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Nevares

CABELLERA DE BERENICE (Capítulo 15 hasta final)

15

 

    En la parte más alta de la Gran Vía, y en la base del camino que sube hasta la Coviefi, hay un balconcito triste, que ya te había contado. Antes, tuvo flores en el repecho, y siempre mira hacia el mar, sesgada su vista por otros balcones un poco más alegres, y por el polvillo que se levanta con el viento de la tarde, o temprano por las mañanas, desde las techumbres con conchillas. (Entiendo que ponen una capa de éstas como aislante del calor). Desde allí se extiende hacia el norte la mancha voraz de la ciudad, que no cesa de crecer, como un hijo. Con las plumas analfabetas del puerto a la distancia y el rancherío de sus poblaciones callampas a los pies de los cerros de la costa. Parecen feos crucigramas ya resueltos por el lápiz baladí de los malos cálculos. No mucho en qué entretener la vista, y con Renato, llorando en su camita. En la resolana del día platea como un ave de marketing, crucificada en un cerro,   el ancla, símbolo de Antofagasta. Yo me siento anclado a la tarde y mis recuerdos se esfuerzan en hacer los 2.300 kilómetros de estupor que nos separan. Te siento, Berenice, como en otro planeta. Tardan días enteros en llegar tus vibraciones. Algún día escribiré un tratado o un ensayo sobre el silencio como arte de comunicación.

    A los dos años y medio de casados ya estaba separado de Rosa. Viviendo de nuevo en casa de mis padres, en Av. Angamos. Me había recontratado en el mismo Banco de 1966, el de la Armada en pleno y recién pagada. Cada domingo, temprano, el único día entero para mí, para mi descanso, regresaba a ese triste balcón, en busca de Renato, dando cumplimiento a mi régimen de visitas. También tenía derecho a llevarlo en mis vacaciones anuales. Nunca pude hacerlo. Lo esperaba, si no se levantaba aun o cuando estaba jugando fútbol con los amiguitos del barrio desde más temprano, y entonces parecía ser también para él – y por lo mismo-  un fastidio el verme e interrumpir el juego. Y cosas así de difíciles, para las que no tengo más palabras, y que no sabría explicártelas mejor, Berenice. Lo dejo a tu imaginación. En cuanto a la situación nuestra, nunca me quedó claro, ni hasta hoy mismo, de por qué continuamos separados por tres años a lo menos, si ya yo era libre como el aire. Nunca hubo una insinuación de tu parte de que nos reencontráramos. Y porque yo también estuve en la universidad, sé que las dos últimas semanas de julio suelen ser las vacaciones de invierno, y que por esas cosas de la paridad de sexos también podrías haber ido tú a verme.  Pero de todo eso hemos hablado los últimos años hasta agotarnos, y no nos ponemos de acuerdo en qué pasó. Apenas quedan fogonazos en mi cabeza. Piezas sueltas de un collage que no alcanza a formar una imagen nítida y total. Sigue penando, por su ausencia, nuestra gran fotografía. Tiempo inmemorable he perdido/ Tiempo del que, ahora, se arrepienten mis manos/ Noches devoradas por lunas ópticas/ Años arrojados al cenicero/ Volé, en círculos, con alas ajenas/ Tuve los amores que otros dejaron/ De allí me viene esta sensación de túnel, / el miedo mediterráneo, / la afasia del vivir juntos, dichosos y solos…Pero, para qué te lo digo, si a ti no te gusta la poesía. Y fui profético toda mi vida, como Nostradamus.

    Respecto del arte, pienso como Miguel Ángel en el acto previo, no de dar forma, sino de liberar a David del bloque granítico y longíneo del mármol donde él lo vislumbró –con su genio- preso. Eso es el Arte. Una liberación. Sólo Dios crea. Los artistas recuperamos las joyas que Dios ha dejado escondidas o veladas para nosotros, en la piedra o en la pulpa de un árbol (que después será papel).

 

                                                       16

 

    La novia lucía nerviosa aunque radiante (nunca hay que confiar plenamente en las luces artificiales. A veces, hasta el sol cegador del desierto nos engaña con sus falsas ilusiones y aparecimientos) en la sencillez casi monástica de su largo traje de cola (¿de raso o de macramé?), con algunos recamados de flores bordados por la prisa, abierto en las espaldas y con un mínimo escote redondo al pecho, donde alcanzaba a brillar un delicado collar de perlas cultivadas  y prestado por su suegra (único acto de genuina caridad cristiana que tuvo hacia su nuera en vida, siendo más bien indiferente con ella el resto del tiempo).

    Berenice del Carmen Azucena Maturana Márquez llevaba sobre el pelo, oscurecido por la noche, un cintillo de graciosas flores naturales. Estaba ligeramente pálida, y radiante otra vez. Más atrás, y a un costado, sentados en la primera banca del templo, su madre Encarnación, sus hermanos y hermanas todas, vestidos con recatada elegancia. Los pajes eran las dos pequeñas sobrinas, que ya habían olvidado el otro terremoto. Recuerdo amargo que se había congelado en el tiempo y que las hacía ver a ellas dos tan niñas como ya no eran.

    Artemio Toribio Zuloaga Crispieri miraba de arriba abajo, y de reojo, con no poco simulado orgullo, a su mujer, mientras el coro de la iglesia se desgañitaba cantando a todo pulmón los últimos acordes de la Marcha Fúnebre..,¡perdón!, de la Marcha Nupcial. El templo rebosaba de flores frescas. Alguien lloró. Tal vez, reprimido por el bullicio, la música, el canto en la Casa de Dios, fue lo único real de esa noche, pero en los ojos equivocados. (¿Y qué si yo hubiera estado en las escalas del templo cuando ustedes entraban?). El sacerdote los conminó a juramentarse un amor indisoluble, ante la mirada atenta y atónita de Dios. Son las palabras previas a los combates de verdad, que se dan después en el día a día. Lo sabemos. Pero igual lo ignoramos. “En el nombre de Dios, los declaro marido y mujer. Puede besar a la novia”. Artemio le endilgó, entre el labio y la mejilla (beso cuneteado le llaman ahora), no uno sino dos, porque estaba nervioso y tartamudeó. Fue el único beso en público que Berenice recuerda haber recibido de él en sus 28 años de matrimonio. Nadie lleva un almanaque de la felicidad. El pedacito de cinta resplandeciente, de lazo filial que se nos convida, objeto preciado de recuerdo, acaba en el tacho de la basura dos o tres días después. Pero, de seguro, no faltará el agudo, perspicaz erotómano analfabeto que recordará en cambio de memoria por cuántos polvos le ganó Messalina –la mujer de Claudio- a la prostituta aquella noche de competencia romana y carnal. Ése mismo, es amnésico, no repara al preguntarse ¿por qué se casa ésta con aquél, si ama a este otro? Hay momentos en la vida, cuando la felicidad es tan esperada, tan de mesa larga y mantel bordado blanco, que termina por hacerse realidad aunque sea a costa de un “pequeño” sacrificio. Pero, en verdad, para casarse no importa el cómo ni el cuándo,      ni mucho menos el cuánto; sino  tan sólo el con quién. Si ella esa noche hubiera abierto las compuertas de su corazón, su alma hubiera huido dando gritos de pavor desde el templo. Él notó algo en el semblante de Berenice. Deben ser sólo los nervios, pensó. Sin verse a sí mismo, en su tono de fotografía vieja, en sepia.

    Por fuera, la iglesia, en su opulencia nocturna, volvía más solitaria la calle, ya desierta de septiembre. Aquella noche fría, y dos veces fría de 1975, era como la estampa en llamas de un ángel devoto. Los árboles se vislumbraban aun más empequeñecidos en los bandejones laterales, ronroneando presentimientos tempraneros de primavera entre sus hojas sucias. Salieron los novios. El novio con su traje de corte impecable. Pálido como un cadáver caminando. Las campanas se echaron al vuelo y se plasmaron sus sonidos con el del revuelo de las palomas que huían asustadas del tejado, donde pernoctaban cada noche, a la vera de Dios. Casi ningún peatón en la calle, sólo un puñado de niños curiosos en los alrededores. Ningún rostro conocido en las gradas del templo. Menos mal, se dijo el destino a sí mismo. Los rapazuelos creyeron que se trataba de un bautizo, porque el padrino, un tanto ebrio quizás, lanzó un montón de monedas hacia el cielo, que los zarrapastrosos se afanaron, peleando entre ellos, por recoger del suelo. La novia llevaba una mancha de una pisada en el ruedo y uno de los pajes se tropezaba a cada rato, por llevar la vista clavada en ella. Cualquier vagabundo que hubiera pasado de casualidad por allí, no enterado antes de la situación, francamente, se hubiera   puesto   a   llorar   de   pena.  El resto, aparte de los

familiares, eran las beatas de siempre, que ninguna crónica social describe y que siempre están para rellenar toda escena; para que la Casa de Dios no parezca tan vacía. Era como una competencia loca de coloretes, melenas postizas, carmines encendidos y rellenos absurdos. Como un aquelarre de brujas trasnochadas.

    Tan pronto salieron los últimos invitados, se apagaron las luces de la iglesia y se cerraron las puertas con estrépito desusado. Media hora después, volvieron a dormir las palomas al tejado, luego de cerciorarse de que no habría más bullicio.

 

    Así fue como sucedió. Y atardeció y amaneció el día segundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                         

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                       

                                                                         17

 

    Me gustó la “Chinita”. Algo especial, un poco cómico, un poco elástico avergonzado, un algo espontáneo y dicharachero que se exaltaba en su cinturita mínima, en el quiebre apenitas de sus caderas potenciado por los pliegues de su minifalda. Un rostro mínimo, casi asexuado, como de ángel (aunque puede ser una exageración), montado sobre tacones altos, de aguja, para simular su pequeña estatura. Todo un “llaverito”, como le decíamos nosotros, en el Banco, a las recortaditas de talle. Y no desestimé una mirada golosa a sus pechos, generosos para tanta exigüidad.

    “Nanito”, uno de los juniors, captó mi interés en ella, y, lleno de aspavientos (porque era una prima lejana), se me acercó de inmediato, a embrollarme aun más con la “Chinita”. Padecía una suerte de tartamudeo, que no era tal, sino una dificultad de respirar al hablar, lo que, claro, no le impedía en absoluto ser el más copuchento y avispado de todo el personal de la oficina. ¡Mmmmm, te gusta la “Chinita”!, ¡Mmmmn, no sólo la conozco, inclusive, hmmmm, te puedo hacer gancho! ¡Mmmmm, te conviene! Y justo estaba terminando ella de hacer sus trámites en la caja. Había poco público, a pesar de ser viernes. Y al darse la media vuelta, se cruzaron un instante nuestras miradas. Le sonreí. Y al vernos juntos con “Nanito”, pareció entender todo.

