su alma, pasan estas cosas de pelearnos por cualquier tontería a la que nos aferramos como única excusa, y eludiendo una conversación mayor y a fondo, como debe ser siempre entre adultos. Pero, por otra parte, he querido rendir con estas líneas un sincero homenaje a los cosecheros de Junquillar, a mis viejos y viejas, a mis chiquillos lindos. Ni ellos mismos saben lo hermosos que son, entre las matas crespas del frambueso, a pleno sol, y sudando a mares. No sólo recogiendo frutas, no sólo siendo humildes como Dios nos manda a ser, sino, y ante todo, siendo ellos mismos, y quizás sin sospechar lo que son.

    Rápidamente corrió la noticia, entre las hileras, sobre quién era yo, el nuevo, “El Rubio”, como empezaron a nombrarme. Mientras cosechábamos, moviendo las manos lo más rápido que podíamos, con la vista clavada no en la fruta que tomábamos a tres dedos, sino en la próxima a coger, le contaba a mi amigo Héctor Díaz (quien fue el que me entusiasmó con la idea de ganarme algunos pesos extras en el huerto)  de mis viajes a Europa. Le hablaba con igual entusiasmo del museo de El Louvre, como de las negras góndolas venecianas, o del día completo que pasé ante la tumba de César Vallejo, sin almorzar, en una ingesta espiritual, y mientras el resto de la delegación de mi tour  se solazaba con el oro y el refinamiento monárquico de Versalles, a muchos kilómetros del Cementerio de Montparnasse. No faltó quién nos escuchara en nuestros conciliábulos habituales desde el otro lado de la melga. En un principio, me pareció escuchar risitas sarcásticas, y sentir ciertas envidias que flotaban a nuestro alrededor. ¡Claro! Pensaban que yo era un señor de dineros y que seguramente estaba allí ofendiéndolos en su apremiante necesidad, sólo como un capricho personal. Pero ser culto y educado no indica para nada cuál es nuestra realidad económica diaria. Al menos, no parecían  entenderlo así. Esa primera impresión que les causé se les borró de las mentes un día que cayó una lluvia intensa en el huerto, lo que se llama un verdadero chaparrón. Un chubasco tan violento como irreal. Yo me había aislado del mi grupo, por mi lentitud de trabajo (me gusta ser meticuloso, y “limpiaba” las ramas a conciencia), y no alcancé a escuchar las órdenes que gritaron los inspectores a la gente de salir e ir a refugiarse a los comedores. Al buen rato después, y un poco intrigado por el silencio, cuando partí a entregar mis bandejas cargadas hasta los bordes al sombrío más cercano, no encontré a nadie más que a la mesera, quien tiraba ya lápiz, sacando cuentas para cerrar los listados. Allí me vine a enterar, todo empapado, de lo sucedido. Y entré así, estilando  agua de pies a cabeza al comedor, donde estaban todos, abrigándose o tomando café. Ingresé bien erguido, orgulloso de mi esfuerzo y simulando una sonrisa en la cara (aunque me sentía podrido por dentro y como un reverendo tonto). Y algo cambió en la mirada de los cosechadores, a partir de allí.

    Siempre me esforcé en ser amable con ellos. Y cuando terminaba la jornada, le ayudé en más de una ocasión a alguien (a una señora, a un pobre viejo) a completar su última bandeja. Muchas veces, me detenía a escucharlos. Y trataba, en lo posible, de no reclamar cuando me adelantaban, maliciosamente, en las filas para almorzar, retirar los bolsos con los efectos personales desde los casilleros, o en las colas para esperar los buses que nos llevarían de vuelta a Osorno. Entonces, empezaron a llamarme “caballero”. Me intrigó este nuevo trato. Obviamente, habían personas de mi edad o mayores aun; y, seguramente, tan bien educadas y respetuosas como yo.

    Cuando una de las meseras supo que yo era poeta, me pidió hacerle unos versos. Le obsequié dos poemas. Natalia (que así se llamaba), quedó muy contenta. Era una chiquilla hermosa y simpática, aunque podría ser mi hija. Y, por cosas como esa, gané fácilmente la amistad y la simpatía de todos los inspectores. Los que no eran mis amigos, me respetaban mucho. Ellos ya sabían -desde el momento de inscribirnos, asignándonos un rol de identidad para las faenas-, de mis estudios universitarios. Y no faltó el día que se me invitó a dar un paso mayor: “Tú podrías postular a inspector”, me dijo el flaco Sady. “Tienes estudios y conoces a fondo el trabajo”. Pero yo sólo quería ser uno más. Sacrificarme como el resto de la masa. Aprender este oficio arduo, agotador. Ganarme honradamente mi plata (que no me venía nada de mal) y, de paso, adquirir una valiosa experiencia de vida, y poderla contarla a los demás, como lo hago ahora.

 

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    Norma Bastidas, “La Gitana”, una mujerona alta, elástica como una pantera, de crenchas rubias y revueltas, voz ronca y piel cobriza, nos llevaba una mañana hacia el paño que trabajaríamos, canturreando a todo pulmón “El Rey”, mientras le echábamos tallas y coreábamos la canción mejicana con igual entusiasmo. “Con dinero o sin dinero, / hago siempre lo que quiero / y mi palabra es la ley. / No tengo trono ni reino…” // …“pero sigo siendo el rey!”. El flaco Sady hacía ondear su banderín, en la punta del coligüe que usaba como asta, y volvía de cuando en cuando la cabeza hacia el grupo, vigilando y animando a los rezagados. A medida de que nos alejábamos del patio de formación -junto a los comedores-, el terreno se volvía más áspero, hasta llegar a las matas, donde las pequeñas calles se convertían en senderos peligrosos. Había que recorrerlas y trabajar con los cuatro ojos bien abiertos y atentos a todos los detalles y a las posibles trampas. Usualmente, estaban a medio inundar (producto de las lluvias anteriores). A veces llenas de restos de ramas resecas, de endurecidos tallos bajo el solazo despiadado del verano, y que se paraban y clavaban fácilmente en nuestras piernas. Por otra parte, estaban los terrones, que eran duros y traicioneros, como para troncharle un tobillo a algún despistado. O, cuando no, al meter las manos aprisa, para asir el delicado fruto rojo, entre lo frondoso de la rama, algunas veces lo que se tomaba era un mosco o abejón, que había que soltar de inmediato, antes que nos pinchara los dedos. Estos son himenópteros iracundos y vengativos. Bueno, a nadie puede gustarle que, de pronto, lo agarren por el trasero, y mucho menos cuando uno se está alimentando. Otras veces, en el apuro de movernos más rápidos, nos pasábamos a llevar el chicotazo de una rama de zarzamora, que suele medrar entre los frambuesos, mimetizándose perfectamente con ellos. Tiene grandes y muy duras espinas, como pequeñas dagas asesinas.

    Un día, en plenas labores, y en medio del cotorrear de las mujeres y del silencioso afán de los hombres, los vimos: en un comienzo creímos que eran golondrinas. Golondrinas que volaban muy alto, en un cielo azuloso y desértico de nubes, contra el sol,  que era un ladrillazo en los rostros y en las nucas a esa hora. “Son golondrinas”, dijo alguien a mi lado. Yo pensé lo mismo, por su volar errático y de veloces giros angulados, mientras sentía la tufarada a cerveza del hombre que me habló casi al oído y demasiado arropado para la canícula de la tarde. “No, no son golondrinas”, observó una voz del otro lado de la melga nuestra, con acento femenino. “Tienen las alas muy grandes para ser golondrinas”, terció una segunda mujer. Todos estábamos pasmados, observando, con el cuello tieso y calenturiento, hacia lo alto del día. Parecíamos maniquíes, con los brazos estáticos apuntando hacia las matas y la vista clavada en el cielo. Dando vueltas y vueltas en lentas hélices, empezaron a descender. De pronto estuvieron tan cerca de los sembrados, que ya no hubo duda alguna, y varios exclamamos al mismo tiempo, asombrados. La palabra la conocía muy bien. Pero era como si mi mente, atónita, la rechazara una y otra vez, negándosela a los labios. Hasta que éstos no la pudieron evitar: “¡Dios Santo!,,,¡¡Pe-pero…,si son ángeles!!”. Mientras caíamos de rodillas y con los ojos a punto de estallar de asombro. Era una lluvia dorada de ángeles. Curiosamente, sólo los adultos y los viejos podíamos verlos. Los jóvenes -y algunas mujeres de corazón duro- veían en ellos  simples golondrinas revoloteando sobre el huerto. ¡Bah!, dijeron, como decepcionados por la conmoción de nosotros, estos últimos, y continuaron  trabajando, como si nada, mientras se burlaban de nosotros (los mayores, los viejos de corazón puro), diciéndonos que era porque estábamos más cerca de la muerte que podíamos imaginarnos  tales cosas. Nos sonreían, al descender los ángeles. Su sonrisa es lo más hermoso que he visto en toda mi vida. Vestían unas largas túnicas de oro y de seda sobre un cuerpo casi invisible, por lo frágil y etéreo, dejando al descubierto sólo sus manos de niño y sus cabezotas aureoladas. Nos ardía la vista, al intentar sostener fija en ellos la mirada por más de unos segundos. Era tanta la brillantez de sus figuras, que opacaban todo el contorno de las matas, y del día mismo. Me parecieron efigies de efebos griegos, como en las láminas del colegio.

    Noté que carecían de toda marca, mancha o peca en sus rostros, que eran de una piel muy tersa, como la de un bebé recién nacido. “Es el cutis de la inocencia”, pensé. Y no logré distinguir otro rasgo menor, como cejas o pestañas. O, al menos, no lo recuerdo, absorto como estaba en  mi contemplación. Todos, sin excepción, caímos de rodillas y rezamos ante las criaturas de Dios. Llorábamos de alegría, de paz, de felicidad. Sentimientos que sólo los ángeles pueden despertarnos.