    Esa misma tarde, nos citamos en una sala de exposiciones, el Centro Español. Hablamos largamente de lo humano y lo divino. Terminó invitándome a un paseo familiar a Juan López, que es un balneario que queda en la península, frente a Antofagasta. Siempre resulta curioso, para nuestra geografía nacional, ver aparecer el sol no sobre los cerros costeros o sobre Los Andes, sino sobre las aguas del mar, y esconderse entre los roqueríos, como en este caso. Es una caleta de aguas tranquilas y de arenas amables y tibias, con elegantes bungalows. Juan López fue uno de los primeros habitantes de nuestra, entonces, futura ciudad y la zona, recorrida sólo por changos, el pueblo costero primitivo que vivía esencialmente de la pesca y de la caza con arpón de los lobos marinos y una que otra ballena despistada. Y para ello usaban botes rudimentarios hechos de pellejos inflados de lobos. Practicaban con los aimaras del interior el intercambio de alimentos, y así obtenían trigo, papas y carne de camélidos, para complementar su alimentación. López es considerado como el primer “habitante” de Antofagasta. También trabajó las guaneras de la costa, de deposiciones de aves. El paseo lo organizaba la patrona de Lupe Bobadilla (que así se llamaba la “Chinita,” y, después, La Amarga) y su familia, dueña de una tienda de ropa y clienta de nuestro Banco. Estuvimos disfrutando del sol y del mar sábado y domingo (uno más que perdí de ver a Renato). No pasó nada más digno de contarse. Lupe durmió con las demás mujeres, marcada “al hueso”, y  en desmedro de los largos colmillos del invitado, quien tuvo que soportar los pedos de los varones en una carpa chica y hedionda a trago. Pero eso fue lo de menos. Era nada más que un preámbulo piernijunto. Me quemé hasta las verijas con el solcito engañador del balneario. Y el cómo puedes quedarte todo el día a la sombra. Y el ven a bañarte. El lunes me ardía hasta el alma al agacharme a recoger y destripar las bolsas de monedas. Y cada martillazo del timbre de caja era un verdadero martirio que repercutía en mis tuétanos afiebrados. Pero eso no disminuía mis ganas con la “Chinita”, que parecía decirme en las pesadillas de esa noche, no sabes con la chichita que te estás curando. Me pasé el resto de la jornada laboral mirando de reojo el reloj –que parecía retroceder en vez de avanzar- sobre mi muñeca aureolada de un rojo vivo. Yo que me pasé la niñez bañándome, mañana y tarde en Taltal, sin más protección que unos chorros de Coca-Cola,  ahora estaba convertido en un viejo lleno de juanetes y más blanco que pancutra. Para colmo de los males, cuando salíamos a la carretera, en el viaje de ida, se nos atravesó delante de nuestro vehículo la camioneta de una conocida faenadora de carnes. Descendió el chofer, con mala cara. El señor tenía un romance con Lupe, y no se daba por enterado aun de su término, pidiéndole las debidas explicaciones. Eso era toda una novedad, incluso para mí. Ya partí “quemado” anticipadamente, por lo que fue una tarea más fácil para el sol hacer el resto. Ella vivía en una pieza arrendada de calle Curicó. Y empecé a llegar hasta allí, y a quedarme a dormir. Me ganaron los churrascos que ella me preparaba jugosos, tiernos y con muy buen sabor,   pues   su   padre,   ya   fallecido,   fue carnicero en la población Oriente. En realidad, el chino, dándole de beber a toda una manga de amigotes, se farreó varias propiedades que tenía. Y de saldo, dejó al irse un terreno pequeño que Lupe fue comprando a los otros herederos –madre y  dos hermanos-. Y como estaba a muy mal traer, con una sola pieza sólida en un ángulo, y lo demás era  puro roñerío, se le bautizó como “El rancho de Chuño Alto”. Para ingresar había que pedirle permiso a las pulgas, que ya formaban parte del inventario. Vivieron familiares de Lupe, sucesivamente, allí; y con la velada “amenaza” de tener que pagar en cualquier momento alquiler. Las primas de Lupe, le llamaban a ella la “National Car Registred” o la Caja Registradora, porque tenía dos signos pesos en los ojos. A mis próximas vacaciones –que por alternancia me correspondieron, milagrosamente, en verano (del 73 al 74, fresquito el Golpe Militar en el recuerdo), partimos con ella a Salta, La Linda, en tren. La idea era ver como estaba el “laburo” por esos pagos. Y en una de esas, me quedaba trabajando. Lo que no fue posible. Los propios argentinos se estaban ya muriendo  de hambre. La mamá de Lupe, luego de enviudar del chino, se casó con un chileno que radicaba allá. Lo increíble fue que Lupe nunca me exigió formalizar nuestra relación, por el contrario. Y fui yo el de la idea de casarnos. El gerente del Banco me hinchaba las pelotas con que o me reconciliaba con Rosa o me volvía a enyugar. El Banco, me decía, observa con malos ojos a los cajeros solteros, calaveras, noctámbulos, buenos para la farra y la timba.   Y   aunque   yo   no   tenía   nada  de  eso,   igual me clasificaba en esa lista peligrosa. Se las daba de argentino, el Che, como le llamábamos. Nos contaba con orgullo que su padre le había lustrado los zapatos a Gardel. Y era, cómo no, fanático jugador de babifútbol. Se pasaba horas y horas escudriñando nuestro trabajo detrás de las cajas y tomando notas en detalle de cuánto demorábamos en recibir un depósito o en atender el pago de un cheque, en vez de salir a la calle a captar nuevos clientes. Que era para lo que le pagaban. Así fue, también, por qué terminó relegado en una  oficina secundaria de Santiago, sólo para que cumpliera con los dos o tres años que le faltaban para jubilar. Es decir, cuando los bancos se renovaron, modernizándose, y tuvieron una estrategia comercial más agresiva, no lo echaron de pura lástima. Yo fui uno de los pocos que lo fue a visitar, y me lo agradeció mucho.

    Bueno, fue que, al calor de unos mostos norteños, con malambos y chacareras incluidos, que estuvimos Lupe y yo frente al oficial del Registro Civil. Nos dieron una libreta color café-caca. Y para pasar la curadera que aun me duraba de la regada noche anterior, invité a mi flamante señora al jardín-zoológico de Salta. Nos tomamos varias fotos (de las cuales no conservo ninguna). A la entrada del bestiario, le dije al portero, que tenía qué cara de dormilón, como para despabilarlo un poco: “Vengo con ella”. Para no tener problemas a la salida. Gente muy querendona la de allá. Especialmente con los chilenitos. Lupe ni se sonrió. El guardia tampoco entendió el chiste irónico.

    Eran lindos paisajes desde el tren,   perdido   en   las altas serranías, sobre unos viaductos que llegaban a producir pavor, suspendidos como estaban en el aire. Y apenas podía yo respirar por el soroche o mal de altura. El convoy se esforzaba al máximo en su cremallera de rieles, jadeando por trepar la gran cordillera, dejando atrás desperdigados villorrios, aldeas, y el paño vegetal -de un verde casi irlandés- del valle de Salta, enorme, aun a la distancia. El tren iba cargado de matuteros; gente que vivía transportando mercadería de un lado a otro de la frontera, según conviniera en el cambio favorable de la moneda.

    A nuestro regreso a Antofagasta, ratificamos el enlace justo en la fecha de aniversario de Germinal, el 16 de mayo.

 

    Así fue como sucedió. Y atardeció y amaneció el día tercero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                               

                                                              18

 

      Dos días después de dar luz a Beatriz -pelotoncito de carne que dormitaba inocente en su cunita, en la clínica, moviendo los labios rojísimos, como un conejo, en el acto de succionar la leche- y mientras se arreglaba los cabellos, rastrillándolos con sus largos dedos y sentada en camisón sobre el borde de la cama, agotadísima aun por el parto, pero radiantemente feliz, Berenice del Carmen recibió la visita de su suegra doña Eulalia, acompañada de Artemio.  Ella llegaba a conocer a su nieta, y estaba expectante. El padre de la pequeña, muy por el contrario, no se veía para nada satisfecho pues había sido siempre de la idea de tener un solo hijo. Se saludaron de besos ambas mujeres, mientras Artemio se mantuvo, todo el  rato que duró la visita, distante y sin hablar palabra. Ya había tomado cuenta del difícil y decidido carácter de su mujer, y más que tratar de consensuar con ella, agradándola en lo que se pudiera, simplemente optó por evitar las discusiones, permitiendo que llevara las riendas de todo lo concerniente al hogar y a los hijos. Eulalia era una dama alta y distinguida de porte, de cabellos grisáceos que le ennoblecían el óvalo del rostro, disminuyendo la severidad de sus cejas más bien remarcadas. Tenía una mirada orgullosa –que no se debía sólo a esa ocasión- y que hacía perfecto juego con la suntuosidad de su vestido y con el leve tintineo de joyas de gran valor que, habitualmente, cargaba.  Apenas  se  inclinó  sobre el moisés, para ver más de cerca detalles de la bebé, comentando –era que no- el parecido físico con su hijo. ¡Es una Zuloaga! dijo. Y, después, enmudeció en la nebulosa de sus propios pensamientos, uniéndose a la silenciosa presencia del hombre, que daba vueltas y vueltas por la habitación, nervioso, como buscando y sin lograr encontrar la puerta de salida. La bebita se despertó bruscamente al contacto del hielo del collar de la abuela, que le rozó la cara como un impertinente insecto: entreabrió sus pequeños ojos como mirando a quienes la rodeaban, pero sin verlos; haciendo una mueca de desagrado, de incomodidad, que no alcanzó a llegar a llanto, y continuó durmiendo como si nada. Sólo como si hubiese sido un presagio o un mal sueño. ¿Qué soñarán los bebés recién nacidos? En el ambiente flotaban suaves olores a colonia y a talco, y una escasa luz se filtraba por los cristales del ventanal, donde Artemio tenía pegados sus bigotes, mirando hacia la calle, concentrado sobre un punto indefinible.

     En ese preciso instante, Berenice se dobló sobre el borde de la cama bajo un súbito ramalazo de dolor, como si una espada le hubiera atravesado el pecho bajo el camisón, donde una doble mancha aureolaba sus senos cargados de leche. Cayó de espaldas, sin poder contenerse, y no podía respirar. Le ardían pavorosamente los pulmones en cada esfuerzo por la ansiada bocanada de aire, como si miles de navajas le cortaran la carne por dentro. Todo fue tan rápido. Más rápido aun que el pavor que inundó el rostro de doña Eulalia y los torpes   movimientos   sin   sentido de Artemio, que sólo atinó, y después de largos, agónicos segundos, llamar a gritos a un doctor, a una enfermera, a quien pudiera escucharlo. Berenice intentaba extenderse sobre la cama, para estar más cómoda, pero sus piernas no le obedecían. Sentía estallar sus pulmones. Y estaba poniéndose cianótica, azulosa. El médico tardó en llegar lo que para ellos tres fue como una eternidad, pues el tiempo parecía desgranarse mientras avanzaba en cámara lenta, menos para el acuciante dolor de la enferma. Era como si hubiera dos relojes distintos y paralelos controlándolo todo. La bebita en cambio, dormía en absoluta inocencia de los hechos, abrigada bajo las sábanas y mantas con delicadas estampas de angelitos. Recién, como  una hora después, y tras la intensa lucha de los médicos por estabilizar a la madre, alguien se acordó de ella, y fue a vigilarla, puesto que todos habían emigrado rápidamente de allí.

     En un principio, el pronóstico fue catastrófico, fulminante: un infarto pulmonar severo. La paciente no respondía a las medicinas, a las inyecciones, y apenas lograba aliviarse su situación con el respirador artificial. Le pusieron sondas para drenarle el líquido acumulado en los pulmones y la entubaron para administrarle suero. Los signos vitales eran muy débiles en el monitor. El médico-jefe le dio algunas explicaciones en sordina a Artemio. Y éste movía la cabeza de lado a lado, desolado, como negándose a escuchar las palabras del especialista. Sólo quedaba rezar a Dios por la enferma. La medicina había hecho todo lo posible, y los resultados  estaban  siendo  muy  inciertos.    Se temió por lo peor. Artemio pasó horas enteras en el pasillo, angustiado, frente al pabellón de urgencias. Doña Eulalia optó por volver a  casa. Fue lo mejor: con su presencia ausente sólo lograba inquietar más a su hijo. Era como si le leyera el pensamiento a la madre. Ella, secretamente, nunca estuvo de acuerdo con el matrimonio de Artemio y Berenice, aunque bastante menos por la boda  que por la novia misma. Aun así, conservó el tino suficiente para dar aviso a los familiares de la mujer, apenas le fue posible hacerlo. Encarnación, al enterarse, se arrojó a los pies de la Virgen, llorando desconsolada, y ofreciéndole su propia vida a cambio de la de su hija. ¡Llévame a mí, pero sálvala a ella, por el amor hacia tu propio Hijo!, le suplicaba, arrastrándose por el piso. Dios, al parecer, estaba más inclinado a obrar un milagro que a aceptar tan generoso trueque, que, sin dudarlo, es el acto más sublime del ser humano, y  el que más nos acerca al sacrificio mismo de Cristo en la cruz, por toda la Humanidad. Es la caridad por excelencia que más nos asemeja a Dios, que debe conmoverlo hasta la última de sus fibras. El desprendimiento total y absoluto. Quien da la vida por otro, se tiene más que ganado el Cielo.

     Y con el correr de los días, en esta larga y expectante espera –que era como un silencio sólido y como un túnel de sombras también-, una mañana, de pronto, cuando la medicina ya no sabía, ya no tenía nada más qué hacer, y Berenice dependía sólo de los ruegos a Dios –así como del oxígeno de su respirador artificial y del suero-, abrió los ojos, por sólo unos instantes, y después de un largo, largo sueño sin orillas y, poco a poco, fue retornando definitivamente desde la oscuridad de la muerte. La enferma abría los ojos y luego volvía a caer en un sopor profundo. A Artemio le habían solicitado dejar un número telefónico de contacto por si pasaba lo peor. Y él mismo vivía entre la clínica y la oficina de trabajo, con unos horarios de galeote, y muerto de cansancio y de falta de sueño. Berenice, en los ratos en que lograba alzar los pesados párpados, vislumbraba apenas rasgos de la habitación esmaltada de blanco y de toda la parafernalia de tubos y aparatos que la mantenían atada por un hilo frágil a este mundo. Estaba cadavérica y lucía demacrada y más delgada que nunca. Uno de sus hermanos trajo un batallón de gentes, entre amistades y conscriptos de un regimiento (y a quienes debió pagarles y muy bien) para que donaran la preciada sangre que la paciente requería.

     Berenice aun no sabe –muchos años después, al recordar este episodio de su vida- si fue un sueño o una dulce premonición lo que sucedió. Ella despertó una noche, en uno de esos fugaces instantes de lucidez, y vio o presintió ver hincado al borde de su cama, rezando con las manos cruzadas sobre el cobertor, a su Carlitos, de escasos once años entonces, llorando a mares por la mamá mientras le suplicaba a Dios que se la devolviera sanita. Fue como un destello, como un hermoso sueño-realidad, a colores, que le ganó al fondo cenagoso de sus pesadillas de muerta, bañadas por las aguas del Leteo. Y luego las sombras volvieron a arrojarla de espaldas a la inmensidad.

 

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    Poco a poco, el dolor al respirar, y siempre con ayuda de la máquina que le bombeaba el oxígeno, fue aflojando. Nadie sabe si fueron los remedios, si el suero, si las transfusiones, si la terca voluntad de aferrarse a la vida o las cadenas de oraciones. En fin, si fue la medicina, la naturaleza o Dios quien la salvó. Cuando la dieron de alta y se abrieron las puertas de la clínica –dos meses más tarde-, ella salió en silla de ruedas, con un hermoso ramo de gladiolos sobre el pecho y con todo el personal (doctores, enfermeras, auxiliares, conductores) haciendo una doble calle, en medio de los aplausos y de buenos deseos de despedida. Lloró Berenice. Se emocionaron igualmente sus familiares presentes. Lloró la vida misma (así, con una ele demás). Demacrada por el doble esfuerzo del parto y de la batalla contra las tinieblas, la enferma le agradeció a cada uno de ellos, desde su silla de ruedas, por la feroz lucha que habían dado por su recuperación.