    Nunca dejaron de sonreírnos, observándonos con igual curiosidad y asombro, que el amor con que los mirábamos a ellos. Eran tan etéreos, tan incorpóreos, tan gráciles, que se posaban sin ninguna dificultad sobre las ramas más elevadas y delgadas del frambueso, sin llegar a doblarlas y sin perder por ello el equilibrio, pareciendo sostener el delgado peso de sus cuerpos en su propia aura. No sé cómo decirlo mejor.  Quiero explicar, que se apoyaban no en sus pies, sino en ejes invisibles bajo el ropaje, como sostenidos por sus cabezas contra el cielo; quietos, como si estuvieran imantados desde arriba; erguidos y suspendidos por una fuerza celestial. Su visita, tan inesperada, ocurrió en la semana de mayor trabajo, en la máxima frutación de las matas. Y, obviamente, paralizó casi toda la actividad del huerto y durante varias horas. La gente mayor simplemente nos negamos a  continuar trabajando. Ni siquiera queríamos entregar las bandejas que ya estaban llenas, y nadie de nosotros pensó en ir a almorzar; aunque los inspectores, para lograr poner algo de orden, adelantaron la hora de retirarse a los comedores. Desde ese día  empezaron a sobrar olladas enteras de lentejas o de mote en la cocina. Los jóvenes y las mujeres de corazón duro se sirvieron a destajo, a sus anchas en los mesones casi vacíos. Se repitieron tres veces la ración, y como seguía sobrando la comida, tuvieron que dársela a los perros guardianes, para no botarla a la basura. En tanto, en el huerto, nadie quería moverse de las hileras; hasta que llegaron, por la tarde, los buses, a recogernos. Y todavía así, nos tuvieron que sacar casi a la fuerza.

    Los ángeles no dejaban de sonreírnos, despidiéndose. De alguna manera, (telepática al parecer), nos decían: “Vuelvan mañana. Aquí estaremos esperándolos”. Con esa promesa nos fuimos a casa, henchidos de una alegría nueva. Al día siguiente, varios llegaron con máquinas fotográficas. Unos aparatitos pequeños, pero muy modernos, que hasta pueden fijar la sonrisa del rostro justo en el centro del objetivo, y así las fotos no salen “movidas”. Son a prueba de tontos. ¿Y qué aparecía en la preciada pantalla digital, y a todo color?  ¡Sólo una bandada común y corriente de golondrinas, de colas ahorquilladas! Ahí entendimos todo. Sólo un corazón y un alma en estado puro pueden distinguir un ángel de una golondrina común. Y las maquinarias del hombre no tienen alma ni corazón. Están hechas para el vulgar comercio; para enriquecer aun más a sus fabricantes y no tanto para el regocijo del pueblo.

    El administrador del predio, don Luis Silva, rodeado por todos los inspectores y las meseras que atienden los sombríos o que hacen turno en la ropería, nos largó  un regaño de padre y señor mío, no sé si por su falta de fe, o tan sólo cumpliendo con su deber de administrador, para evitar el barullo armado, y nos conminó a cumplir con el trabajo para el que fuimos contratados. “¡Los ángeles no existen!”, pontificó. “Y si existieran (creo que agregó esto último por respeto a los creyentes, puesto que no sabía cuántos éramos; eso jamás se consultó ni quedó escrito en los contratos)…, si existieran, continuó, se mantendrían, creo yo, muy alejados del ruido de los motores frigoríficos de la fábrica”. Y volviéndonos a mirar de uno en uno, dirigiendo sus pequeños ojos y su cara abigotada, morena y adusta hacia la multitud, como tratando de distinguir personalmente a cada trabajador, con el ánimo de presionarnos más, de asustarnos, redondeó, amenazante: “Sería más razonable buscarlos en los templos, en la iglesia”, acabó diciéndonos.

    La cosecha de ese día, a pesar del regaño matinal, continuó a media marcha. Apenas llenadas y entregadas las primeras bandejas (por las que nos pagaban una exigua cantidad de dinero), los viejos les poníamos más atención a los ángeles que a las cargadas matas del frambueso. “Total” -dijo alguien-, “los japoneses pueden llenarse las tripas con arándanos, por mientras”. “…O seguir asesinando ballenas, para comérselas”, agregó otro. Y hubo una risotada general. Vean Uds., no se necesita ser tan culto y viajado para tener un alma pura y bien intencionada.

    Con qué facilidad podían los ángeles convertirse en abejas o en liebres, o en lo que ellos quisieran. Pero, definitivamente, sus preferencias iban hacia las golondrinas. Quizás qué les llamaba la atención en ellas. Frágiles, cautivantes, erráticas de vuelo, viajeras. Por eso no salieron en las fotos. O sea, salieron, pero no como ángeles, sino con sus cuerpos de graciosas golondrinas.

    Cuando tú vayas, cazador, por los campos del Sur, con hambre de matar, con tu escopeta lista, repleta de perdigones, ten cuidado de no apuntar hacia las golondrinas: podrías herir a una criatura amada de Dios. Y eso sí que sería imperdonable.

    Los ángeles, descubrimos, son tan etéreos, tan dúctiles, que pueden pasar por el ojo de una cerradura. Recuerdo que uno de ellos, cuando se me acercó demasiado, hasta casi asustarme (aunque eso no es posible, porque son tan mansos como un cordero recién nacido), me mostró en un primer plano inapreciable, emocionante para mí (y, creo, también para él)  su hermosa cara asexuada. A Héctor, que me acompañaba como siempre, casi se le cayó al suelo la quijada de hombre grave que tiene, del puro estupor. Era el rostro más tierno que haya visto yo en toda mi vida. Tuve un ahogo repentino, unas ganas irreprimibles de llorar, de abrazarlo, de besarlo, de pedirle que me llevara con él de inmediato al Cielo. Todo  alrededor me parecía sucio, repugnante; hasta el olor a la fresca fruta me producía arcadas, en contraste con la blancura diamantina de ese ser y con la transparencia de su alma. Me sonrió. Leía con facilidad mis pensamientos. Sentí algo cálido, caliente junto a mi hombro, cuando me rozó con lo que parecía uno de sus brazos. No sé. Tal vez, sólo fue un contacto mental. Es tan difícil saberlo. Quiso ayudarme en mi trabajo, que llevaba ya dos días casi completos interrumpidos.

    No sé cómo lo hizo, porque moviéndose a la velocidad del rayo, en tan sólo dos minutos, fue, volvió, volaba de aquí para allá. Yo sólo veía un resplandor entre las crespas matas, apenas agitadas como por una  brisa suave; y cuando se detuvo, sonriéndome como un niño, sobre el cáliz de una flor, a mis pies y perfectamente ordenadas en corridas de a diez, ¡habían doscientas bandejas repletas de frutas, una encima de la otra! Caí de rodillas al suelo. Recuerdo que recé algo, el Padrenuestro o el Ave María. Héctor, a todo esto, se encontraba en la misma posición de catatado de cuando el ángel se nos acercó. Era como si el tiempo se hubiera congelado para él. Y cuando despertó no podía sacar el habla. Tuve que llamar a un tractorista para que me ayudara con las bandejas. La mesera, y la gente que recién hacía las primeras entregas de la mañana -y que eran mucho más rápidas para cosechar que yo- no podían creerlo. Era un milagro, y por partida doble. Yo, rompiéndome el espinazo, apenas alcanzaba a hacer diez bandejas hasta la una de la tarde, cuando mucho. El ángel dejó “pelados” varios paños, que estaban destinados para trabajarlos por la tarde. Pero como nadie se dio cuenta, o no quisieron hacerlo, pasó “colado”.  ¿Qué ocurrió, entonces? Un descalabro total. Por otra parte, y por exceso de comida, los perros engordaron demasiado. Al igual que la liebre (que al verse por primera vez libre del acoso de los canes, comió al lado de ellos en paz). Los canes ya no vigilaban los alrededores del huerto, ya no cumplían con su labor.

    Y se murieron los perros,  hinchados de tantas lentejas. Y, al día siguiente, también expiró la liebre.

    La liebre era como la mascota de Junquillar. Y hubo otra paralización de faenas. Esta vez por los funerales del mamífero, los que fueron muy, muy llorados. Alguien cortó sus grandes orejas y éstas iban cruzadas sobre su pequeño y blanco ataúd esmaltado. El cortejo pasó al lado de los jóvenes y de las mujeres de corazón duro, que no eran más de una cincuentena, y quienes no habían dejado de trabajar un solo día. ¡Y cómo se burlaron de nosotros aquella mañana de los sepelios de la liebre!  ¡Si hasta nos arrojaron frutas al pasar! Los ángeles iban delante del cortejo, a ambos lados del féretro, y a unos tres metros de altura, cantando un ángelus precioso con su voz diamantina, que nos tenía los pelos de punta.

    En la última hilera, del último paño, junto a los panales abejeros, allí quedó sepultada la liebre. Alguien puso (no sé qué mano anónima lo hizo) una cruz sobre el pobre montículo de tierra gredosa.

     Pasó, acabándose muy pronto la frutación, porque otros ángeles ofrecieron la misma ayuda que me brindó “mi” ángel. Y de la gran multitud de contratados del comienzo, que sobrepasaba las quinientas almas, sólo quedaron cuatro docenas de cosechadores. El resto partió al arándano. A otros predios, de otros dueños. Pagaban mejor precio y la cosecha se prolongaba hasta bien adentrado marzo; a veces, hasta abril. Y como quedamos pocos jornaleros, nos dividieron en tan sólo dos pequeños grupos. Yo seguí con el flaco Sady. Héctor se canceló al día siguiente    (antes que el huerto se marchitara del todo). Y, claro, ahora     los dos grupos no llevaban un número, como al comienzo. Hubiera sido inoficioso hacerlo, ridículo. Había que ponerle un nombre. Un chistoso, de los que no faltan, los bautizó,  “Golondrinas” y “Ángeles”. (“De cajón”, como se dice). Y al formarnos una mañana, en busca de los escasos frutos (teníamos que caminar kilómetros y kilómetros para hacer unas seis miserables bandejas), alguien de “Las Golondrinas”, nos gritó la talla precisa al vernos partir: “Allá van los giles de los “Ángeles de Charly!”. Las risotadas, que tengo grabadas en mi cabeza para siempre,  estremecieron el patio entero y los ventanales de los dos comedores y de la cocina, en medio de ellos. Pero al administrador no le hizo ninguna gracia. Por el contrario, se le agrió su cara incaica, asorochado de calor como estaba ya, con los tiesos bigotes negros que le hacían ver, a media distancia, un rostro más áspero y recio. Y las bromas y risas se cortaron bruscamente, guillotinadas por un silencio sepulcral. Mientras eso ocurría, los ángeles se entretenían  imitando a los chincoles entre las matas: “¿Dónde está mi tío Agustín / con un zapato y un calcetín?”. Porque así parecen esos pájaros preguntar con su alegre trino. Se hubieran llevado mejor con ellos, como con las abejas y la liebre y las golondrinas, pero estas aves, en cambio, son muy asustadizas y solitarias. Vigilan al hombre, mientras trabaja éste, guardando una recelosa distancia, y sin dejar de mirarlos por el rabillo de sus ojos.