    Contablemente hablando, el saldo también había sido terrible. De varios ceros a la derecha de un cierto número entero. Cada inyección costó una pequeña fortuna. Berenice, en consecuencia, tuvo que trabajar gratis los dos años siguientes a su hospitalización, porque todo su sueldo de profesora iba a parar a la clínica, donde, aparte de sus propios gastos, agregaron los de Beatriz, que, sanita como estaba, continuó todo ese tiempo en otra habitación, al lado de   la   de   la   madre. Nadie supo hacerse cargo de ella.

    Estuvieron a punto de vender el terreno donde habían comenzado ya a levantar la casa definitiva, en donde viven hasta hoy. Sólo los salvó del descalabro total el préstamo generoso y desinteresado de una amiga de Berenice.

 

 

    Así fue como sucedió. Y atardeció y amaneció el día cuarto.

 

                                                          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                              

 

 

 

 

 

 

 

 

                                             

                                               19

 

 

    Nos amábamos una tarde en el living de tu casa. Una de las paredes no existía, y la casa se extendía hacia el bosque enorme, profundo, sombrío, con algunos claros donde los rayos del sol caían en ráfagas astilladas, en medio de una reverberación de hojas doradas y de ramajes ardiendo de calor. Tú, a horcajadas sobre mis caderas, con tus pechos bamboleándose rítmicamente, jadeabas de placer mientras te mordías el labio inferior. La leche te manchaba el torso de blancura, fluyendo luego hacia tus muslos; se apozaba sobre la alfombra y desde allí seguía deslizándose por el piso, escurriéndose entre los primeros troncos sobre la hierba; y rodaba, rodaba hasta llegar a alimentar, en un pobre hilillo -pero continuo de leche-, en un claro, a los pies de un enorme roble, un manantial dulce. Se acercaban a beber al manantial diversos animales: cervatillos de ojos tímidos, ardillas nerviosas de aleonado pelaje…, grandes rumiantes astados.

    En ese mismo instante, tu marido salió desde el estudio, sin vernos. Su placer de música se lo impedía. La casa entera tronaba de bemoles, y, si sus alas hubiesen sido más grandes, más etéreas, se hubiera echado a volar. Cuando nos miró, sin vernos, tu cuerpo le pareció una garza equilibrada sobre un espejo de agua. Y mi propio cuerpo, un tronco a la deriva. Abrió los ojos, complacido por tanta belleza, y suspiró levantando los brazos más altos que los hombros y estirándolos   a   todo   dar.   Caminó,  entonces,    delante de nosotros, indiferente a nuestra desnudez, haciendo crujir la hierba más allá de la alfombra. Nosotros cambiamos de posición, montándote yo a ti ahora, inclinada tú entre mis rodillas. Artemio vislumbró, con un dejo de asco y de vergüenza, cómo un potro cubría a una yegua, y desvió la mirada, volviendo a entrar al living, al estudio donde había abandonado a Vivaldi.

    Mientras aferraba tus caderas, empujándolas contra mi vientre al asirte por detrás, con los ojos entrecerrados por el placer, yo estudiaba tus reacciones. Tu primer impulso fue el de detenerme, saltar fuera de mí, cubrir tu desnudez. Pero llegaste a la misma conclusión mía: los sueños no son permeables entre sí, aunque el universo –como un todo- marcha hacia la entropía y la desintegración. El paisaje se irá con el sol. Los árboles se convertirán en ceniza y en humo; y las rocas, en arenas, en moléculas, en átomos, en nada. Los sueños ya lo saben; y no ignoran esa carrera contra el tiempo. Pero tiempo es lo que más le sobra al universo. ¿Para qué apurar entonces el exterminio?

    Esa tarde, Artemio seguramente miraba el paisaje con los ojos de un mago y no podía ver en la garza, ni en el potro y la yegua, algún signo de lo finito. Toda una multitud no lo habría logrado tampoco.

    Nosotros dos poblábamos otro espacio, otro tiempo. Éramos el resultado de una paradoja disparada desde el gozne inicial de lo que debió haber sido y no fue. El paisaje, los hechos y los seres involucrados en esta segunda realidad, apenas nos resultan tangenciales    a nosotros mismos, como latiendo detrás de un vidrio oscuro, en una dimensión X. Y en tus lóbulos cerebrales, en cierta forma y al mismo tiempo, eres mi mujer y la esposa de Artemio Zuloaga. La madre de mis hijos que tuviste con él. Bilocalizados, ubicuos como Dios. Y como tenemos doble vida, tendremos, ergo,  dos muertes también. Si mueres para mí primero, seguirás viviendo tu grisácea existencia de hoy con él. Cosa que no te deseo. Perdóname. Pero tu muerte fragmentaría inmediatamente esta lengua angosta de vivencias mías junto

a ti, y despertaría yo en Antofagasta, no de nuevo en brazos de Lupe (a quien abandoné el año 2002), sino, eso creo, ante Osvaldo Ventura –en una sala del viejo Liceo de Hombres de Antofagasta-, mostrándome de nuevo tus cartas. Apenado él porque has muerto y no alcanzó a contestarte la última. No puedes morirte, sería atroz.

    Vuelvo a penetrarte en el salón de tu casa, en el bosque de tu casa. El viento silba entre las hojas. Los arpegios de Vivaldi se cuelan por las hendijas de la puerta vecina. Pero ya no se trata de sexo loco ni de ansiedad. Es una forma de permanencia, de pertenencia, de comunión. De reconocernos fauno y ninfa, lejos de la voluntad de los hombres. Del orgasmo sólo como un sello de fábrica, apagado por un redoble de Vivaldi en las percusiones, en los trémolos. Mordemos el orgasmo como algo físico, sólido, como una hostia consagrada, entregada a ambos en custodia. La traspasas desde tu boca a mi lengua, y te la devuelvo mientras tú ríes. Ríes todas las alegrías contenidas y atormentadas. Hundo mis uñas en tus nalgas. Y el río de leche, que no ha cesado de escurrir hacia el claro, al pie del roble enorme, vaciándose en el manantial, se tiñe ahora de rojo con tan sólo algunas gotitas de tu sangre. Y te quejas, mi manzana de oro. Es el límite. No puedo ir más adentro de ti. Aunque me ayuda en creciente, Vivaldi. Tus ojos verdes se desmayan hacia atrás. Y así, penetrada, encaderada a mi cintura, te llevo en vilo hasta el manantial mismo, bajo el roble; y nos arrojamos al agua, mientras los animales dan coces sobre la hierba, aprobándolo.

    La otra parte de ti continúa en la casa. Saluda la llegada de los hijos. Lava la loza. Al rato, dispone la vajilla y el servicio para las onces. Sube, se da una ducha rápida antes de acostarse, en ayunas, sola, a releer la última carta que te envié desde Santiago.

    Artemio, en tanto, apaga el tocacintas. Sube a su vez las escalas, y al pasar en la oscuridad frente a tu dormitorio todavía lleva en sus ojos la extrañeza de lo que vio en el living. El sofá lo sintió vivo, procaz, desnudo. Sus almohadones le parecieron unos senos impuros. Y decide, en ese mismo momento, venderlo al día siguiente y comprar otro.  Tú ya estás durmiendo cuando él pasa hacia su propio dormitorio. Soñando el mismo sueño que yo: hacemos el amor en el living de tu casa. Una de las paredes convertida en bosque. Y tu marido, una habitación más allá de nuestro sexo, escuchando a Vivaldi.

 

 

 

 

 

 

 

 

                                            

 

 

 

 

 

 

 

 

                                              20

 

    Una tarde de octubre de 2001, rompía papeles entusiasmadamente, poniendo un poco de orden en mi estudio del tercer piso de la casa de Av. Angamos, en Antofagasta. El estudio era una enorme pieza de madera de treinta metros cuadrados que construí con mis propias manos sobre la segunda losa de concreto, en la ampliación de la casa, vendiendo el único automóvil que he poseído en mi vida, un Charade azul eléctrico, cuando éste ya me salía muy caro mantenerlo, y que fue parte intrínseca de mi existencia. Algo así como un hermanito menor mecánico, cómplice mudo de muchas aventuras, y que darían para otra novela. Cuando de pronto, entre la inutilidad de tantos papeles, entre legajos y legajos de poemas insulsos, de cuentos mal terminados y de recuerdos varios inconfesables, apareció, casi milagrosamente, una antigua carta de Berenice. Era el mensaje del demonio. Debí entonces haberlo sospechado, pero no. Somos débiles criaturas, prestándonos a su juego de altos malabares. Y aunque Einstein lo negó, yo sí creo que Dios juega a los dados. Y juega con el Maligno, nada menos.

     Cuando la recibí, debe haber tenido un olor a lavanda. Pues a ella le encantaba hacer lo mismo que en los tiempos decimonónicos de nuestros abuelos: bañar las misivas en algún perfume o esencia. Ahora, tres décadas después, sólo olía a tiempo y a naftalina; y conservaba una alevosa mancha a humedad, seguramente producto del aluvión de hace diez años, que mató a más de cien personas y fracturó la ciudad en varias partes. Eso ocurrió unos años antes de otra calamidad. Un terrible terremoto de 7.8 grados, que dejó otros tres muertos  y  echó  abajo  varios balcones  de la Gran Vía (el balconcito triste aquel, se salvó) y derrumbó las plumas analfabetas del puerto. Entonces, quedamos a la espera del tsunami que, hasta ahora, menos mal no se ha producido. Porque las desgracias de la ciudad, así como todas las del Norte Grande (como ocurrió con la desaparición de las oficinas salitreras), están todas ya programadas por el destino, y siguiendo un estricto protocolo. La carta era una sencilla, humilde hoja arrancada a un cuaderno de matemática y que conservaba todavía los dientes partidos, aserruchados en uno de sus bordes, cuando fue arrancada con premura y ansiedad. Su contenido era breve y amoroso, más que informativo. Y estaba escrito con una delicada letra en tinta verde. Y esta mínima carta no sólo sobrevivió al diluvio, sino también a Rosa y a Renato, y, luego, a Lupe y a mis otros dos hijos. Los niños se afanaban cuando más pequeños en rayarme los libros, especialmente los de poesía, y en donde los versos eran, precisamente, más profundos y hermosos, haciendo sus monitos -que eran unos verdaderos galimatías-, y sus pobres palotes de gallina ciega. La carta era todo un misterio. Me contaba en ella que estaba haciendo la práctica profesional, y sus líneas se interrumpían tras al comienzo con una letra extraña, ajena. La de una amiga, Ulda, que aprovechaba de saludarme mientras Berenice dictaba una charla sobre la tuberculosis. Al tomar en mis manos el papel, temblando él como una mariposa viva, pensé en dos cosas. Primero, en un oolito. Aquellas extrañas rocas de caliza del jurásico que, cuando el investigador las partía, por lo general, salía volando desde su interior un ave prehistórica, que se deshacía a los segundos, quemada por el oxígeno y reducida a cenizas. Y, en segundo lugar, y por casi idéntica razón, en el mínimo cuento de Augusto Monterroso, de sólo siete palabras: “Y cuando despertó, el dinosaurio continuaba allí”. Bueno, pasada la emoción inicial, y ya vuelto del todo en mí, corrí a sacarle una fotocopia al supermercado Korlaet –a cuarenta metros de la casa-, la anexé a una carta mía, que ya tenía lista y que era más generosa de páginas, y se la despaché por el medio más rápido. Pero la fotocopia iba encima de las otras hojas. Como un heraldo. Yo quería darle la sorpresa de sus propios y antiguos sentimientos hacia mí. Nunca pensé que provocaría un verdadero terremoto en ella. Debo haber tenido en esos momentos del hallazgo, las mismas emociones del explorador Livingstone cuando hizo su célebre descubrimiento en el corazón del África. Terminaba su misiva breve enviándome besos para mí y para Renato. Me alcanzaba a hablar de pequeñas complicaciones de salud, y que, por lo mismo, había reducido sólo a dos los cigarrillos diarios. Yo, en cambio, fumaba como carretonero de feria. En mi carta, le recordaba la postal que le envié desde Venecia (1997), en mi segundo viaje a Europa. Mamá había fallecido cinco años antes, en Suecia. Y yo estuve la misma semana de su partida con ella, acompañándola en Gotenburgo.

    Me pregunto ¿Es el amor una suerte de monstruo que alimenta nuestro ego, nuestro natural instinto de supervivencia personal y el de la conservación de la especie humana, y que se aprovecha de nosotros, sus víctimas? O, por el contrario ¿nosotros somos los monstruos de él, ángel puro encadenado al arbitrio humano? Preguntas sin respuesta, pero que en Venecia estuve más cerca que nunca por resolver. Entonces yo era agnóstico y estaba alejado de Dios. Sobre el Puente de los Suspiros, por donde pasaban los condenados a muerte, camino del cadalso o de la prisión de por vida. Veía con horror toda esa masa de turistas anodinos, hambrientos de sucesos pequeños, de torpes instantáneas de tiempo y paisaje: japoneses, alemanes, franceses, italianos; lo fotografiaban todo, quedando ellos mismos fuera de cámara y de razón, sin el menor espanto ante la historia verdadera. Sin atreverse a contemplar los invisibles dolores, la sangre invisible que corría   por los pasillos,    que todavía corre por los pasillos y baña, salpicándolos, los muros de los edificios. La vida nos urge a callar en la caricia y en el beso cómplices, mintiéndonos unos a otros, y, sobre todo, a nosotros mismos; disculpándonos en una cadena infinita de amor, donde cada uno se sabe eslabón de ella, y que nadie quiere o se atreve a romper. ¿Habrá una evolución en los sentimientos a lo largo del tiempo? ¿O todos los enamorados somos un clon de Romeo y Julieta, y estamos a las órdenes de un orden que ni siquiera sospechamos?