    Como había muy poco por hacer, los tractoristas se dormían bajo los sombríos. Las meseras mataban el   tiempo  

leyendo novelitas de amor o limándose las uñas, o, simplemente, cotorreaban entre ellas. Y los inspectores se relajaban, uniéndose a la conversación. Nosotros teníamos “chipe libre”. También, el calor nos agobiaba (así fue durante gran parte del verano), y nos tendíamos a la sombra de los pocos árboles de las orillas, o con medio cuerpo acomodados al pie de las matas, sintiendo el gotear del regadío junto a nuestras orejas, y el zumbido de las moscas, y el revolotear de los ángeles-golondrinas, y el trinar vivaz de los chincoles. ¡Qué rico se estaba allí! ¡Y nos pagaban además por tanta felicidad!

    La echábamos de menos a la liebre. Cuando abstraídos con la fruta, nos asustaba de golpe, irrumpiendo entre las matas como un rayo; o cuando la divisábamos de cerca por el sendero casi frente a nosotros, y pasaba dando patadas fuertes, perseguida por alguno de los perros guardianes. Nunca se dejaba alcanzar, pero tampoco se le distanciaba demasiado a su perseguidor. Su estrategia consistía en alejar al mastín lo más que podía del lugar donde yacían refugiados  sus lebratos. Y una vez conseguido esto, regresaba a ellos dando una enorme vuelta por los cuarteles más lejanos, para despistar a los perros. Pero, a su vez, los animales no querían cazarla; ni mucho menos, matarla. Sólo cumplían con su deber, para ganarse la comida. Y, además, porque era divertido. Como un juego entre niños. Y más: creo que los mastines lamentaron desde el cielo -o adonde van los perros al morirse- no haber podido estar en los funerales de su amiga, la liebre. Hubieran llorado de un genuino dolor, sintiéndose en parte culpables de su desaparición. 

    Todos los dardos apuntaban a los ángeles. Ellos habían echado por la borda la planificada labor de la administración, diseñada con meses de antelación. Y del grupo de “Las Golondrinas”, (integrado como ya dije por niños y algunas mujeres endurecidas), comenzaron a odiar a las criaturas de Dios. Y esa inquina nos recayó a nosotros, a sus homónimos, a los viejos y viejas que sí creíamos en ellos, y los venerábamos. Y empezaron a montar toda clase de trampas y de cepos para atraparlos (aunque seguían viéndolos en forma de golondrinas). O bien era que los ángeles no se mostraban ante ellos con sus verdaderos cuerpos, porque eran unas almas sucias y no arrepentidas de sus pecados. Y, al menor descuido nuestro, nos robaban los potes con frutas, que íbamos espaciando a lo largo de la hilera para recogerlos después. Y era fácil el robo, porque algunas melgas medían como doscientos metros de largo y las ramas caídas, por aquí y por allá, impedían verlas en toda su dimensión. Hasta que un día se atrevieron a asaltar a una pobre anciana que no pudo defenderse, y no había ningún ángel cerca tampoco. Ni  siquiera el ángel de la guarda, que tiene a su lado cada uno, siempre. Pero tales cosas ocurren sólo porque Dios quiere enseñarnos. Él es el maestro por excelencia. Y jamás ocurre porque los ángeles se descuiden y falten a su deber para con los humanos. Las matas se marchitaron y la tierra se agrietó. Y  el agua se transformó en barro y luego en polvo, en los estanques. Y el aceite de los motores de los tractores se solidificó en una pasta cementosa. Así es que el administrador ordenó el cese de la cosecha. La empresa no podía trabajar a pérdida, fue lo que dijo (porque se estaba gastando más de lo que se producía. Aunque la verdad, es que estas empresas frutícolas ganan mucho, mucho, a costa del salario casi miserable que pagan). Nos cancelaron el saldo de las entregas y nos despidieron, todo junto, al día siguiente.

    Hacia el final de la cosecha, don Luis Silva quedó más enojado con nosotros, los temporeros, que con los ángeles. Al fin y al cabo, nunca creyó en ellos, y pensó que nos burlamos de él y de su autoridad, cuando obligamos a la Empresa a decretar tres días de duelo en el huerto por la muerte de la liebre. Dios, por su parte, y evitando un descalabro mayor, llamó a sus criaturas de regreso al Cielo. “Los hombres, salvo unos pocos, no se merecen la compañía de los ángeles”, debe haber pensado.

    Lloro de emoción ahora, al evocarlos. Los veía durante horas enteras estudiar con qué atención y deleite una flor cualquiera, o quedarse extasiados ante el canto o el vuelo de un pajarito (cuando ellos podían hacerlo con mejor esplendor; y de hecho así ocurría, al imitarlos). A todo ponían siempre un entusiasmo mayor, como el del joyero cuando tiene entre sus manos la piedra que se convertirá en un diamante fino. Los ángeles tienen el poder de acelerar el tiempo. Con sólo soplar sobre una semilla la hacen florecer de inmediato. Y su hálito se ve, aun bajo la plenitud del   soldel mediodía, como un delicado chorro de luz amarilla, formado de micropartículas doradas, semejante al oro en polvo, pero muchísimo más brillante.

    Trabajé, como ya dije, durante tres cosechas sucesivas en Junquillar. En la primera de ellas  me rompí una rodilla, a mediados del segundo mes. Gané mi dinero de esas seis semanas, y luego de la operación, y una vez dado de alta, un sueldo mínimo completo de la Asistencia Social o Seguro de Accidentes. El segundo año no me pasó nada. Sólo que me gasté la mitad de las ganancias en cigarrillos, fumando inquieto y preocupado de no accidentarme. Y no estaba dispuesto a subir por tercera vez a Junquillar, decepcionado por todo lo que me había ocurrido, y por la poca paga. Menos mal que cambié de idea. Y no sólo por los ángeles de la última temporada, debo reconocerlo: había roto mis únicos zapatos por las dos cosechas anteriores, y debía sí o sí comprarme otro par, para caminar recto por la vida, como nos manda Dios a todos.

    Y si me sobraban algunas monedas -pensé entonces-  las invertiría en una alcancía de barro donde guardar celosamente mis hambres futuras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                             

                                             

                                                11

 

  •     ¡Pe-pero,,,qué demacrado estaaaaás, mi amor! ¿Ya te ha visto el médico?

    Desde la puerta de la habitación, y a contraluz, como la visión de una walkiria furiosa, acompañada de una sorprendida Hilda (no acostumbrada más que a sus propios gritos y trajines domésticos), la voz tronante, ronca de Rosa Rodríguez, esa mañana de 1966, cuando yo guardaba cama por un resfrío. Ese año, me quedé en el Norte de puro enamorado. Ni siquiera lo medité. Fue sólo una tincada. Un envión irracionable e inevitable del corazón. Mi padre hervía de rabia, al ver que todos sus esfuerzos fracasaban justamente con el poeta de la familia. Pero, a las finales, tuvo que admitirlo. Y ahora, instalado en Taltal (y luego de haber yo fracasado en todos los intentos de trabajo en Antofagasta), él que no admitía más enfermedades que las estrictamente mortales, no le gustó para nada la idea de dejarme en casa solo, con Hilda, todo un largo día. ¿Habrá desconfiado de mí? ¿De ella? ¿De los dos? Menos estaba enterado de la visita, inesperada hasta para mí, de Rosa.

    Hizo una entrada operística, como actuando ante un teatro lleno, y seguida, tres pasos atrás, de Margarita Astudillo, quien era hermana de un ex-compañero mío de primaria. Rosa tenía el cabello rubio, reteñido, y vestía un traje estrafalario. Una falda de amplio ruedo, estampada con todos los colores del iris y que le llegaba hasta los tobillos, y una blusa vaporosa y desbordada de escote, que dejaba sus hombros sólidos al aire; y todo esto refrendado por sus gruesos labios pintados de un rojo furioso y con unos enormes aros plateados colgando de sus orejas. En buenas cuentas, una verdadera gitana. También parecía la cariátide de un templo griego, con esa mirada fatal, llena de destino, en una actitud hierática, como sosteniendo el peso de toda la humanidad. Y mientras hablaba le tintineaban las numerosas argollas de sus manos, cuando no colocaba sus brazos en jarra. Y no dejó en todo momento de mirarme, ignorando a las otras dos hembras. La dueña de casa se veía disminuida, apocada a su lado, en porte, voz y presencia. Los vidrios de la ventana temblaban, y unos segundos después, Hilda, cortés, le contestó por mí, con voz tranquila: “¡Bah, no es nada! ¡En dos días estará bien!” Margarita apenas esbozó un tímido ¡hola! desde su molleja de pajarito aterido. Tenía una carita pequeña, permanentemente sonrojada, y redonda, de párvulo, con cabellos cortos y encrespados. Parecía siempre a punto de quedarse dormida. Y esto, porque sus párpados superiores estaban muy caídos. No daba la mano al saludar, apenas la prestaba por algunos segundos, y su contacto era igual a  cuando uno toma con delicadeza un canario ya muerto. A través de los visillos se vislumbraban, afantasmados por la distancia y la niebla del mar, los viejos y carcomidos lanchones salitreros, anclados sobre la línea del horizonte a perpetuidad. Y algunas garumas que revoloteaban en la reventazón del oleaje. Hace tiempo que no recalaba nave alguna en la bahía. Cuando en los años veinte, y antes, toda la rada era un hervidero de navíos y de intenso tráfico de embarcaciones menores, ahítos de carga y de pasajeros. Los hoteles abarrotados de gente de toda estofa, de tahúres, de buscavidas, así como de gente humilde que llegaba desde el sur a ganarse la vida honestamente. Las mujeres pasaron a conversar a una sala contigua, y desde allí me llegaban un diálogo (Margarita, todavía muda) ahora más tranquilo; hasta que, de pronto, estallaban        risotadas.