    Yo guardaba mis cartas con un celo de senescal. Y Lupe sólo sabía de Berenice que era una amiga más, una poeta que vivía en Osorno y que me escribía, de cuando en cuando, desde el otro lado del mundo. Y eso no era un detalle sencillo. La volvía a ella misma en alguien remoto. Inalcanzable. Como no nos preocupan mucho a los sudamericanos las ojivas nucleares, sólo porque no están a nuestro lado ni contamos en su trayectoria. Las tarjetas postales que nos enviábamos –cuando dejaron, por costumbre moderna, de meterse en un sobre-, eran completamente light, inocentes, por si caían en otras manos. Y jamás tuvimos que ponernos de acuerdo. Actuábamos naturalmente así.

    Le preguntaba yo a Berenice en esa  última carta por su primera muñeca. Y ella, por toda respuesta, se echaba a llorar. Yo le insistía. Era importante para mí saberlo. ¿Dónde está tu muñeca pepona? La volvía a remecer con mi pregunta. Los pechos de Berenice eran como ciruelas mínimas bajo el sostén desusado y grande de su madre. Su boca la tenía pintada con mermelada de guindas. Y al cuello, le colgaba un collar tan largo, tan adulto que, a pesar de sus incontables vueltas, caía sobre sus caderas planas. Vestía una camisola materna que le sobraba por todas partes. Y un sombrero que le cubría casi toda la cabeza y que casi le impedía ver. Y cuando lograba levantar un poco el ala del sombrero, abriendo sus grandes ojos verdes, dejando escapar sus trenzas de trigo, respirando, en fin, con alivio, el sol se marchaba violentamente y comenzaba a llover del lado del papel que ella leía, manteniéndose seco del lado de la carta que yo le estaba escribiendo. El agua era densa, oscura, casi plástica. Parecía una lluvia de utilería, de una comedia antigua de baile bajo la lluvia. Algo maligno. En castigo al atrevimiento de una pregunta de adulto a una niña sobre su muñeca pepona. Pero, cuando la carta terminaba por llegar, con todas las páginas enteras a sus manos, bajo los ojos de su cara asombrada, mágicamente ella había crecido de nuevo y el sol se amansaba en el cielo, recuperando el amarillo y la redondez habitual.   En   cambio   yo,   una vez depositada la carta en el buzón, y vuelto a casa, a mi escritorio, decrecía en tamaño, volviendo a ser el niño de antes, el que soñó, desde sus raíces, la tierna misiva. Cosas así de extrañas nos sucedían a Berenice y a mí, aunque el mundo no lo crea. Dignas de un cuento de Andersen.

 

 

                                             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                             

 

 

 

                                             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                 21

 

     Salgo a pedirle al fiado dos paquetes de cigarrillos y un cepillo dental a mi amigo don Marcelo Naoum, quien es dueño de un supermercado de barrio (El Hogar) en calle Lynch con Lastarria. Su negocio es mi segundo hogar. Recalo ahí casi todos los días, enfrascándonos con él y los otros parroquianos habituales en francas y carismáticas charlas, con las que me pongo al día en las novedades de la city. Es mi cable de contacto con el mundo real. Naoum es un buen amigo, un excelente hombre y un mejor cristiano. De aquellos que ayudan en el altar de la parroquia de la Virgen del Carmen, de calle Matta, y en las actividades sociales de la Iglesia. ¡Cómo ríe a carcajadas de mis recuerdos, decires y ocurrencias! Le cuento casi todas mis aventuras y desventuras que no son, modestamente hablando, pocas. Y, al rato, vuelvo a acordarme de Berenice -que vive cuatro cuadras y media hacia el río-, y que hace en el mismo negocio de don Marcelo sus compras. Hace cinco días que no nos veíamos, de cuando estuve en su casa el viernes último, y terminamos –como ocurre a veces- enfrascados en una áspera discusión de nuestros asuntos del pasado, y que ya no tienen vuelta atrás, a excepción del porvenir que le queremos dar. He descubierto, con sorpresa, que mi amorcito es un poquitín rencorosa. No olvida fácilmente. Insistiendo en la tesis de culparme no sólo de lo que ocurrió, sino también de lo que dejó de suceder.  ¿Habremos hablado de lo mismo setenta veces setenta? ¿Es justo desgastarnos así, quemando el relativamente poco tiempo que pueda quedarnos? ¡Ah, nosotros, justamente, que no sabemos si hay un mañana! Converso con sus hijos en casa las veces que voy a verla, muy amigablemente, y son bellas criaturas. Se ganaron con sólo ser como son, el derecho a existir. Y los quiero no sólo porque son hijos de quien son, sino porque me hubiese gustado ser su verdadero padre. De sólo pensar que el destino le hubiera negado su existencia, forzado por mi voluntad de hace cuatro décadas, me sentiría, en cuanto a ellos, como un asesino. Es mucho peor que el consentir un aborto. También pienso igual para el caso de los tres hijos míos, con Rosa y Lupe. Mi hija me ha dado un precioso nieto: Emanuel. Dios está con nosotros. Y sólo Dios podría haber cambiado este plan. Si lo quiso así, hay que aceptarlo, le digo a Berenice. Suframos. Hagamos del dolor nuestra purificación, y tenemos –de yapa- la oportunidad inmensa de acompañarnos y de seguir juntos. Y la de gozar de ellos: de los tuyos míos y de los míos tuyos. Dios es padre de todos nosotros, y nuestras madres biológicas no lo celan, ni le preguntan los porqué, con que sí a nosotros nos encanecen. Dios también es el hermano mayor que nos quiso dar a los dos esta lección de amor. Y siempre te lo he dicho Berenice: Fuiste maestra –ya jubilada- o profesora, mejor dicho, y a tus alumnos les exigías silencio, atención, oídos bien abiertos. Ahora, aprende tú misma a escuchar. Para Dios no somos más que sus eternos alumnos. Y Él no se cansa de corregirnos,   porque   estamos llenos de faltas y  de pecados.      Es Dios quien te saca al pizarrón, a ver cuánto has aprendido.

    Vuelvo al remanso de mi pieza de hombre solo, con la alegría de Naoum y con la amargura de tu actitud en las sombras. Y, de pronto, ocurre el milagro que esperaba. Suena el celular. Me llamas con tu voz ronca, adormecida. Me pides que vaya a tu casa, a verte. Que estás enferma, guardando cama. Antes de salir, debo almorzar el plato de arroz graneado que guardo en el refrigerador y que cocino para dos o tres días. Porque sólo cocino esas cosas rápidas, que no hagan perder mi tiempo. Y lo acompaño con un par de huevos cocidos o unas vienesas. Sé que no estoy alimentándome bien ni suficiente. Y media taza de café. Que es como mi postre diario. La tarde continúa nubosa. Un silbido anónimo rasga el aire de la calle. La ventana, junto al escritorio, queda a la altura de la casa vecina, y me acuerdo de mi tobogán en un cerro de Taltal, de hace cincuenta largos años.¡Uffff! Mi mente salta, rebotando de un paisaje al otro, cambiando bruscamente esta ciudad mediterránea por el puerto querido con olor a yodo y a salitre. Me siento atrapado en el Mar de los Sargazos, como Colón y sus marineros. Mi sangre viene de varias vertientes: de mis antepasados españoles, maragatos y asturianos después; de mi bisabuela Hellen Watter, de la “rubia Albión”; de mi abuelo eslavo Andrés, de Vis, en medio del Adriático. Tuve un horrible sueño tras la muerte de mi padre, relacionada con arenas, sangre, un mastín, un castillo, un viaje a través del mar y un crimen que presencié cuando niño, en una vida anterior.  Algún   día   tendré   que escribir un cuento de esta

pesadilla que me da vueltas en la cabeza. Bueno, llego a casa de Berenice, de nuevo en esta realidad. Le hago algunas compras necesarias. Está resfriada y tiene algo de fiebre. Tomamos onces y, luego, lavo la loza. Salgo también a barrer la entrada embaldosada de la casa –que ella llama terraza y yo porche-. Y me pregunto ¿por qué las mujeres no tendrán, como nosotros los hombres, pensamientos más profundos cuando pasan la escoba por el piso? Ellas parecen sólo cambiar de sitio el polvo, llevándolo de un lado a otro, donde éste se vuelve a acumular. Porque el polvo, los desperdicios finos están hechos para el desperdicio del pensar profundo. Nosotros, mientras limpiamos, arreglamos situaciones, recomponemos entuertos, hacemos negocios o creamos mundos nuevos. Esto, tan simple, me transporta a estados sublimes, a alturas intelectuales insospechadas, permitiéndome hacer retroceder el reloj biológico –el que marca el tiempo de mi degradación-, y rejuvenezco. Nadie, cuando recién me conoce, cree que tengo 62 años. No se convencen sino hasta mostrarles el carné. Y sospecho que si hiciera más a menudo estos sencillos quehaceres que ya dije, volvería, sin duda, a mi juventud de los años sesenta (los del calendario). Mis hijos sobrepasarían mi edad, alcanzando a la de mis propios nietos, como si fuera yo un sobrino de ellos. Los médicos (casi puse, por error de escritura, los medidos), los ingenieros, los abogados, los jueces, los oficinistas, los conductores, los comerciantes (con la sola excepción de mi amigo Naoum), tienen su propio reloj, el físico, y por el que   envejecen   de angustias,  de horario, de

familia, acelerando ellos mismos las manecillas fatales. Yo, en cambio, como soy un vago que piensa, un ocioso intelectual de media taza de café y con la dulce miel del ajedrez  a diario, y casi al margen de todos los demás entusiasmos (que no sean los mismos de Dios, crear y crear); yo, que no alcanzo a contagiarme de la salud de ellos, me mantengo fuera de mi propia desintegración. O, cuando menos, la logro retardar, como para que duden de la edad que tengo.

    Cuando salgo a caminar por las calles de Osorno, adonde volví a fines del 2004, y donde sigo varado, esperando por siempre a Berenice y a nuestra casa, nuestro hogar que no termina por construirse y donde viviremos, por fin juntos -la casa de dulce de Hansel y Gretel-, suelo caminar sin preocuparme de saludar a nadie, porque casi nadie me conoce. Tengo que analizar desde mediana distancia la marcha del transeúnte que se aproxima, porque el osornino tiene un caminar ancho y repentino. Uno solo de ellos necesita como de tres metros de acera para él. Y sus zancadas tienen un territorio propio, distinto al de uno que, en mi caso, es de la misma amplitud de mi cuerpo. Y repentino, porque cuando marcho detrás de él, sale disparado, y de improviso, hacia un costado, sin señalizar ni mirar por el espejo retrovisor. En cualquiera de los dos casos o nos daría un empellón o pasaría por encima de nuestras cabezas, si no nos hacemos a un lado. En la penúltima de las casas, de cuatro o cinco diferentes, en que he arrendado una pieza desde hace ocho años, he descubierto algo, por decir lo menos, curioso: que la única actividad intelectual del resto de los inquilinos consiste en el acto de encerrarse a cada rato en el baño, a leer el periódico o a hojear una revista cualquiera. El piso que lleva desde sus habitaciones hasta el inodoro está gastado de pasos. Son como huellas indelebles de conejos. ¿De dónde vendrá esta verdadera adoración por la pieza del baño? No he logrado descubrirlo. A veces pienso que debe haber un premio de algún concurso o raspe que yo no conozco, y me estoy perdiendo la gran oportunidad. O a lo mejor, ellos van acumulando puntaje para algún descuento en un supermercado, o algo por el estilo. El problema no es sólo la espera obligatoria, también el eterno golpear de puertas y  el chirrido de sus bisagras, de entrada y de salida, y que a eso de las tres de la mañana apenas deja dormir. “Otro conejo que va al W.C.”,me digo, al sentir el escándalo de pasos y de ruidos.

    ¡Tanta lluvia, tanta humedad! Aunque, igualmente, los lugareños viven quejándose del déficit de lluvias todos los años. A mí ya me salen escamas y presiento que mis pulmones están convirtiéndose en agallas, y en vez de cordero acabaré siendo un pez. O me brotarán pequeñas ramitas verdes alrededor de los codos y las rodillas, y que florecerán en la próxima primavera. Y como tú amas los árboles, por ese lado no habrá problemas. De hecho me llamas “roble”. Que es nuestra palabra secreta y no la debe saber nadie, nadie. Y de llegar a ser un pez, un habitante escamoso de los mares, mi elegido, sin dudar un momento, sería el pez-espada, para hacer lo que no se atreve  a hacer la justicia de los hombres. Y reparar algunas deudas de los magistrados. Aunque de eso, de combatir el mal y la delincuencia, dicen que se encargará en los próximos cuatro años El Capitán Futuro. Decía que me florecerán tal vez algunos apéndices, y que vendrán después las escuadrillas habituales de funcionarios municipales a podarme, a desmocharme, por el temor de que hagan cortocircuito con los tendidos aéreos de mis neuronas. Me desmocharán horriblemente –me temo- como lo hacen con los pobres cerezos de calle Bilbao.