    Ellas parecían haberse hecho amigas, rotos ya los diques del recelo típicamente femenino. Sólo cuando la plática derivó hacia los estudios, Margarita se atrevió  a abrir su boca de canaria tímida, y tuvo algo de participación en lo que había sido hasta entonces un estricto diálogo de dos matronas, que acabaron por conocerse, olerse, medir sus fuerzas secretas, y aceptarse finalmente como amigas de toda una vida.

    Rosa quería sacarme ya mismo de la cama. Que si era algo pasajero, que si esto, que si lo otro. Y me invitaban ambas a una tarde de playa. “El aire del mar le hará bien”, le dijo a Hilda, lanzando la voz en dirección a mi dormitorio. “¡Le falta yodo, sol, oxígeno!”, gritó. ¿Tendría algo que ver el yodo con un resfrío? No estoy seguro. Pero fueron su firmeza y sus argumentos de curandera, que acabaron por convencernos a Hilda y a mí. La dueña de casa quedó en arreglarlo todo con el minero cuando regresara por la tarde, harto de pelear con los pirquineros, de bajar y  trepar cerros y piques, y de tanta pampa ardiente y solitaria. La idea era pasar una tarde en La Puntilla, pequeño cabo al extremo sur de la caleta.

    Partimos en un falucho, como a la hora después, y luego de unírsenos  en el muelle el pretendiente de Margarita. Era un joven alto, moreno, de complexión musculosa y de fuerte quijada,  pero como ella, de pocas palabras. El viento golpeaba nuestros torsos, inflando las camisas de los hombres y haciendo ondear los pañuelos de seda de las mujeres. Los cuatro íbamos de jeans o pantalones vaquero; y como se estilaba entonces: el doblez      de la mezclilla hacia afuera, formando una blanca bastilla sobre el azul de la tela. Todos con anchos cinturones con una enorme hebilla metálica y las mangas arremangadas sobre los codos. El patrón del falucho, como una estatua de bronce, de pie en la popa de la embarcación, aferraba las cuerdas que dirigían el timón, totalmente indiferente al fuerte cabeceo del bote contra las olas que se pulverizaban a proa. En cambio, nosotros nos agarrábamos, recelosos, con todas nuestras fuerzas a las bordas. Pero nadie quería demostrar su temor, y por la misma razón íbamos silenciosos. Y cuando hablábamos por  romper el riguroso silencio, por “botar” un poco la tensión de los nervios, teníamos que hacerlo a gritos, para lograr escucharnos. Pasaban cerca veloces pelícanos y ágiles garumas. De cuando en cuando, nos cruzábamos con otras embarcaciones que retornaban lentas a puerto, cargadas a tope con  la pesca de la noche anterior, a muchas millas de Taltal, mostrándonos los rostros agotados y ojerosos de sus tripulantes.

     Y el patrón nuestro los saludaba con grandes gritos, y ellos le contestaban deseándole suerte en el viaje. Vimos el lomo de un par de delfines sumergiéndose  a pocas brazas de nuestra embarcación, y siguiendo en forma paralela nuestra ruta, y de nuevo aves en lo alto, contra el sol. Mis narices, efectivamente, se habían destapado; y volvieron a obstruirse por la humedad, para reabrirse bajo la canícula de la tarde y el viento húmedo; hasta que me olvidé de mi resfrío, feliz como iba. El patrón vestía un impermeable amarillo que le cubría desde los pies hasta el cuello, con una gorra del mismo material encasquetada en la cabeza. Y la resolana arrancaba de su espigada figura astillas doradas, envolviéndolo en una aureola impenetrable, que herían    mi vista.
     Las mujeres parecían haber envejecido, envueltas sus cabezas en las pañoletas. Margarita y su pareja iban acurrucados cerca de la popa, a los pies mismos del patrón, y su compañero la cubría a ella con un brazo enorme, como una gallina a un polluelo recién nacido. De cuando en cuando, lo veía inclinando su cabezota de buey fornido bajo el ala propia, para besarla apasionadamente, y Margarita enrojecía como una flor visitada inesperadamente por una abeja. No estaba acostumbrada a esa intimidad frente a otros. No tardamos en llegar, impulsados por el ronquido enorme del poderoso motor. El hombre lo apagó y nos acercamos a los roqueríos con el silencioso impulso, como un ciego que va tanteando el camino que ya conoce de memoria. Humedecidos enteros, por el rocío del mar y nuestra propia emoción, pero felices, pagamos al pescador lo convenido previamente, despidiéndolo. La idea era hacer el regreso a pie, a la caída del sol.

 

 

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    Al lado de Rosa me sentía, a ratos, incómodo, desatinado, con la viva sensación de haber comenzado a envejecer ya junto a la persona equivocada. Pero, al mismo tiempo, era una sensación de irresistible libertad, de rebeldía, inevitable. A lo mejor, era libertinaje. Porque cuando se es joven, es muy fácil confundir las emociones. Entonces, yo tenía que causarme dolor, pero no por una actitud masoquista, sino para sentirme vivir; para vivir, sintiéndome al mismo tiempo. Lo he meditado muchas veces bajo la luz meridiana de mis sesenta años, de ayer no más. No perseguía con mi actitud de entonces, la más mínima intención de desquitarme de algo o de alguien; ni mucho menos, de mi propio padre. Porque ¿qué sabía yo qué era la felicidad, por aquellos años? ¿Qué sabía de los verdaderos valores? Sólo, tal vez era eso, buscaba una excusa suficientemente creíble para poder tener la libertad de equivocarme, y de que nadie pudiera reprochármelo. Si aceptaba tal cual era a mi padre, implícitamente estaba aceptando también los errores que habría cometido mi madre. Sus aparentes descuidos o sus debilidades de carácter para no imponerse a la situación. Y eso me parecía injusto. Ella ni siquiera estaba presente para defenderse. Pero, yo no tenía otras posibilidades. Busqué otros trabajos y fracasé en todos esos intentos. Hace poco tuve un sueño, una pesadilla, donde mis hermanos y algunos paisanos me criticaban agriamente el haber escrito este capítulo. Yo me elevaba hacia el cielo, que se abría, apareciendo el rostro de Dios, iracundo:

    “¡Respetarás padre y madre!”, me gritaba, rugiendo como un poderoso huracán. Pero luego los cielos se cerraban y era el rostro de don Ruperto Soto (mi profesor-jefe de la Escuela N°1), canoso, lleno de viejas arrugas, con su eterno cigarrillo encendido en la boca. Me ordenaba extender las palmas de las manos, y me daba varillazos con una delgada ramita de membrillo. Llegaba a caérsele sobre la frente un mechón de canas amarillentas, al castigarme con la férula, colérico. Desperté sudando entero. Pero…¿podía acaso haber obviado esta anécdota que es parte esencial de la historia grande de mi existencia? Me ardían las manos. No sé si por la férula o por haber osado introducirlas en la limpidez inmácula del Cielo, en medio de mi pesadilla. Que me perdonen mis hermanos, como creo que Dios no sólo me perdona, sino que me comprende perfectamente.

 

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    De regreso, al atardecer, a Rosa se le ocurrió la brillante idea de que coronáramos la linda tarde yendo al cine esa noche. En las viejas tablas de pino oregón del teatro, más de alguna diva actuó o cantó allí sus arias sanguinolentas y se reprisaron las zarzuelas más retumbantes, locas y divertidas de la época, para un público más ávido de entretención que de cultura. El teatro se fundó en 1921, cuando Taltal era el tercer puerto exportador de salitre y figuraba en todas las cartas de navegación. Exhibían una película mexicana. Nada especial. Conseguí un fácil, demasiado fácil “permiso” de Hilda. Que no me preocupara. Que mi padre lo entendería. Que tenía que gozar de mi juventud y atender   a mis visitas.

    Los galanes, en años anteriores, solíamos esperar de pie, junto a las lunetas, a que apagaran las luces y empezara el rodaje (por lo general, con el noticiero Emelco y la sinopsis de las próximas exhibiciones), para dejarnos caer junto a nuestras amadas, que nos tenían reservado el asiento. El pestañeo de las luces era el último aviso, acompañado de la gangosa y característica “marcha” tocada en una vieja victrola por los altoparlantes hacia el exterior. Esa noche no fue así. Entramos los cuatro como dos parejas de recién casados, ignorando el “pelambre” que se armaría. Demás está decir que todo el pueblo sabía muy bien quién era yo, Margarita y su acompañante. Y la figura de la incógnita Rosa alimentaría mucho más los fuegos del comidillo social. Hilda me pasó un juego de llaves. “Para que entres en silencio para no despertar a tu padre”, remachó, tan práctica ella.