    Lynch es la calle de mis preferencias peatonales. Por su colorido, su ajetreo, su desfile incesante de personajes, su excesivo y variopinto mercadeo, sus olores, sabores y calores humanos. Aunque abundan exorbitantemente las casas comerciales de repuestos automotrices, eso me tiene sin cuidado (y se debe al excesivo parque vehicular). Creo que los automovilistas salen en manadas coordinadas a las calles, a perseguir, a acosar a los transeúntes, comunicándose entre sí para ello por radio; echándoles encima sus cromos, sus parachoques e impidiéndoles cruzar la bocacalle en los pasos de peatón, donde uno se eterniza esperando. Gasten bencina, no más, tales por cuales. Aprovechen de que está barata. Pero, en el fondo, sufro ese karma del peatón, ese síndrome atroz del que no va al volante de la normalidad. El otro rubro que abunda en Lynch –y en la ciudad toda- son las peluquerías. ¡Qué manera de haber peluquerías! Dos, tres, cinco por cuadra.

    Esta    curiosa   ciudad   tiene   más   vías de salida que  de

entrada. Estalla de felicidad, como todas la urbes del país, cuando los turistas la vienen a visitar, llenando sus arcas de dinero. Aunque su mensaje es claro: “Ya me conociste, ahora ¡márchate!”. Igualmente, la adoro. Será que me he acostumbrado a ella. Ya no es un pololeo simple, a la distancia, sino un amorío con todas sus ventajas –que son las más- y desventajas. Lluvia, humedad, frío. Atreverme pocas veces a ir más allá del barrio. Alejarme del negocio de don Marcelo Naoum, con sus increíbles parroquianos. Tanto, que parecen caricaturas de ellos mismos. A veces, pienso que sólo están interpretando el rol que Dios les asignó a sus almas. Pero de una manera inconsciente, sin darse cuenta. Forman parte del barrio, igualmente, varios restaurantes, bazares, carnicerías, imprentas, fruterías y los infaltables “quitapenas” o bares. Pero el hito histórico lo constituye, en la misma cuadra de mi rancha, el Club Social, Cultural y Deportivo México, en la esquina de Amunátegui y Lynch, y donde se formaron boxeadores de la calidad de Martín Vargas. Es mi querido barrio. El que me da la paz, el copucheo cotidiano y la amistad necesarios para sobrevivir cada día.

    Cuando tuve que cambiarme hace un mes, porque la dueña legítima quería recuperar la casona de calle Brasil, lo primero que pensé –aparte de lo agotador que iba a ser el cambio mismo, porque tuve que hacer unos quince viajes acarreando el menudeo en bolsas-, fue quedar en el mismo sector, por razones de higiene mental. Menos mal que conseguí una pieza cálida, aunque un tanto estrecha, pero con gente cariñosa. Si hay un hotel y una lavandería llamados “Sueños”, no podría ser mal barrio. Tengo todos los negocios a mano. Y a no más de cuatro cuadras, los supermercados grandes, la Plazuela Yungay. Todo lo que se necesita. Hasta una sucursal bancaria. ¡Ah si yo hubiera nacido en esos países aburridos, de tan ordenados y asépticos que son, como Alemania o Japón, no tendría margen para soñar. Y aunque cuando vivía en calle Brasil –hace ya unos 3 años- entraron a robar unos ladrones, y se ensañaron sólo con mis cosas, llevándome los artículos electrónicos de preferencia, soy realmente feliz entre esta gente común y corriente. Cuando discutimos con Berenice en su casa, me basta devolverme a la soledad de mi pieza y darme un buen baño de silencio para quedar de nuevo cero kilómetros. Los ladrones de aquella ocasión no supieron robarme. Me dejaron los libros, mis escritos todos, la novela inacabada entonces, y aun inédita; los pensamientos, las fotografías, los mejores recuerdos. Sólo se llevaron mis falsos bastones ortopédicos, con los que, en verdad, tropezaba al caminar, porque no los necesito. Menos mal que la delincuencia en Chile es analfabeta. Y ojalá lo siga siendo hasta la eternidad.

   

    Así fue como sucedió. Y atardeció y amaneció el día quinto.

 

 

                                                                 

                                                        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                          22

 

     ¡Estoy completamente rodeado de muertos! Hay muertos que caminan de costado o de cabeza por el cielo, por las paredes  de mi pieza, venciendo la ley de la gravedad. Muertos también hay que brotan detrás de los retratos de mis antepasados, con sus ojos viscosos. A veces, mostrando sólo las falanges, los nudillos de sus huesos, haciéndome señas que no comprendo. Y hasta cuando entro al baño (cuando logro encontrar desocupada la pieza de baño, lo que ya es un milagro) y desenrosco la tapa del dentífrico y pongo horizontal el cepillo de dientes, con las cerdas chasconas que Uds. ya se imaginan…¿qué creen que brota del tubo?  ¡Muertos! Muertos convertidos en una lánguida pasta dental, amarillenta, nauseabunda. Vuelvo asqueado a mi pieza, de la calle Brasil, a vestirme. Los muertos hacen una doble fila en el pasillo y me saludan, cuadrándose militarmente. Otros juegan en cabriolas circenses sobre las barandas, sin temor a desnucarse. Corren, suben las escaleras como cabros chicos, y son unos tontorrones ya grandes. Los muertos me sonríen en las manijas de los muebles, cuando intento encontrar en la cómoda algún calcetín limpio y remendado, y estiran sus manos siniestras, acariciándome como un objeto preciado y único. Hay muertos en el fondo de la loza, de la vajilla, aunque recién la he lavado. Hasta en la taza con que desayuno mi café. Igual que en el termo lleno de agua hervida.   Entre   los   dientes   del   tenedor (más que nunca), cuando almuerzo mis tristes tallarines viudos o, a veces, con una salsa sanguinolenta; en el arroz pegajoso de almidón, en las yemas horrorosas de los huevos recién puestos por el poto de las gallinas. En el agua fresca que corre por el caño, al lavarme la cara. Muertos columpiándose en la ampolleta amarilla y solitaria (que es como mi pendón, mi bandera de lucha cuotidiana). Quieren entrar a mi boca. Lo sé. Quieren hablar con mi lengua.

     Los muertos se niegan a continuar viviendo en los cementerios. De eso se trata casi todo. Rebelándose a lo sombrío de sus tumbas de cemento. Ahora quieren ser parte de nuestras vidas diarias, leer junto a nosotros el diario de cada domingo, sacar el puzzle, formar un sindicato, pagar impuestos como cualquier cristiano, inscribirse en una Isapre, en Fonasa, hinchar por su equipo favorito en las tribunas de Pedreros (la inmensa mayoría es colocolina ¡era que no! Los de la “U” tienen cara de hambre, no de muertos.). También quieren votar en las próximas elecciones, por la Bachelet, para que la Concertación vuelva al Gobierno; tal vez quieran hasta escribir una novela de sus vidas miserables, abandonados por nosotros, los vivos.

    Y no tienen otro olor estos muertos que se me aparecen sino a vida fresca de cadáveres, a su corrupción que no es administrativa ni política. Ninguno de ellos ha trabajado en “ChileRecortes”, me aclaran. Parecen un ramo nuevo de rosas resecas recién organizándose en pistilos y pétalos y abejas. No es que me espante su compañía. Cualquier cosa es  mejor  a  la  soledad  de mi  pieza de hombre solo.  Como buen nortino que soy, que me precio de serlo, siempre he convivido con apariciones de toda clase (como cuando se me apareció Rosa al pie de una escalera, en Concepción; o Lupe, de noche, frente a mi automóvil, en una playa al sur de Antofagasta llamada “El Cementerio de las Vírgenes”, y donde yo estaba en compañía de cierta pelirroja). Lo que ocurre es que ahora no queda lugar, espacio, sitio, bandera, trabajo provechoso para los vivos, que ya vivimos hacinados; apenas dos días a la semana tengo para compartir contigo mis hambres de ti, Berenice, y aire apenas suficiente para aguantar la respiración, el resuello de los días largos que no te veo. ¡Ay, ay! ¡Qué hago! ¡Qué haremos todos! ¡Pronto, que alguien llame a la OEA, a las Naciones Unidas, a Obama, al presidente Chávez! Porque viene, lo sospecho, otra horda de muertos más antigua que los degollados del 73. Y una reciente que se amasa en Irak, en Israel, en el terremoto de Haití, en Palestina, en Afganistán, en México, y en tantas partes, donde hay locos dispuestos a matar y locos para dejarse morir, y tanta pena, tanta pena y exterminio. Y yo no soy el comisario de nadie. Nadie me ha nombrado de nada. ¿Acaso tengo cara de Spiderman, de Hulk o de El Hombre Invisible? ¿Y por qué vienen a hablar, a parlamentar conmigo todos los muertos de la tierra, y no me dejan en paz? Yo recién estoy estableciéndome aquí –como tú bien lo sabes-. He llegado sólo hace 8 años y me cuesta adaptarme a los vivos. Es tanta su presión, la presión que ejercen ahora mismo en mi escritorio (que es sólo una mesa  común,  toda  destartalada,  igual  que  mi  máquina de escribir de tercera mano), que tuve que agregar a la novela este nuevo capítulo, que no tenía presupuestado y que, pienso, sólo horrorizará al lector (especialmente, a los pequeños que lean este capítulo a eso de las diez de la noche, solos en su cama).

     Anoche se me apareció mi abuelo Rómulo. Lo reconocí de inmediato por la fotografía insepulta en el muro a un costado de la cabecera. Vino a retarme por haber contado la verdad sobre mi padre, varias veces, entre estas páginas, públicamente. Traté de ablandarlo, diciéndole que a lo mejor ni siquiera se publicaban. Fue en vano. Después me fui por el lado político. Son los tiempos nuevos, abuelo, le expliqué. No se abrirán jamás las anchas alamedas que nos prometieron si continuamos siendo piernijuntos e hipócritas. Si no nos atrevemos con la audacia y con el valor. Me tiró un chopazo, pero alcancé a agacharme. Caín clama por abrazarse con su hermano Abel, reiniciando mi prédica, ahora por el lado religioso (a ver, si le acertaba), delante de su madre Lilit, la réproba. Como los judíos también anhelan de verdad abrazarse con sus hermanos palestinos. Como los ortodoxos lo desean con los católicos de Roma. Y éstos con los anglicanos. Como todo victimario quiere limpiar su alma llorando junto al cadáver de su víctima, y que sus lágrimas lo resuciten. Y le recordé la fábula del rey que desfiló desnudo ante sus súbditos, engañado por un pérfido sastre y por su propia vanidad. Y cómo la inocencia de un niño los desnudó con la verdad a todos. Los mandatarios    nuestros   son   como    ese rey        –le enseñé, pedagógico, mientras él me miraba todavía con ira, sin convencerse-. No le hacen caso a la inocencia de quien les habla, que muy bien puede ser alguien como yo mismo, y que les pide ser más sabios, más equitativos y más justos. Sólo escuchan su propia voz repetida por los parlantes y la de la camarilla de sus aduladores. Y Rómulo Isaac logra comprenderme al fin. Me abraza emocionado. Yo le doy unas palmaditas en sus escápulas amarillas, mientras él me sonríe con sus dientes apolillados  y ya sin edad, cayéndole unas lágrimas desde sus cuencas vacías. Perdóname abuelo. La vida es esta cosa tan bruta que tú ves sin ojos. Vete tranquilo a seguir descansando. Saluda a la abuela en mi nombre, hazme el favor.

     Ustedes los muertos pertenecen al silencio que crece bajo la tierra, como una nueva esperanza, cuando ya no hay nada más. ¡Quédense allí! Les aseguro que están a salvo, al menos.

     Cuando vienen a verme, y vienen con los que no conozco aun y sus amistades y sus rebaños, no sé qué hacer, me falta tiempo para atenderlos a todos. Yo no soy Abraham, que se entendía con las muchedumbres. Soy un ser solitario, más parecido a Noé. Ignoran las dificultades domésticas que tengo con los menesteres más sencillos que se me imponen, como usar la Internet, como manejarme en el correo electrónico, o con el arqueo de mis bolsillos tan sólo a mediados de mes (porque acercándome al final, es más fácil: no tengo nada). Y el baño que continúa ocupado. Tengo las manos sucias de anteayer.  Y   así,   es un pecado que escriba esto. Alguien se ha exiliado en el baño y no da señales de vida, de que algún día saldrá, y poder yo lavarme las manos como Pilato. A lo mejor es Barrabás quien ha clausurado el baño. Y hay un Justo esperando mi decisión de Procurador. No me atrevo a traspasarle este caso a un juez de la República (ellos suelen fallar hasta en su noche de bodas). ¡Es terrible! Bajara Dios del cielo a ayudarme. ¡Écheme una manito, compadre! ¡Mándeme un par de arcángeles para ordenar este caos! Que venga, por lo menos, Juan Carlos a acallar al Chávez que estos muertos llevan en su garganta.