 

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    Con el corazón en la mano y las llaves en el pecho, o exactamente al revés, qué importa…,apresuré mis trancos por Prat, doblando en San Martín, hacia Esmeralda. Era tardísimo y presentía la borrasca en el gran horizonte inmediato de mi entrecejo. Hasta el canto de los grillos parecía presagiarla. La luna, borroneada por la mitad en el cielo nuboso, era  como   una   sonrisa   de   mofa.     Apenas doblada la esquina del azar, ya llevaba en ristre la llave salvadora. La introduje, y el picaporte no cedió. Volví a intentarlo dos o tres veces, con el mismo resultado. Habían terciado la barra metálica por dentro. Papá siempre fue paranoico con el tema de la seguridad. Veía ladrones por todas partes. Y debo confesar, con mucha vergüenza, que heredé esas manías. Que cada noche, antes de apagar la luz en mi pieza, al acostarme, me inclino a mirar bajo el catre (y me disculpo a mí mismo con frases como: “hay mucha suciedad; mañana mismo barreré temprano”. Es porque la parte sana de uno siempre busca justificarse, para no admitir el delirio al ciento por ciento). Era una ciudad tan pequeña, que nos conocíamos todos. Pero así también todos desconfiaban de todos, por conocerse bien. Golpeé despacio. Nada. Ahora, un poco, un poquito más fuerte. Y de nuevo, sólo el silencio de la noche, y el descarte de la baraja de  las olas cercanas. Dejando pasar unos minutos, mis golpes fueron más duros, más resonantes. Y, entonces, sí. Escuché entre los difusos silencios nocturnos, como dos alfileres clavándome en los oídos, un sordo arrastrarse de zapatillas. Es Hilda, pensé yo. Hilda que viene a abrirme la puerta. Y el ruido fue creciendo, pero con otro peso, con otro volumen invisible. Y sentí, al instante, que caía, azotándose contra la pared la potente barra. Y es mi padre el que abre. Y azota mi padre, esta vez, la puerta toda, hasta atrás, abriéndola de par en par ante mi asombro y mi dolor, mi miedo, mi espanto. Con rabia la azota, los ojos inyectados de sangre, mientras vomita una retahíla de improperios, entre los que me parecía escuchar (y aun los sigo oyendo como en un túnel del tiempo) las palabras “puta”, “casa”, “mierda”. Y yo, en medio del espanto, no lograba conectarlas entre sí, darle un cuerpo mental. Lo que me quedó claro, es que en su furor de sátrapa absoluto, me estaba echando de la casa (y de las dos casas; incluyendo la de Antofagasta). Me lanzaba a la calle, a limosnear. Que me fuera a la mierda, refrendó, claramente, al final de la pesadilla. Y se fue. Me dejó parado en el umbral de la noche, con un asomo de explicación en mi boca desencajada; como un pajarito vivo, a medio tragar, aleteando en la comisura de los labios. Mi cuerpo me parecía algo ajeno, que no me pertenecía, como si estuviera levitando. Entré. Oriné mis rabias. Recogí a manotazos mis pilchas de falso postulante a minero, de falso hijo del patrón, de payasito recitador de versos románticos en casa de familia seria, teutona (cuando ellos querían algo más dramático, como el drama de esta misma noche, ¡por la mierda!). Y salí de allí para siempre. Me fui dando un portazo aun más fuerte todavía que el de él  (la pobre puerta, sin tener arte ni parte en el desquicio humano, pagó todos los platos rotos esa noche), y dejando encendidas todas las luces tras el silencio de mi partida. Para que la cagada pareciera lo que era: un velorio.

     Dormí junto a las arañas más amistosas que haya conocido jamás, en casa de los Astudillo, adonde sin dudar un instante me fui. No era hijo ni familiar remoto de ellos. Y como extraño que era, me acogieron. Calzaba perfectamente en su   hospitalidad   cristiana,   sin  rostro   definido.       Sin

preguntas. “Entre los pobres está mi futuro”, me dije, entonces, premonitoriamente. Y así ha sido hasta hoy. He subsistido gracias a la generosa ayuda de los amigos, y recogiendo frutas en el campo por una miseria de salario. He sido, sin embargo, solidario con los mendigos (especialmente, con los ancianos postrados en las calles del centro), y, muchas veces, esa moneda que les doy, luego me falta para mi pan. Y como Dios lo sabe, acude, mágicamente, la ayuda, la retribución, a mis bolsillos.

    Al día siguiente, me andaban buscando los carabineros. Por encargo de él, y por todo el  pueblo. Nunca supe con qué intención.

    Me volví a Antofagasta, oculto, casi disfrazado, en la última butaca al fondo de un bus.

    El se apareció a las dos semanas después.

  •     ¡Déjamelo a mí, no más!, dijo mi madre, colérica, cuando le conté todo, sin ponerle ni sacarle nada. Le expliqué hasta con detalles el paseo a La Puntilla, la película que apenas ví, preocupado como ya estaba, esa noche. No sé qué conversaron abajo. La cosa es que cuando el hombre entró a mi dormitorio, lo hizo de perfil, tanteando el paso, como el alfil del ajedrez, receloso al comerse un sencillo peón. Me estiró, adelantándome su mano desde la puerta misma. No puedo olvidar, hasta ahora, esa mano precursora del cuerpo mismo, blanquísima, agigantada de albor en la penumbra de la pieza. “Hola”, me dijo, “…Cómo estás, hijo”. Y yo, desganado, casi sin emoción, después de haberla vaciado toda   en   dos   semanas, estreché  la mano tendida del padre:

      “…Bie…,bien, papá”. Y eso fue todo. En ese mismo momento tomé la decisión de volver a Concepción, retomando al año siguiente mis estudios. Mi aventura bancaria había durado tres meses. La minera, apenas quince días. Debí pensarlo antes. Los que más nos quieren pueden dañarnos mucho más que los extraños; con los cuales, a veces, uno también suele ser más condescendiente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                12

 

    En cuanto descendí del tren en Concepción, compré “El Sur”, para ver los avisos de ofertas de pensión. Sólo por faltar el año anterior a mis estudios, había perdido la media beca que consistía en el alojamiento en el Hogar Universitario y la comida; ahora tendría que arreglármelas por mi cuenta. Le expliqué de entrada al chofer del taxi, un tipo de aspecto siniestro, cacarañado y de bigotito corto, como de comediante fracasado, que ya conocía la ciudad. Que volvía después de un año sabático. Eso, para que no me paseara de balde por las calles, cobrándome de más. Mientras me decidía por  una dirección (escogí dos o tres, encerrándolas en un círculo con el lápiz), el taxista no cesaba de hablarme de cierta mujer despampanante que había transportado el día anterior a una de las muchas pensiones de la ciudad. Con mi atención puesta cuando no en el diario, en la calle, en los peatones, su voz me llegaba apagada, como en sordina. Me contaba del curioso detalle revelador de cierto lunar de carne, negrísimo, sobre el labio superior de la hembra. Fueron como las primeras puntadas del destino. A las que yo no le ponía la menor atención, y que él volvía a urdir otra vez en mi cara neutra. Tal vez lo pensé o dije en un murmullo (que el taxista escuchó), preguntándome de qué labio se trataría. Si el de la boca u otro, aun más húmedo (jeje). O sólo leyó el mensaje en mis propios labios. Bueno,   yo   regresaba feliz.  Sintiéndome de nuevo en Concepción. Había logrado descerrajar la gruesa Caja de Pandora de mis decepciones, aunque había algo que no me terminaba por convencer. Una sensación de falsedad. Como si, para lograrlo, hubiera usado una ganzúa, en vez de la llave original. Pero deseché pronto esa sensación, y me conformé con la paz del momento… Y el cacarañado no paraba de hablar de la tal mujer. Y como para que se callara de una buena vez, acabé por darle la dirección decidida al azar: Orompello 376. Si le hubiera mentado a su madre, no habría dado ese sobresalto que dio en el volante. ¡Pafff! Golpeó con una de sus manazas el manubrio. ¡Allí mismo fue donde la dejé, mi patrón!, exclamó, en un tono triunfante, con los ojos dilatados. Y con eso logró por fin mi atención total. El destino se acercó otro par de centímetros. Parecía un profeta que acabara de comunicarse con Dios mismo. Una vez aclarado lo del lunar, la mujer y la dirección, y una vez llegados, le pagué lo convenido y despaché pronto. No sin antes tener que soportarle su misterioso y postrero: “Se va a acordar de mí, jefe”. Me pareció que el que se despedía no era el  taxista sino un personaje del infierno. Tal vez, el Malulo mismo, en persona. Pero, ¡cómo el Diablo va a ser cacarañado y, además, chofer de taxi! Eso me tranquilizó. Cuando llamé a la puerta, todavía sentía un respingo de misterio. Era como si me hubiera mordido una “araña del rincón” y dejado dentro de mí sus pequeños huevecillos, prontos a estallar. Calma, me dije, tú no eres un galán de cine precisamente, y qué probabilidades tienes de conquistar a una hembra fogosa, con o sin lunar de carne.

 

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    Me acomodé  y salí a hacer prontamente las diligencias de mi matrícula. Quería alcanzar a echarle una miradita a la ciudad, antes del largo encierro. Las ciudades cambian, según pienso, más que las mujeres en unos pocos años.

    Y Concepción fue siempre para mí más que una fogosa y resabida amante, una frágil y sutil polola.

    La patrona de la pensión tenía cara de prostituta retirada, y que con los sacrificados  ahorros de sus noches de galanteo, pudo lograr comprarse ese caserón donde fue subdividiendo las amplias piezas antiguas, hasta donde la decencia lo permitiera, para sacarle el máximo de dinero. Pero por más que oxigenara sus crenchas y recargara el cuello y las muñecas con alhajas de oro, para aparentar ser una gran dama o señora, la traicionaban la papada, un tanto libidinosa, y que no lograba simular con el vuelo de sus vestidos, y, sobre todo, la costumbre lupanar de traficar por los pasillos en bata de levantarse y en rigurosas pantuflas y medias arremangadas sobre las rodillas. Además, se echaba al cuerpo un perfume de boxeador: de aquellos que lo derriban a uno antes de los diez segundos. Por supuesto que me dijo lo habitual, que la suya era una casa muy decente y que los inquilinos –estudiantes y trabajadores de ambos sexos- eran para ella como sus propios hijos. Aquí usted, mijo, podrá estudiar en completa tranquilidad. Descubrí, con deslumbrante asombro que, a sólo dos horas de llegado a la ciudad, ya me sentía adoptado.

    Fue a comienzos de la semana siguiente cuando di con el objeto del deseo del taxista cacarañado. Apenas recuerdo la situación, como un dibujo mal hecho y de trazos rápidos de un algo, sin embargo, hermoso, que todavía me cuesta rediseñar en la memoria. Los diálogos deben haber sido casi tristes y fatales, porque ya tenían un destino determinado. Salía yo por el pasillo acristalado y florecido de macetas, con azaleas y gardenias atigradas por una vaga pasión, donde se ubicaban las mesitas del yantar diario, hacia el salón sombrío y la calle, y que daba la impresión de una garganta obstruida o de un simple remanso de sombras antes del sol. Ella estaba sentada con una amiga y bebían algo dulce y espirituoso. Salud, le dije al pasar. Y ella, la del lunar sobre el labio, me respondió con una franca sonrisa, fijando sus ojos aterciopelados sobre mí.

    Recuerdo que en un momento de mi vida, en un pool, un boxeador retirado me bautizó con el sobrenombre de Kid Lecherito. Era un peloduro argentino, de los buenos, precisó. Ella y yo teníamos, entonces, la piel muy blanca. Por eso lo recordé. Apenas reparé en su amiga (que no estaba nada de mal, en todo caso). Cuando regresé a la pensión, al atardecer, el dúo estaba acompañado por un hombre de unos veintitantos. Tal vez, treinta años. Macizo, sin ser gordo, y con entradas sobre sus sienes. Lo que puede llamarse una calva incipiente. Nos presentamos, mientras ella –el objeto de mi atención- sacó de su cartera un cigarrillo blanco, largo, que acomodó en una pitillera o boquilla con mucha coquetería; cigarro que yo me apresuré en encender, galante. Me estudiaba con detenidos melindres de gata en celo. Porque había algo que estaba absolutamente claro: ella sobraba en ese trío, como una mesa que cojeaba ostensiblemente, y esa cuarta pata -se caía de madura la fruta- estaba siendo yo. Tras los finteos de rigor, el combate se desarrolló como de acuerdo a un programa ya fijado en las carteleras de todo el barrio. Acabamos por bailar, bien agarrados de la cintura, riendo todos y bebiendo unas cervezas. Luego, salimos a la ciudad nocturna. De bar en bar, anduvimos hasta altas horas de la madrugada. Nos atrincheramos en la pieza de Irene (que así se llamaba). Recuerdo, más que nada, sus poderosos muslos, echada sobre la cama, con las piernas recogidas bajo su falda negra de corte. El hombre se llamaba Javier Contador, y era agricultor, con su padre, en las afueras de Chillán. Y la otra nínfula, Elizabeth. El apellido se me extravió en la camanchaca de los años. Con Irene Moraga, amiga de varios años, se desempeñaban como obreras textiles ocasionales. Es decir, trabajaban un tiempo, juntaban sus pesos, y luego se daban la vida del oso, hasta que les durara el dinero. Y, claro, a veces, como ahora mismo, en esta escena, podían también contar con la ayuda de algún varón generoso. Al encenderle el cigarrillo, ella, coqueta, había sujetado mi mano con la suya, mientras se mordía los labios. La música de la radiola nos envolvía en un aura propicia. Pero los tangos habían quedado ya en el pasado. Y ahora estaba sobre

la cama. Y la pareja, que no cesaba de acariciarse, se esfumó, sin que nos diéramos cuenta. Yo había bebido como un carretonero, y recién estaba despejándome de las ideas. Y el deseo llegó galopante y de improviso. Mientras miraba sus cabellos ondulados, su magnífica corrida de dientes –donde relumbraba uno de oro- y el frufrú de sus medias terminaba por enloquecerme, dejé caer la pregunta tal vez más estúpida de mi vida:

  •     ¿Me voy…,o me quedo?
  •  

Fue como si un ebrio lanzara una carcajada en medio de un templo vacío. Mi voz rebotó en los pilares endurecidos por la madrugada y rodó por los peldaños del altar, ya desgastados por tanta fe e iluminó los rostros de cariátides de los santos y del sufriente rostro de Cristo. Pero, luego, volvió a ese cuarto entrampado en la calle Orompello, segundo piso, frente a Irene Moraga y sus poderosos muslos, y sus talones pegados sobre los glúteos, relamiéndose ella no tanto de mi torpe inquisición como de su propia respuesta, llena de luz. Ella me tranquilizó con sus ojos serenos y totalmente lúcidos y abiertos. Lejos, ladró un perro. Su sonido sirvió para enmarcar el lapso, el traspié de mi pregunta. Y mostrándome su dentadura perfecta, me respondió en voz baja, casi susurrante:

  •     ¡Quédate!
  •  
  •     Y así fue como sucedió. Y atardeció y amaneció el día primero.

 

                                                              

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                         13

 

    Irene me enseñó, como consumada maestra que era, todos los secretos que desconocía de la carne ¡Y vaya que eran hartos e ignorados! No fue una entrega cualquiera, entre los roqueríos del Norte, a orillas del mar, con el culo lleno de arena y muerto de frío (única experiencia que había tenido yo hasta entonces), y por esa misma razón, con la animalidad a media asta y más preocupado de los posibles mirones que de hacer bien las cosas. Y esos son detalles que marcan toda la relación a futuro. Después, aunque casados con todas las leyes, a uno, antes del amor, le da con revisar primero el closet o echar una miradita, así como no quiere la cosa, por debajo de la cama, o de repasar la llave echada a la puerta. Y esas inquietudes perversas no nos permiten gozar cabalmente. No fue un mero jadear entre las sábanas inciertas de un motel un sábado por la noche. Fueron tres largos meses. Fue un prolongado polvorazo minero, pero en los socavones del Sur, sin reproches, encendido sabia y oportunamente, de noventa días (que no es lo mismo pero es igual, como dice Silvio), con atardeceres, con sus medianoches de fantasía, con siestas de guardar y matinales de precepto. Sentados en una silla, torturándonos. Jabonándonos  mutuamente en el baño las partes íntimas, las grietas mismas del placer y las anchas avenidas donde derrama el amor sus leches de pantera lúbrica. Cópulas de boca a boca, de miembro a boca, de mano a mano, de miembro a miembro, y entradas súbitas, subrepticias por el canal terroso.

    Me quedaba dormido junto a una teta de ella o en su culito blanco, duro y redondo. O despertábamos enredados en las piernas del otro, cada uno con la mano en el matorral ajeno. Volvía en mí bajo una cascada de pelo negrísimo con olor a miel y a semen (que son, lejos, los dos aromas más sabrosos de la naturaleza, en su precisa mezcla), frente al placer culpable del espejo de cuerpo entero. Flaco, te las mandaste, me decía a mí mismo, sin creérmelo. Estaba yo en el nirvana, entre eternas nubes, y lo peor es que me negaba a despertar de verdad. Ella sólo sonreía, misteriosamente. De cuando en cuando, me acordaba del taxista cacarañado. Le daba las gracias, pero también lo maldecía al contemplar las enormes ojeras de mi rostro, y al darme cuenta de ese amancebamiento forzado. Y tenía escrúpulos no sólo por Berenice y mi padre (ambos se me aparecían en las pesadillas inevitables), sino por mi ausencia total y absoluta de las aulas de la universidad.

    Era no sólo entrar, sino ver como entra. Sentir uno que es otro el que penetra. Penetrar y sentirse penetrando. Y sentir que, en el otro, es uno mismo quien siente todo en el reflejo mágico del cristal y que le traspasa a su pareja el sentimiento del desnudo. No hay nada más tierno que amarse a poto pelado, precisé, con la sabiduría de un Salomón.

    Irene era, cómo te dijera, lechosa, lúbrica, elástica, fuerte e insegura a la vez; cálida y magnética; fogueada hasta el delirio y tierna principiante. Repentina,   ardiente compañera y enemiga dulce –todo en uno-. Misteriosamente cercana, aunque paralela y con un algo fugaz de mariposa; noctámbula, lo mismo que hogareña; recluida y abierta en sí misma; multiplicada y con una mano siempre sobre el freno; alegremente fértil, y desolada, a ratos, como una montaña lunar. Empeñosa, casi siempre. En fin, muchas otras cosas que he olvidado y que no quiero recordar (porque todavía me gustan y me duelen). En suma, una maestra.

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    Nos fuimos a otra pensión los cuatro juntos, como dos matrimonios. Porque al día siguiente (y por el escándalo de la primera juerga nocturna), la dueña nos puso de patitas en la calle. La matriarca simuló su mejor cara de mujer decente (para mí, contaba con todo un juego de caretas en el closet) y escandalizada, largándonos un sermón de beata vieja. Al final del primer mes, Javier y Elizabeth se abrieron, y antes que eso el agricultor comenzó a ausentarse en sus visitas de fines de semana a su damisela. Quedamos convertidos en un trío cojo –como lo fueron sin mí en un comienzo-, pero ahora la que mordía la almohada y tenía que darse baños fríos de asiento   era nuestra compañera de ruta. Dos camas más allá de la nuestra, soportaba en la viudez de su cuja, estoicamente, nuestros quejidos nocturnos. La solitaria cama del medio era como el territorio neutral que medra, apenas con el viento y el yerbajo, en la frontera de dos países antagónicos que se espían entre sí y  se recelan secretamente.

    No voy a negar que, más de alguna vez, me sedujo la idea de invitarla a que se pasara a nuestro lecho. Y pienso todavía que ella habría aceptado (y creo que también Irene) encantada, más muerta de la risa y de las ganas, que de vergüenza. Pero la idea se me fue quedando amortajada en los labios, y nunca me atreví. Elizabeth tenía, también ella, un cuerpo excepcional de morenaza fogueada en todos los combates, y de guacha hambrienta y sin remilgos sexuales.