     Como si fuera poco, los muertos nos confunden de fecha y de territorio. El muerto que se me apareció ayer, en pleno sándwich, de noche, no sé si era un difunto del Régimen Militar, apaleado, baleado, degollado, quemado, sepultado, vuelto a sacar de la tierra y arrojado al mar del quizás desde un helicóptero, o un simple ciudadano que murió esperando a que pasara un bus alimentador del TranSantiago. ¡Y claro, murió de hambre! Es como cuando me besas, Berenice. Ignoro si eres tú o el fantasma de Juana de Arco, desmaterializándose en la estatua de piedra que vi hace diez años en la Catedral de Notre-Dame, en París. Y lo digo porque ella me miraba, entonces, con los mismos ojos verdes tuyos de cordera sacrificada.

     Estoy seguro de que hay un kamikaze posesionado del alma del ministro Cortázar. Cuando se baja del bus, frente a La Moneda, los guardias del Palacio no se le cuadran, le hacen una reverencia a la japonesa, seguida por un arigato. Lo veo ceñirse más tarde la bandera del sol naciente, a modo de cintillo en la frente, antes de lanzarse en picada libre contra los blindados de la prensa amarilla, haciéndose el harakiri.  Todo es culpa de ese piloto suicida que se apoderó de su alma y que quiere inmolarse de nuevo, igual que en 1945. Se aprovecha de la curiosidad morbosa de los periodistas. El muerto, en verdad, sólo quiere de él el micrófono que tiene en las manos. Ahora, en el candidato-empresario ignoramos aun cuál de los muertos está. Aunque yo sospecho que se trata del mismísimo Nicolás Maquiavelo, porque viste y se desenvuelve como un príncipe. Y que su jefe de campaña, y futuro ministro del gabinete, no es otro sino Tito Livio, sobre quien escribió unos discursos tan latosos, como muchos de los que escuchamos a diario en nuestro Honorable Congreso.

     Señores ufólogos, seamos francos. No estamos siendo invadidos por alienígenas. No simulen mirando hacia el cielo con fervor empírico. Nos invaden nuestros propios muertos. Ellos, apoderándose de nuestra amnesia enferma, quieren redescubrir América, volver a inventar la ampolleta y patentar de nuevo la penicilina. Porque estamos confundidos con tantas guerras y tantos muertos. Se nos enredan en la cabeza los de 1891 con los de la Guerra Civil Española. Los de la Secesión de Norteamérica con la de los Bóers. Los muertos de las Islas Malvinas con los asesinados en la Escuela Santa María de Iquique. Aunque es lo de menos: todos ellos cayeron con dignidad y con hombría. Nosotros tenemos la culpa por endiosarlos, subiéndolos a lo más alto de los pedestales, (a pesar de que  es  sabido de que todo lo que sube baja) ¿Por qué rendirle, por ejemplo, tanto tributo a Napoleón Bonaparte, tan célebre por sus rapiñas de arte que por sus batallas? Pero díganle eso a los franceses. Capaz  que nos declaren la guerra. Aprovecho la ocasión de mandarle un saludo a un  “gabacho” que conozco aquí en Osorno. Otros pretendieron hacer lo mismo con Stalin, y se arrepintieron a tiempo, menos mal. Pero no aprenden. Ya están preparando la canonización de Fidel Castro, juntando bronce y hierro para la fragua. Ya preparan los moldes de la inmolación, y Fidel –si es que muere- morirá en la cama, sin duda.

     Los muertos, como todo lo saben, vienen al asalto de la historia. Acuden a tomar sitio en su protagonismo. A torcer la historia, para que ella coincida alguna vez con la verdad. Hay muertos, eso sí, muy malvados, que usan en la solapa de sus trajes, en vez de las dos tibias cruzadas, una svástica. Y me conversan de sus cosas, mientras devoran a unos pobres niñitos famélicos en pijama. Nosotros llamamos a los muertos al estrado, al micrófono, a las conferencias de prensa, en donde ellos acuden encantadísimos –como candidatos en campaña- y lo hacemos con tantas estatuas erigidas, y con las monedas donde acuñamos su efigie y hasta en los monogramas de los billetes en circulación. Y qué decir de los nombres de las calles y condenadas, ergo, a ser cementerios. Y de cada misa que le celebramos, hasta por nada.  A Dios no le queda otra posibilidad que autorizar a los difuntos para asistir al templo, a visitar la Casa de Moneda, y a cuanta inauguración o cambio de nombre de calle se produzca en ese contexto.

     De noche, antes de acostarme, sacudo a no más dar el pijama, el cobertor, las frazadas, las sábanas y hasta el colchón. Reviso debajo de la cama. Pero no hay caso. Saltan, reaparecen después de cada sacudida, vuelven a abrazarse a mi cuerpo, a morderme el cuello, a pegarse a mi pellejo. Parecen trapecistas jugando en lo alto de la ampolleta, todavía amarilla y caliente, al apagarla. Me desordenan los libros –que ya tengo a maltraer con sucesivos cambios-, incendian mis poemas, vuelcan las imágenes sagradas en el pequeño altar de una repisa pegada a la pared oeste. Dan vuelta la pelela llena de mis orines nocturnos. Interrumpen el rezo necesario, mis agradecimientos a Dios Padre Todopoderoso. No sé. No respondo de mí, por hoy. Puede que este capítulo entero no haya sido escrito sino por ellos, en busca de protagonismo. Yo soy sólo un pobre jubilado. Les juro que no tengo un helicóptero. Ni siquiera un fundo en el Lago Ranco (aunque estuve una vez allí; y cuento con un amigo en la zona: Luis Parada). Jamás he hecho campaña alguna. Ni siquiera conozco por fuera el Estadio de Pedreros. Pocas cosas sé de Maquiavelo y de Tito Livio. Sólo soy un típico hombre de hoy. Apenas razono.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                            

                                              23

 

    ¡Ay ese tembloroso olor a plástico y a desodorante ambiental que flota en los aviones comerciales, detenidos sobre la losa y enganchados a una manga, cuando uno ingresa a ellos como al salón de ataúdes de una espléndida funeraria, y la aeromoza (jamás hay que llamarlas “azafatas”, porque eso las indigna, las discrimina) nos conduce a nuestro asiento con una cara como diciendo “aquí va a quedar Ud., acomódese”, tan sospechosa! Hay en el aire una sensación de encierro que se simula al máximo. El oxígeno entra por coladores y no hay nadie del otro lado de las ventanillas despidiéndonos, como en los buses interprovinciales. Y estas sensaciones se reflejan en el maquillaje perfecto de la muchacha de uniforme y sonrisa oficial que estira ahora sus uñas de diosa griega y roza el respaldo de nuestra butaca, reclinando el asiento. Y luego van entrando los demás deudos, porque es como una matanza colectiva lo que sucede, y pronto se van a acabar los cajones, y la misa va a ser una sola, difundida por los parlantes, y para todos. Nos instan a ceñirnos los cinturones. No vaya a ser cosa que la nave vuelque en las aguas del Leteo y quede el desparramo de cadáveres. El tiempo, en tanto, está corriendo en un reloj propio que los pasajeros, muertos de miedo, no vemos. Porque la nave tiene que ir y volver, y transportar a otras masas. No somos sólo nosotros, esa pequeña multitud al alcance de mis manos;   esos rostros que juraría he visto antes, pero no sé dónde.

    El que todo marche bien, auditivamente, puesto que en los oídos se reacomodan también el tacto, la visión, el olfato y el instinto de supervivencia, pasa, es cierto,  por las delicadezas culinarias que nos sirven de inmediato; por esos platillos bien equilibrados en proteínas, pero que evitan las hinchazones de tripas, a objeto, claro, de que el vuelo no se transforme en una posta de carreritas hasta el inodoro. Pero, antes, arranca desde la perfección como de senos griegos de las imponentes turbinas, traspasa las orejas ensordecidas, en off, de nosotros los difuntos pasajeros, y desciende por los signos de interrogación de nuestras ya satisfechas vísceras, mientras hojeamos el manual de instrucciones, evitando las palabras “escape”, “auxilio”, “emergencia”, como si fueran moscas nadando en nuestro postre. ¡Oh Dios mío, volamos! Nosotros, el fuselaje todo galvanizado de temores inciertos, las enormes alas enormes con sus estanques repletos de combustible (que no son más que dos bombas de tiempo, no detectadas por los rayos X del aeropuerto), las parpadeantes lucecitas de los alerones, las valijas llenas de ilusiones y de algunos regalos, la anónima carga de la bodega, los contenedores cargados de alimentos y café y agua, y el de los desechos orgánicos, pilotos, sobrecargos a bordo, todo, todo, volando como pájaros sin paracaídas, como pájaros sobre el río de los infiernos. ¡Todo lo que pesa más que el aire y la lógica!

    Y desde lo alto, sólo desde lo más alto del cielo, y desde donde no se puede  sino   mantenerse   uno sin caer,  una vez que sacamos el habla, el pensamiento y soltamos la respiración anudada, nos damos cuenta de lo que no le creíamos a los mapas: ¡Por la mierda, que es angosto Chile! El avión parece hacer un gran esfuerzo por no salirse de su “calle” aérea, para no pasarse al lado de Argentina, adonde porfían por llevarnos a cada instante los vientos raucos.

    Un largo rato todavía después, cuando me aseguré de que el aeroplano no se caería, y terminé por creer en la pericia del piloto, como si de un nuevo dios se tratase,  me puse a sacar mis cuentas en silencio personal, ya disgregado del gran silencio de los demás y recuperada mi personalidad individual, personalizándome de nuevo en el mar de rostros diferentes. Y cada uno de ellos hizo lo mismo que yo y con idéntica discreción. Las identidades volvieron a pegársenos en las billeteras. El orgulloso volvió a su orgullo, y el egoísta a su egoísmo. Berenice me esperaba en el hall del aeropuerto El  Tepual, en Puerto Montt, con un nudo en la garganta, semejante al trabalenguas que acabo de escribir en la línea anterior. En Santiago tuve que hacer un cambio de avión, y en ese descanso aproveché de llamar a mis parientes de la capital. Todo perfecto. Da gusto morirse así, perdón, volar así, bien planificado por nosotros mismos. Pero no, era el gran viaje. La aventura con mayúsculas y luz propia. El gran sol seguía allá afuera, sobre las nubes, y con el mar azul, intensamente azul a mi derecha. Le inventé a Lupe (y a mis hijos) la gran “chiva” del año: la Universidad de Los Lagos premiaba mi trayectoria de cuarenta años de escritor, pasajes y estadía incluidos. A cambio, sólo tenía que ofrecer unas charlas sobre literatura nortina en las aulas del plantel superior. Y como estaba en reparaciones la losa de Osorno (y ésta era la única verdad), debía aterrizar con mi avión en Valdivia o en Puerto Montt. Menos mal, porque Berenice tenía un miedo bárbaro de que alguien la reconociera al vernos juntos. Y yo me creía un agente secreto, obedeciendo las instrucciones de M., desde Londres. Y con licencia para matar. Cuando apenas alcanzó para una escaramuza menor, pero ya les cuento. Berenice era el nexo en aquellos homenajes a mi persona. Algo así como mi chaperona oficial, y puesto que ella se tituló en esa universidad. Y dada nuestra larga amistad. Lupe no se tragó, obviamente, el cuento. Pero todo lo que se requería era que pareciera creíble. El resto lo imponía con mi voluntad, y punto. Salvé la valla, aunque con las espaldas rasguñadas. Y aquí estoy, volando de nuevo. Berenice, eso sí, cometió el error, en una impaciente y nerviosa llamada telefónica, de hacerse pasar por una tal Marcela Schilling, académica de la Universidad de Los Lagos, inventado en un tris, ante el auricular. Y Lupe memorizó, con su poderosa e infalible computadora mental, el tono de la voz enronquecida por los años de clases y el tabaco. Algo gatilló en ella la sospecha. Los “anfitriones” eran demasiado amables y condescendientes conmigo. Podía elegir yo mismo la fecha del viaje y las condiciones. Yo me estaba comportando bien, desde que dejé de trabajar en el Banco, a comienzos de 1989, pero había acumulado muchos puntos malos anteriormente. ¡Qué ingenio tienen las mujeres para   tales   emergencias!      ¡La frialdad con que mienten e improvisan es infinita! Este solo recuerdo volvía a enhebrar mis temores al sonido de las turbinas, que no dejé de atender durante todo el vuelo, por si acaso, como si de mis oídos finos dependiera la seguridad de todo el avión. El precario equilibrio pasaba por las manos del comandante directamente a mis orejas y terminaba por concretarse en la delicadeza de mis tripas que hacían su digestión. Berenice había llamado un par de días antes de su nueva personificación académica-alemana. Y Lupe se dio cuenta de la similitud de sus voces. ¡Ah mujer! –le dije-, ¡todas las voces se parecen; son imaginaciones tuyas! Pero volábamos. La señora a mi lado levantaba, impávida aun, su tenedor, llevándose por pausas a su boca trocitos de algo blando, gelatinoso, que llegó a producirme arcadas, pero no tanto en el estómago o en el esófago como en la conciencia. Entonces, fue cuando la nave comenzó a temblar. Y en la pantalla, a comienzos del pasillo central,  aparecieron instrucciones de no levantarse, de volver a nuestros asientos y de abrocharse los cinturones. La voz neutra del capitán nos explicó que estábamos por aterrizar en Pudahuel. Extrañado, miré por la ventanilla, a mi derecha. ¡Íbamos a la altura de La Serena, recién! ¡No puede ser! Es porque el avión tiene que “descolgarse” de su calle más alta a otra, más baja, de aproximación. Y con la velocidad que vuelan –si no lo hiciera antes- pasaríamos de largo, hasta Talca cuando menos. ¿Cómo me recibirías, por la tarde, en unas 3 horas más? Me esforzaba en adivinar los detalles de tu vestido, tu pintura   en   los   ojos,   tu   carita   triste   semiolvidada,   el nerviosismo mariposeando en tus dedos largos y frágiles, el restallar de platino de tu sonrisa, la delicadeza rubí o esmeralda de los pendientes en tus orejitas, tu andar silencioso de corza. Me sentí Edipo ante los secretos de la Esfinge del Desierto. ¡Es el hombre! ¡El hombre! Y grité de verdad. Muchos pasajeros voltearon para verme. La azafata (perdón, la aeromoza) me tranquilizó con un vaso de agua, sin dejar de vigilarme hasta que aterrizamos en Merino Benítez. Menos mal que no me asociaron con un terrorista, sino con un  pasajero que deliraba. ¿Qué ocurriría? Rompías varios tabúes. Marido. Hijos. Colegas. Círculo familiar estrecho. Amistades. Sobre todo, te veías acorralada por tus creencias religiosas. Esclavizada por tu corazón de mujer irrenunciable.

 

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    Pasé de largo, empujando el carrito con mis maletas, delante de una flaca de pelo ondulado y corto, estática en su sitio, algo alejado de la muchedumbre, tapada con un sombrero alón de paja y gafas gruesas. Buscando anhelante la figura de Berenice, con su cabellera larga color trigo, agitada de emoción, pegada como una ventosa a los ventanales del hall, mirando ansiosa hacia la pista de aterrizaje. Y no la veía. Nadie parecido a la que buscaba yo. Ninguna con una sonrisa ancha de recibimiento. Me sentí morir.  Que  el  piso cedía  bajo mi peso, aumentado al doble por el carro y las valijas. Que mis pasos se volvían blandos, cenagosos. Estuve dudando por detrás, a cinco metros de una señora rubia, algo abultada de formas (¿?), frente a los ventanales, dándome las espaldas ¿Será ella? Me acerqué a las espaldas desconocidas con la cautela del cazador. Hubiera querido saltar desde la seguridad de las sombras sobre ella, ceñirla de golpe con un brazo, tapándole los ojos con la otra mano. Y estuve a punto de hacerlo. A punto, nada más. Porque en ese preciso momento volteó hacia mí, ¡y no era Berenice! Sentí el sudor que me corría por el espinazo. Y luego, la decepción, el fiasco total, la angustia y la desolación. Me sonrió la desconocida con una sonrisa que me pareció burlesca. Como adivinando mi confusión. Dejándome en los labios la frase pre-hecha: ¡Cómo estás, mi amor! ¡Por fin juntos! Giré, avergonzado, en redondo, más perdido que un náufrago en medio de un océano furioso de silencios. Descubrí que quedaba muy poca gente en la terminal. Y la flaca seguía allí mismo. Estática. La volví a mirar, sin ánimo. Me acerqué de a poco, más bien con la intención de preguntarle algo. Y recién, cuando estuve junto a ella, descubrí a Berenice, toda cambiada, bajo esas gafas oscuras. Estaba disfrazada como esas mujeres de la serie Los Duques de Hazard. Su saludo fue frío. Su beso, distante. Como si nos hubiéramos visto sólo ayer. Yo alegándole de porqué no me detuvo, porqué no me llamó al verme pasar. Quien venía volando, con la cabeza llena todavía de pájaros, era yo. Algo confundido. Y con lo que has cambiado, le dije. Pero no escuchaba razones.   Que   esperaba   otra cosa.   No verla vestida así. Como una espía aliada en medio de la campiña francesa ocupada por los nazis. Y ella diciéndome sobre mis argumentos que se habría marchado si finalmente no la reconocía debajo de esa estatua vestida desusadamente y muda. Y actuó más que como una compañera (o como una amiga íntima) como una ejecutiva de Banco que lo único que quiere es solucionar nuestros problemas, y pronto. Ya dentro del taxi, camino a la ciudad, insistió en que pidiese cuartos separados en el hotel. El taxista (que no era el cacarañado de otra época), nos daba miraditas sarcásticas por el espejo retrovisor. Seguramente iba pensando que éramos los amantes más pajarones que había conducido. La escena, a mí, me traía recuerdos de alguna película ¿de cuál de todas ellas? de Dean Martin y Jerry Lewis. Adivinen ustedes, quién me sentía yo. Pero mi Doris Day seguía insistiendo en lo mismo. Aquí me conoce todo el mundo, dijo. Hay que tomar precauciones. Y el taxista, dale con la sonrisita burlona. Me hubiera devuelto, de haber sido posible, en el mismo avión a Antofagasta.

    Alojamos en un discreto motel, en la parte norte, y no lejos de la caleta Angelmó. Una pieza con una litera y una cama de plaza y media, que ocupó Berenice. Por cierto, me golpeé la cabeza un par de veces contra el somier superior en los aprestos del desvestirse y de ponerse el pijama. Por lo menos, me sirvió para reírme de mí mismo. Cosa que necesitaba urgentemente, pues estaba sintiendo sólo lástima de lo que me sucedía. Estemos así, no más, sentenció ella, con voz suave  para  mis  dislates  mentales,   cuando la luna llena invadió todo el cuarto con otras urgencias. Conversamos de todo. Iluminados por la luna y por el sonido poderoso del mar. Y, al rato, más distendidos –y con la Esfinge ya ahogada por la rabia- me pasé de un salto a su cuja de hembra. Ella me tranquilizó a la mañana siguiente, mientras desayunábamos, con un decepcionante “No te preocupes; fue igualmente maravilloso”. Yo me disculpaba por todo, el viaje largo, el avión, las emociones, mis nervios.

    En Puerto Montt conocimos a un ciego que cantaba por monedas en la calle: “Con la paz de las montañas te amaré / con locura y equilibrio te amaré. / Con la rabia de mis años, / como me enseñaste a ser. / Con un grito en carne viva te amaré. / Te amaré, te amaré / como nunca se ha sabido…” Cayeron nuestras lágrimas. Y con la misma prisa de las lágrimas las monedas que le arrojamos, como recompensa, al bolso. En instantes, estábamos rodeados de una pequeña multitud, a la que llamamos sin quererlo, pero en beneficio del cantante ciego. Éste cantaba muy entonadito y emocionado sobre una pista de música grabada donde él tenía que afirmar su voz. Fue algo increíble. Un acierto del destino que lo puso allí, ante nuestros pasos, como un traje hecho a nuestra medida, y con la letra precisa. “En secreto y en silencio, te amaré. / Arriesgando en lo prohibido, te amaré. / En lo falso y en lo cierto, / con el corazón abierto, / te amaré,,,te amaré…” Rematando la canción con algo que nos hizo reír, para nuestra secreta complicidad. “…Aunque tengas manos frías, te amaré. / Con tu mala ortografía y tu no saber perder. / Con defectos y manías, te amaré”.

    Recordé que Berenice me decía en una de sus cartas: me encanta que me corrijas. Je, je. Ya no le encanta tanto. Pero me aclaró, de inmediato, que ante el pizarrón y sus alumnos tenía una ortografía perfecta. Que los errores sólo los cometía al escribirme sus cartas. Y al amarme a mí. Al no ser capaz de elegir bien entre los pequeños latifundios de su espíritu y yo. Sólo al momento de morir, en ese instante de inefable verdad, sabremos si hicimos bien o no.

    Y en la segunda noche todo resultó a la perfección, como en un diccionario. Me enteré de que el indiferente de su marido no la tocaba hace ocho años. Le quitó todo, hasta el sencillo afecto. Todo, menos el saludo y los regalos de ciertas fechas claves, desde que ella le lanzó por la cabeza la insípida muñeca del primer obsequio. Le doy las gracias a Dios por tu amor. Es un dios de amor. Entonces, no es una herejía agradecérselo. Él nos conoce a fondo y nos hemos amado en estado de gracia, de pureza original. Casi sin erotismo (de ser posible eso), sólo para reconocernos. Para que nuestras almas griten ¡presente! Nunca pretendimos dañar a los demás: a los hijos, a Lupe, a Artemio. A él menos que a nadie. Lo que perdió lo perdió porque él mismo lo quiso perder. Tú le fuiste absolutamente fiel, mientras estuvo a tu lado como marido y como compañero. Después, no sabemos qué le ocurrió. Si se enamoró de otra. Si tuvo amantes. Si se decepcionó de ti. Nunca quiso decírtelo, a pesar de que tú lo presionabas para que conversaran de esas cosas. Lo de Lupe es mucho más doloroso para mí y para los dos. Fue una mujer fiel, buena madre y muy trabajadora. Pero yo me enamoré de ti, y eso no tiene vuelta. Y me sinceré con ella, rebelándoselo. Lo conversamos como dos adultos   que    somos.     Y   todavía   tuvo   la      nobleza de

concederme dos meses de aliento para verte, para saber si de verdad era algo definitivo. Y si yo no volvía a ella, a Antofagasta, me consideraría un hombre muerto. Yo venía por quince días y pasaron muy rápidos. Y tuve que volver, ahora para quedarme definitivamente.

 

 

 

 

 

 

                                                             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                       24

 

    No puedo juzgar a este hombre que no sólo lleva más de veinte años acompañándote, que en un momento fue el escaso sol de tu existencia (porque sí hubo años pálidos y yo estaba desaparecido de tus páginas) y que te dio dos hermosos hijos (uno por cada matrimonio traicionero mío ¡qué coincidencia!) Pero se me ocurre que él debe ser como la estratosfera, situada por encima de todos los fenómenos variables que tienen que ver con nosotros ya dos. Lo delatan sus ademanes refinados, su gusto solitario y melómano (Nerón tocaba el arpa mientras Roma se incendiaba; algunos historiadores piensan que por su culpa), su vestir pulcro y la distancia –casi aséptica- que se toma de los demás. Aunque tú me aclaras ahora que hace cosas normales en casa, como entrar la leña para la cocina, cortar el pasto, y hasta cocinar. ¿No lo estarás endiosando un poco, en beneficio de tu buen criterio para haberlo elegido? Pero es el padre de tus hijos. Y, a la vez, es como un director de orquesta, con las manos hechas para el tono y la profundidad acústica de los instrumentos a su alrededor. Y, ahora, que se siente agotado, exige no sólo silencio y paz, sino también que los músicos no desafinen en su ausencia. No logra concebir que, independiente de él, del profesional que es, tú y tus hijos amen la música per se, ni menos acepta la música que cantan naturalmente las olas del mar lejano, las ramas de los árboles movidas  por  el  viento  amarillo  del  otoño o la de la noche desangrándose a la orilla de los senderos solitarios; ni menos, la de los pies del merodear de los poetas sonámbulos como yo. ¡No, no! Para él, la música es un asunto oficial, sagrado, de órdenes superiores, de palcos engalanados y elegantes, de programas impresos en letras doradas y en relieve gótico. Y para escucharla (perdón), para disfrutarla, se encierra solo en su estudio, como el niño que hojea, curioso, su primera revista pornográfica a escondidas de los padres. Es la música un acontecimiento demasiado solemne para compartirlo con los demás. Aunque un asunto netamente social. Y la sociedad es él. El resto es sólo una masa de ignorantes.

    Así, tampoco puede comprender tus desvaríos sentimentales. Debe estar asumiéndolos con pena, como una enfermedad, como una carga negativa que acarrean tus genes franceses y campesinos. Y exagera, sin duda, mis influencias sobre ti. ¿Recuerdas cuando tomó al vuelo la carta que yo te envié con un medallón de regalo dentro, y que compré para ti en Toledo? La arrojó sobre la mesa, con disgusto, diciendo no sé qué cosas sobre los poetas locos que escribían, como arte, sobre “las hojas que caen del árbol”. Antes, y con la yema de sus dedos, tanteó la joya, hecha con filigranas de oro y cincel paciente y pericia artesanal. Joya que, años después, se la llevaron con gran pena tuya y mía, nuestra, entre otras joyas no menos entrañables, los ladrones que desvalijaron tu casa.

    Este director de orquesta tiene también alma de cirujano.

    Cercenaría con su hábil escalpelo el cáncer mamario del amor    que    sigue    desarrollándose    en tu pecho    por mí,

amputando nuestra historia y nuestra verdad, que de verdad le incomoda a él más allá de la medicina y la cirugía…sólo para que no contaminemos la versión oficial suya. Eso lo convierte, y no sólo con ser tu marido, en alguien tres veces peligroso. ¡Cómo debe estar gritando su silencio de orgullos heridos! Y si algo le pasara –porque está enfermo del alma y del cuerpo-, te endosaría a ti toda la culpa. Se sabe una bomba de tiempo con reloj limitado. Sería muy capaz de dejar unas notas  acusadoras, anticipándose al final. Antes del in crescendo de la orquesta.

    Cuando me vio reaparecer en tu vida, en ese frenazo de su automóvil en la Plaza Aguirre Cerda, que casi lo saca de la calzada por el derrape, puso todo el batallón de sus cilios en alerta roja y de inmediato tensó las cuerdas flojas de los violines. No podía permitirse el desagrado público de que la primera voz desafinara en medio del concierto. Aun de espaldas a los espectadores, se imagina fácilmente los murmullos, los comentarios malévolos, las risitas sarcásticas, las ácidas críticas de los especialistas, de los Passalacquas.