    Al mes subsiguiente, y cuando nuestra compañera se hubo marchado, Irene se me perdió una noche. No recuerdo muy bien los detalles. Sólo que amanecí solo, y ella no estaba. Y sentí toda esa pena de las dos camas vacías y del cuarto que se había agigantado de pronto y vuelto más sombrío. Y salí a buscarla, no con los ojos abiertos y la rabia contenida, sino con el corazón roto y el impulso ciego de todo engañado. Fui de calle en calle, de pensión en pensión, y por una tincada del azar la hallé en un motel lejano. Menos mal que estaba sola. La traje de vuelta a puras cachetadas, mientras ella rehacía el camino llorando a mares. Y me lo contó todo. Tenía un amante secreto y el señor era bancario. Eso fue lo que más me dolió: como un anticipo del destino, de lo que iba a terminar siendo para mí ¡Que su amante fuera –entre todas las putas profesiones de este mundo- bancario! Si me hubiera dicho, qué se yo, que era seminarista, o incluso un obispo (¡Dios me perdone la herejía!), no me habría asombrado tanto. Creo que por los golpes acabó por enamorarse de mí. Y si la perdoné (a todo esto, era yo quien pagaba la pensión de ambos; con dinero que, se suponía,  era para los gastos de estudios), fue porque empecé a sentir también algo especial por ella, más allá de la simple calentura. Y seguimos juntos, hasta el tercer mes, si no del todo felices.

    Irene fue a buscarme a la universidad, de sorpresa, y en una de las pocas ocasiones en que me asomé por las aulas cuando ya estábamos emparejados. Y a mis compañeros se les cayó la cara al suelo de envidia y de comentarios malévolos, incluso también a algunos profesores: alta, despampanante, recién bañadita, con el pelo negro ondulado hasta rozar los hombros, y una falda que no le había visto antes, ceñidísima, con un corte lateral hasta medio muslo, el carmín de sus labios sensuales y el lunar erótico sobre el labio superior (que yo me había comido cuántas veces a besos). Quedaron todos boquituertos de la impresión. Después me enteré de los comentarios. Que de dónde había salido Rojas con esa putita, que con razón se había perdido tantas semanas de clases.

    Pero, desde Santiago, una mala tarde, Rosa se dejó caer por nuestra residencial.

    Ella quiso seguirme hasta Concepción, pero su padre, viejo cazurro, la contuvo al vuelo. No, no, no, mi querida hija. Usted se me va, si insiste en estar más cerca de Julián, a Santiago, a casa de su tío materno en San Pablo. Y se va a dedicar  a estudiar ¿me oyó?. Que el jovencito viaje a verla cuando pueda. El tío trabajaba en el ferrocarril estatal y tenía una enorme moto negra, llena de cromos. La tía se marchaba por   todo   el   día   a vender telas   al  barrio  alto,  y la  casa

quedaba a nuestra entera disposición. En realidad, sólo fui un par de veces. Antes de conocer a Irene, la primera. Y la segunda vez, muy receloso de dejarla sola con Elizabeth (tan hambrienta de sexo). Y me había perdido yo mismo más de treinta días, hasta que ella, con esa intuición femenil –o porque alguien la dateó desde Concepción- apareció ante nuestras narices. Llegó decidida, y con pintura de guerra, a hacerme “el” escándalo.

    Y era Rosa nuevamente, al pie de la escalera, a contraluz, con el bullicio y la imagen borroneada de vehículos y de peatones en el fondo, como una pesadilla en technicolor. Como el episodio de una película mal editada, en donde uno de los protagonistas muere primero y nace después, en el capítulo siguiente. Yo, parado, tieso por el asombro, en el rellano, e Irene en lo alto, en el último peldaño. Sólo faltaba que una soprano cantara a pecho partido un aria, para que el ambiente fuera operístico, melodramático. Me reprochaba la infidelidad con palabras incontenidas, a garabato limpio; me maldecía, y a ratos volvía a enrostrarme su amor ingenuo, confiado, llenándome de improperios. Curiosamente, en un principio no se refirió en absoluto a la otra mujer. Al contrario, parecía castigarla ignorándola, como aplastándola más con el derecho que sabía tener sobre mí, nuestra historia, su “sacrificio” de seguirme hasta Santiago; y con la indiferencia femenina, que mata más que el odio mismo. Pero sólo fue una ilusión pasajera. En tanto Irene lloraba en absoluto silencio. Mi mirada iba, desconcertada, de una a otra.   Que nos devolviéramos ya mismo a   Antofagasta.  No

me dejaba otra opción, como la de volver yo al redil del estudio casto. A lo mejor, no me creyó capaz de tal sacrificio. Yo que había hecho tantos hasta entonces. Tantas concesiones al enemigo. No, no, no. Me estaban condenando ella y el destino a convertirme en un fracasado más, en un empleaducho de tienda o de Banco. Como terminó ocurriendo. Y en ese momento terrible ya lo sabía. Era como un chiste cruel. Y era, ¡oh ironía!, un castigo también para Irene: acabar sus días gloriosos como coleccionista de empleados bancarios. Y al cerrar mis ojos y al reabrirlos, vuelve a ser Rosa, recortada como una walkiria contra la calle. Repetida, como una escena de Bergman, como detrás de un vidrio oscuro. Y ahora sí que la aplastó. La había reservado como un postre: “¡Y por ésta no ibas a verme! ¡Encamado con una cualquiera! Con una A deshilachada al final, retumbante. Haciendo un gesto como si quisiera subir los largos, infinitos peldaños, para ir a mechonearla; pero, conmigo de por medio, sólo fue eso, un gesto absurdo de mimo. En el silencio de la tarde, que se podía palpar hasta con el rubor más tierno de las mejillas, sentía hipar a Irene, nerviosa, mientras se enjugaba con un pañuelo sus mocos de niña grande.

    La vuelvo a ver hoy a la Irene, gimiendo en lo alto de la escalera como una mujer de nuevo niña, hermosa, digna en su dolor, con sus ojos redondos de muñeca atormentada de un cuento de mal final. Treintaicinco años después, casi exactos, porque el destino es así de riguroso, de reglamentario,   cuando  estuve  nuevamente  en Concepción, como un perro de San Bernardo (más noble, más grueso, más lento de alma que entonces), olfateando las mismas calles, los rincones putos de esa ciudad sin igual en todo Chile; como un Valparaíso de mil colores, pero sin mar, sin barcos a la vista, sin cerros empinados. Como una Antofagasta, pero con mucha más electricidad humana e historias sabrosas. Buscándola, con la vana esperanza de toparme con ella. ¿Estaría viva? ¿Estaría fea? ¿Estaría sola? O sería ya una abuela, con un montón de cachorros abrigando sus recuerdos. La reconocería fácilmente por el lunar de carne en la comisura de sus labios. Estoy seguro de que lloraríamos al abrazarnos, y al pedirte perdón, Irene Moraga. Terminarías por botar esas lágrimas ardientes y tan humanas de una escalera de hace cuatro décadas. ¡Por Dios, cómo envejecen las escaleras! Pero, no tengas miedo. Ninguno de los dos pertenece ya a este mundo. Somos sólo los fantasmas de quienes fuimos. Volví, no por amor, sino con un fondo aletargado de dolor; sin curiosidad morbosa, te lo juro. Hubiese querido, entonces, que esta historia no terminara así -aun no sabiéndole otro final más que el que tuvo-, a lo bestia, en el rellano de una tarde, atrincherados en nosotros mismos. Pero no tuve valor (como el que tengo ahora, cuando amo de nuevo pero soy libre), para haberle dado un final más digno a nuestra historia, abuela. Y eso es lo que más me duele, créeme.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                       

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                      14

 

    “Mi madre me da dos violentas cachetadas (de ida y de vuelta), y está sacudiéndome entera, mientras  golpeo mi cabeza contra la pared.

    Desde la punta de sus ramas trepa su cólera oscura, arrugándole los codos de una súbita edad, rigidizando su gesto agrio y contenido en los labios resecos por la pobreza y la viudez, encendiendo los tizones de sus ojos negros y devolviéndose la rabia hacia su pecho exaltado; agitando en lo alto de las copas nocturnas pájaros espantados en pleno sueño, que huyen despeinados, como yo no alcanzo a escapar. Mis hebras chasquean contra la pared, por el impulso de lado a lado de mi cabeza. Hasta que ambas sentimos la llegada imprevista y salvadora de Manuel, que acude de un salto, que la calma con su voz, que la sujeta por los hombros a mamá. Y ella se retira de nuestro lado como una niña sorprendida por sus mayores al robarse un dulce desde la alacena, pero no sin darme todavía una mirada terrible de advertencia. Su rostro, más avejentado que el mascarón de proa de una nave antigua.

    Bastó que me viera conversando con Armando –con quien pololeamos en secreto- en la esquina de nuestra cuadra. Es un amigo de mis hermanos. Fue sospechosamente amable al saludarlo, ignorándome a mí.

    Por un instante, no sabía si era mi madre o tú quien me castigaba.

    Vuela mi grito destemplado, mi dolor diseminándose en dos bisectrices: hacia el pasado inmediato, y en dirección a la llanura implacable de lo que vendrá, sin poder yo contenerlo. Nada le digo a ella. Mi padre debe estar revolcándose en su tumba. Y corro a encerrarme al dormitorio, a llorar a solas. Y lloro no sólo los golpes de mi madre, sino ante todo los de tu carta. “Me casé”, me dices. Contándomelo en breves palabras, sin sentimiento. Y el recuerdo repite, como un autómata, las líneas de tus manos, de tu rostro: tus pequeños ojos mentirosos, tus ojeras solapadas, tus labios finos que ahora besan a la otra. Detrás de mis lágrimas, se astilla el calendario: mayo de 1968. El frío traspasa los vidrios de la ventana. ¡No hay adonde huir! Pareciera que mi madre la ha leído también, y que la noticia en sus ojos aumentara mi propio dolor. Si así fuese…,qué cosas no se imaginaría. Que los dos….Y pensaría de mí lo peor. Cae con espanto la lluvia. Se moja por dentro y por fuera la vieja casona de Manuel Montt, donde tres años atrás estuviste alojado. Y luego volviste el año recién pasado, a despedirte. Me mostraste –en el puente colgante del Damas- una carta desesperada, escrita por un amigo de Rosa. Ella había atentado contra su vida, y estaba hospitalizada, urgiéndote a que regresaras. Quizás te hacía aun con esa mujer con la que tuviste un amorío en Concepción, y por quien abandonaste los estudios. O, peor, partiendo antes al Norte, ya sospechaba  que tú vendrías a verme. ¿Cómo supo la dirección? Claro, yo integraba también Germinal, y por eso la sabría. El destino, zapatero prodigioso, nunca da puntada sin hilo. Yo te amaba, pero no podía permitir que alguien muriera por tu culpa. Hasta conseguiste un trabajo en Osorno, con mi hermano mayor. Pero te dejé partir. Dormíamos los dos en piezas tan cercanas que, sospecho, soñábamos lo mismo. Que esos sueños eran la continuación natural de nuestras almas gemelas. Que ni la noche era capaz de borrar las emociones de cada día.

    ¡Te has casado! ¡Te has casado! Todavía paladeo en mi hiel la tremenda noticia, y que me engranuja entera, que enloquece mis vísceras, que….Y la repite en sordina mi corazón, sin creerla todavía. Y me entra al alma un pánico inmenso –sin escena-, como si alguien hubiera apagado para siempre la difusa luz de los atardeceres, del horizonte. Te he perdido para siempre, bendito amor maldito. Aun se oxida en el patio, bajo la poderosa herrumbre de la luna, el hacha con que picaste leña para tus manos llagadas por el amor y la hospitalidad malagradecidos. Y cantan ahora mismo los queltehues que te asombraban tanto, ¡oh mi Dios! Y rompo a llorar de nuevo.

    No logré dormir en toda la noche. Soñé que trepaba una montaña hecha de finas arenas, negras, ardientes. Ahora, los sueños volverán a llevarme mis noches hacia el Norte. Tenía muy agotadas las piernas, hundiéndome hasta las rodillas en esa masa informe. La subida era eterna, agobiante. Avanzaba dos, tres metros a duras penas, y, conmigo, se desmoronaba el arenal, arrastrándome hacia abajo. En el borde mismo del sueño, mi madre me miraba fijamente, impasible, y,    luego,    al  verme  fracasar una vez más en el

intento de trepar, se echaba a reír con grandes carcajadas hirientes. Así fue, toda la noche. Subiendo, cayendo, volviendo a trepar, toda sucia y desfalleciente de cansancio. No puedo extrañarme ahora, al despertar, que me duela todo el cuerpo y que el vestido de ayer, desgarrado, cochino, amaneciera arrojado sobre el suelo, como una cosa muerta, enloqueciendo mi realidad. Mi madre me contempla desde el vano de la puerta, como si nunca se hubiera retirado de allí, tras la pesadilla, de pie, hierática, adivinando al parecer mi sueño, y vuelve a palabrearme.

    Rato después, una vez que quedé sola, agotada también ella por el sueño de anoche, me levanté sin desayunar. Hice en el patio un montón con todas tus cosas: poemas, cartas, fotografías, rompiéndolos hasta que me dolieran los nudillos. Y le prendí fuego. Y como me quebré una uña, sin pensarlo dos veces la eché también al fuego redentor. Luego, bajo el chorro helado de la regadera, encerrada en el baño de los demás, refregué con jabón y piedra pómez mis mejillas, mis labios, mis manos –todo lo besado por ti-, hasta sangrarlos, arrancando cada caricia tuya de mi piel. Hasta pensé en raparme al cero la cabeza, castigando así la cabellera que tanto te gustaba, la cabellera de Berenice. Y si hubiera tenido a mano un arma de fuego, le hubiera disparado a las estrellas mismas de esa constelación. Como me habías explicado, entonces, el juego doble de esas palabras; adelantándome que, si el día de mañana escribieras una novela de nuestro amor, se llamaría, obviamente, así. Pues, ahora te aseguro de que jamás la leería. Pero tú, amor mío, no valías tamaño escándalo que se armaría en mi casa. Me refiero a mi pelambrera voluntaria.

    Aparte de ti mismo,  no tenía a nadie en este mundo a quien contarle mi pena (lo de Armando sólo fue una ilusión, que tampoco duró por su parte) ¿Lo entiendes? Me hundí en la oscuridad de aquellos días, renegando mi condición de mujer, odiando mis reglas, mis ovulaciones mensuales. Y me dediqué sólo a estudiar, con furor, con una rabia de perra hosca. Y gracias a la ayuda de la becas que obtuve, y del buen Dios que me dio la voluntad necesaria.

    Poco a poco, como se filtran los rayos benéficos del sol entre las ramas más espesas, hasta llegar al fondo mismo de la tierra oscura y prisionera, húmeda de hongos y de gusanos y coleópteros, fui tranquilizándome. Pero, junto con ello, tu imagen volvió a idealizarse en mi espíritu; beneficiándote, sin quererlo. Mi madre, por otra parte, terminó por acostumbrarse a mis ideas descabelladas en casa, a mis silencios, a mi introspección y, sobre todo, a mis locos horarios de universidad. Del dinero que recibía para estudiar, dejaba algunos billetes para el apretado vivir diario de la familia. Mucho de ti me quedó dentro. Como queda mucho del mar en el  viejo cascarón de una nave encallada sobre las arenas. Me vestía esos años como una gitana, sujetando mi larga y ondulada cabellera con un pañolón floreado. Si hasta me eligieron candidata a Reina de la Belleza, representando a la facultad, pero lo rechacé. Mis ánimos no estaban para fiestas. Mamá no le dio esa vez ninguna explicación de la golpiza a Manuel.    El tampoco   le   preguntó   nada.   Y  de ahí en adelante, mi madre tuvo mucho tino en no volverme a regañar.

    Veía a mis hermanos mayores angustiados por la falta de dinero. Y cuando Alejandro consiguió un trabajo, aunque sólo por horas, como vendedor de zapatos, lloramos entre todos de alegría. Mas, poco nos duró. Una mañana aciaga llegó triste y cabizbajo, derrotado por la noticia de su inesperado despido; y, un rato después, en silencio y temblando entero, lo vimos servirse una sopa de lágrimas frías en la mesa pobre de nuestro hogar.

    Menos mal que la desgracia tiene mala memoria y olvida pronto.

    Me recibí con honores en la universidad. En tanto, ¿qué hacías tú en Antofagasta? Habías vuelto de tu luna de miel en Tacna. Había nacido, al año siguiente, tu hijo Renato (hoy Ingeniero Civil en Minas). Y sólo tres semanas antes de empezar a lavar sus mantillas, el hombre había hollado con sus pies, sucios a pólvora y a muerte, la otra Luna; eclipsando mi espejo, sin luna ya posible, y para siempre –según creí yo entonces-. Sé que te gustan los juegos de palabras. Algo aprendí de ti, como lo ves.

    Dejé de escribir poemas. Tal vez, me equivoqué al castigar a la Poesía, en vez de sólo al poeta. Pero su lenguaje metafórico  resultaba ya tan lejano a mi dura realidad, como frívolo. No logré disociarlos a ambos. Para mí eran lo mismo y uno solo. Siempre fui frágil de apariencia pero con enormes callosidades interiores.

    Para   nuestra  práctica,  fuimos  hasta  Castro,  Chiloé,    a

trabajar socialmente con los más pobres de los pobres.

   ¡Cuidate, hija mía! Mi madre en la pisadera del bus, ante las compañeras mirándonos extrañadas, y yo con mi cara llena de vergüenza.

    Recuerdo que en la noche de la gala del término de nuestras tareas, champán y baile incluidos, apareció un señor muy distinguido (de muy bien recortados bigotes, pelo rizado, en un rostro blanquísimo y enmarcado por lentes ópticos) y seguido por una escolta de algunos civiles. Lo cuidaban con esmero, vigilando a su alrededor, como si temiesen que alguien pudiera agredirlo. Fui presentada a él, pues yo era la presidenta de la promoción, la líder del grupo. Era Salvador Allende, entonces en la testera del Senado. Nos felicitó a todas “por la maravillosa labor en beneficio de los más humildes”. De un porte mediano, pero distinguido. Quizás un tanto acicalado con exageración; pero esa fineza, que suele confundirse con la fragilidad vanidosa, la desmentía de inmediato su voz ronca y franca, casi cavernosa, y, sobre todo, su mirada, que era fija y penetrante, como la de todos aquellos idealistas o apasionados a ultranza que saben muy bien hacia donde va su camino. Noté una leve coquetería hacia mi persona. Puede haber sido sólo mi parecer. Debe haberle llamado la atención mi pelo largo y rubio, que caía en ondas, y mis ojos extasiadamente verdes. Bailamos un vals, como algo simbólico –que quería involucrar a todas mis compañeras-, y con todo el mundo haciendo ruedo a nuestro alrededor. Cuando terminamos el baile, apareció un asistente, de la nada, con un enorme ramo de gladiolos envuelto en delicado papel celofán, acompañado de una tarjeta y atado  todo con una cinta roja. Él lo había encargado y no me di cuenta en qué momento. “Las flores más bellas para una bella”, fueron sus palabras, besándome en la mejilla.

    Si necesitaba cualquier cosa, cualquier cosa –insistió-, que no dudara en comunicarme con él. Y se fue, despidiéndose de todos, con el brazo en alto.

    Me las lloré todas cuando, años más tarde, contemplé en la pantalla de un canal, horrorizada, arder medio Palacio de Gobierno, con el compañero presidente dentro; fiel hasta la muerte con sus ideales, cumpliendo el mandato del pueblo que confió en él. Y, después, su cadáver sacado en angarillas y cubierto por una frazada, representando la muerte de esa democracia por la que yo misma había luchado –más desapasionadamente tal vez que él- en Castro. ¡Qué curioso alcance de nombre! Una escena surrealista que jamás podía haberme imaginado, cuando bailábamos un vals acompasado en uno de los salones de la vida, y no de la muerte”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Inscripción N° 174117 (2008)

Santiago de Chile.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                    “Algún día tenían que salirle canas a mis palabras,

algún día tenía que ser el abuelo de mí mismo”.

HCV.

 

 

 

 

 

 

“La decisión de regresar a cualquier momento del pasado en tu vida es peligrosa pero irresistible”.

Paul Teroux  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                             

 

 

                                              

                                                             

 

 

 

 

 

 

                                                              

 

                                             

 

                                                 

 

 

 

 

 

 

                                             

                                             

                                              

 

 

                                                                        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                       

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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