    Me dices que es creyente, aunque no un individuo de misas y ceremoniales. Pero veo que su moral está afianzada, que es más sólida que la de los que presumen de beatos, sin serlo. No le importó casarse sin amor contigo, ni enterarse que tampoco tú lo querías. Porque el juramento de amor, arrendado a Dios frente al altar, le entregaba la indestructible tranquilidad de una suerte de boleta de garantía. Y sabes Berenice que, como ex bancario, sé de qué te   estoy   hablando.    Dios –debe   haberlo pensado él- es el

mejor Banco, y no puede escamotear nuestros ahorros. Luego, una vez establecido el pacto, bien pudo darse el gustito de ignorar las aburridas páginas del manual de instrucciones, así como de la infaltable letra chica de todo contrato. Acomodándolo todo a su gusto tan especial. Entregándole más tiempo y dedicación a la crianza de sus animales que a la de sus hijos. Y, quizás pensando en ello, quería tener uno solo. Y se concentró en la construcción del hogar físico, en desmedro del hogar espiritual. Y de la casa del campo que poseen. Si hubieras sido feliz –como me lo aseguraste en una de tus cartas- no habría habido muchas otras, ni habría volado yo a Puerto Montt. Y entonces volviste los ojos hacia mí. No sólo me querías. Nunca me dejaste de querer. Y no tenías tampoco a nadie más a quien contárselo.

    Volviendo a ese hombre, y haciendo abstracción de todo lo anterior, resulta en verdad muy difícil de clasificarlo, como me ocurría con ciertas estampillas cuando era niño. ¿De qué diablos de país eran? Nunca lo supe. Si de Birmania. Sumatra. Java. O de Corea del Norte. Daba lo mismo. Además, eran feas y pequeñas; casi no eran mías por esa rareza de no conocerlas, de no acabar de apoderarme de sus secretos. Es la misma sensación de ahora. ¿Será un infiltrado? ¿Un agente de la Cía? ¿Una especie de profeta mudo que aun no devela su mensaje superior? ¿Un viajero del futuro? Se me ocurre que, si finalmente terminara por aceptar tu huida, acompañada por tus hijos, y si se vinieran todos juntos a vivir   a mi lado,   su cuerpo   se iría secando paulatinamente hasta volverse de piedra, como el Milodón. Y tú, y los tuyos ya míos, tendrían que emprender cada año verdaderas romerías hasta la cueva donde habita, y sólo por lástima cristiana, no por curiosidad científica o turística. Porque –concuerdo con el Cholo Vallejo- habría muerto en cuanto a órgano y no en cuanto a función. Y en nuestro propio hogar, a la hora de la cena y del almuerzo, habría siempre una quinta silla vacía, en su recuerdo, sin ocupar. Y el fantasma del Milodón terminaría por hacernos pelear, por desequilibrar nuestro matrimonio y separarnos. Todo esto me suena al laberinto de Creta, al Minotauro y a Ariadna. No sé si me estaré volviendo egoísta o qué. ¿Nos quedarán diez, quince años de vida? Sólo quiero que estemos juntos y en paz. Sin recordar a Vivaldi en la cueva del Milodón, ni al director de orquesta a cada rato. Le diría, si me dejara hacerlo: “Es mejor ser un buen perdedor que un mal ganador. No te tientes con lo que estás pensando”.

    Cirujano nuestro, director de una orquesta de inválidos sonidos,,,no te quedes callado. Dinos algo, hombre, por Dios. Muévete en alguna dirección. Que si todo huracán es ya  suficientemente peligroso, alivia cuando se pone en marcha, porque pensamos que se debilitará. Porque eres más imprevisible cuando enmudeces, cuando creo escuchar una cola de crótalo en la aridez de tu silencio. Has de saber que las soledades serán repobladas a pesar de ti, y no gracias a ti, por un viejo mandato bíblico. Así, deja caer en tierra la quijada de burro que has tomado con tus manos. No te tientes. Conversemos, mejor. Te lo propongo, llamando a tu conciencia como a todo hombre de buena voluntad.

    Deja de mirarme con la mirada que odia.

    ¡ Ah! ¡Y me encanta Carmina Burana!

 

 

                                                            

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                             25

 

                                                           En Víctor Lamas encontré                                                                               un                           edificio                                                                                 muerto

                                       Habían cercenado sus escaleras y abandonado sus salones,

                                                          que quedaron sedientos de sueños,                                                            

                                                                              mutilados de sombras;

                                                                             abierto su cielo hacia el gran cielo,

                                                                            rotas para siempre sus balaustradas,

                                                                                             aniquilados sus rincones.

 

 

 

 

 

  •     ¡Qué anda haciendo este gato suelto por aquí!
  • José Bobadilla, contador-auditor y primo de Lupe, sacudiéndome con sus abrazos y casi reventándome los tímpanos con el vozarrón de bienvenida. Me costó dar con su casa, en Nueva Imperial. Andaba yo por territorio mapuche, subiendo lentamente por el mapa, en enero de 2002, de regreso a Antofagasta. Había querido pasar antes por Angol, a visitar a un viejo amigo y compañero de universidad, José Luis Montero Bernal. Pero me enteré por teléfono, en un llamado a su casa, que estaba de director de un colegio en San Fernando. Pensaba a cada rato en Berenice, y en la quincena que pasamos juntos. Y, por lo tanto, mi ánimo andaba de derrotas. No sabía cuándo la iba a ver de nuevo. Y ella había propuesto unos desatinados encuentros anuales y casuales, por ejemplo, en Santiago o en otra ciudad equidistante. No me bastaba. ¡Estás loca!, me rebelé, casi gritándole. ¿Acaso sólo quería vengarse de su marido?   ¿Llamar su atención con un desliz   amoroso de fin de semana? ¿Eso era y nada más? Y todavía tendría que soportar la carga, el asedio de Lupe, que se adelantaba de alguna forma en el rostro burlón e inquisitivo de su primo, cuando le conté las razones de mi viaje al Sur. Era inusual, absolutamente, que yo pasara del Mapocho hacia abajo. En realidad, no lo hacía desde 1967. José se sonrió pícaramente, con un largo ¡hmmmmm!, que lo dijo todo. Como diciéndome: “no te la creo, pero,,,,¡bueno ya!” Tanto me jorobó, que tuve que mostrarle las imágenes de mi cámara de video, donde había inmortalizado todos los paisajes,,,y donde aparecía varias veces el rostro de Berenice. En la vieja nueva estación de trenes, reprisando la llegada mía de otro tiempo. Y Berenice recitando, largos minutos, un poema en “El Ipanema”, un restaurante central en Osorno, ya desaparecido. Nada que se pareciera, por lo demás, a un claustro universitario ni mucho menos a un homenaje hacia mi persona, ni dictando yo charlas literarias de nada a nadie. Todo caía por su propio peso. Pero, a pesar de eso, el Chino simuló y me siguió la corriente en todo lo que le contaba. ¡Qué me iba a creer! Fue sólo un anticipo de lo mismo que ocurriría en mi hogar. Pero me atendió como a un rey. Había estado con su mujer el año anterior en nuestra casa, en una visita relámpago que apenas recuerdo. Su señora andaba de viajes y había chipe libre. Nos deshicimos jugando pool    en  una  de  las  dos  mesas  de  paño  impecable de su  salón. Comimos como pachá. Pelamos a todo el mundo. Y me dio un dormitorio grande, con una cama enorme y cómoda, donde dormí como un lirón. Para el día siguiente,   planificó una salida en auto –él mismo no podría ir, por su trabajo, pero me acompañarían su hijo, Pepo, un sobrino y un amigo de ellos-, por Carahue, Puerto Saavedra y el Budi  -que es el único lago salado de Chile y Sudamérica-, es decir, por los mismos paisajes y localidades donde Neruda se inspiró para su famoso libro “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Era un tour necesario y casi un lujo. El mejor regalo que el Chino podía haberme hecho. Y del cual le estaré eternamente agradecido, era que no. En las cercanías de Puerto Saavedra, me informé después, se filmaron las escenas exteriores de la película chilena “La Frontera”. Yo, más preocupado de Berenice, sudaba tinta negra. El paisaje rebotaba en mis ojos, negándose a penetrar en mis sentidos. Anduve como zombi por esos parajes, con la cabeza llena de otras cosas, “pensando, enredando sombras en la profunda soledad”. Apenas disfruté de la ciudad de las terrazas y de las viejas locomotoras de colección, aparcadas en una avenida. Pepo, una vez a orillas del río y junto puente ferroviario, me explicaba de los cambios tectónicos que sufrió el terreno con el terremoto de mayo del 60, al contarle yo de la muerte del papá de Berenice al atardecer de ese mismo día. Hablábamos como en un juego de pimpón. A continuación, Puerto Saavedra me pareció un lugarejo insípido. Una modesta   caleta   de    pescadores, como muchas otras.   Nada especial.  Salvo  por  esa  parte  agreste donde se filmó la película, que hace recordar, vagamente, un set natural del lejano oeste. Lo que sí embrujó mis ánimos y me hizo olvidarme, al menos momentáneamente, de mis dolores y vacíos, fue el lago Budi, con su manto de niebla, como el delicado velo de una novia fugaz. Allí sí recordé al Neruda de los poemas de amor. “Campanario de brumas, qué lejos, allá arriba! / Ahogando lamentos, moliendo esperanzas sombrías, / molinero taciturno, / se te viene de bruces la noche, lejos de la ciudad. / Tu presencia es ajena, extraña a mí como una cosa. / Pienso, camino largamente, mi vida antes de ti. / Mi vida antes de nadie, mi áspera vida. / El grito frente al mar, entre las piedras, / corriendo libre, loco, en el vaho del mar…” Nos regocijamos los cuatro lanzando guijarros planos sobre las aguas tranquilas del lago, haciéndolas rebotar en su espejo húmedo una y otra vez. “Patitos”, le llamábamos cuando niños. Un bote de lentos remos emergió, de pronto, desde la nada, irreal. Una instantánea surrealista. Pepo nos ganó, lejos, en el juego de los guijarros. Había una barca volcada un poco más allá, sobre las arenas, como el inmenso vientre de una ballena muerta o dormida profundamente. Y, al fondo de todo, nos saludaba la música congelada de una montaña velada de nubes en su cumbre. El sonido del mar rugiendo como un tigre en la espesura circundante, a nuestras espaldas.

    Fue el aliento necesario para poder continuar el viaje al Norte. Aunque, una vez en Santiago, fuimos con Alicia, mi comadre, a conocer La Chascona,   la casa de Neruda   al pie del cerro San Cristóbal. Y ella y su marido organizaron en el departamento una convivencia de poetas en homenaje a mí. Una velada inolvidable, en la que participaron también los tres gatos de Alicia: Champi,  Heddy  y la Kitty.

 

 

 

 

 

 

                                              

 

 

 

 

 

 

 

 

                                            

                                               26

 

                                                              Viejos muertos, queridos muertos,

                                                         ordenados como presentándole armas al silencio.

                                                                              ¿Ordenados para qué?

                                                                            Cuando ya todo es inútil.

                                                A veces, hasta el olvido se ha derrumbado.

 

 

     Pensamientos paridos en un obús, en una mañana ferrosa, para que, contraviniendo las leyes de la física, florezcan en imágenes antes de caer a tierra. De repente, me acordé de mis compañeros de oficina, de mi antiguo trabajo en el Banco. ¿Qué será de los “cabros”? Sólo he tenido, y a la distancia, un contacto irregular con uno de ellos, Juan Torres, vía correo electrónico. Ya dejamos de escribirnos. Sé que algunos murieron de cuerpo presente y otros en el tedio de sus días anodinos, insípidos, incoloros, como les ocurre a muchos. Algunos habrán conseguido otro trabajo, diferente, para lograr rellenar las tardes largas e insomnes del Norte.

     Antofagasta, que progresa cada día, indudablemente, y me alegro por ella, me suena tan lejana como el gong mínimo de un alfiler al caer sobre la nieve. Es una sensación extraña, inenarrable, como si me llegaran sus ondas esenciales desde la lejanía de otro planeta. A veces pienso que uno de los dos necesariamente debe estar ya muerto. De allí la incomunicación. Y no creo que sea la ciudad. O, tal vez, sólo estoy volviéndome más viejo; es decir, nostálgico. Esta sensación tiene algo que ver con la curvatura de la tierra. Y no es que ya nadie piense ni se acuerde de uno, sino que el otro está oculto en esta recta de la distancia, que no es tal sino una perfecta parábola. Mi hija tose allá, y su tosido me llega interpretado como a las dos semanas.

     Pero además tiene que ver con los recovecos de mi alma, que también ha mutado en estos ocho años osorninos. Es como si los pájaros volaran hacia atrás. Como si el silencio fuera la agonía natural del último muerto, del vigilante que se quedó a barrer los estropicios del planeta dejados por toda la humanidad. Es como si las banderas de lucha se hubieran contagiado con la lepra, y en vez del rojo fornido y del azul relampagueante, por no hablar del blanco, fueran simples trapos sucios que envolvieran sus llagas. Como si todo lo demás se hubiera desintegrado y no existieran más que Osorno y Antofagasta, unidos por un puente invisible e intransitable. Al menos para mí. Los ojos de este vigilante (que parezco ser yo mismo) se agotaron de dolor y ascendieron una mañana como dos paracaídas solos, ingrávidos, enormes, hasta el fondo enmudecido del universo. Mis palabras, Berenice, ni siquiera alcanzaron quizás a hacer las preguntas esenciales. Antes, fueron avasalladas por tus fuegos. Y las fronteras de todas mis dudas, derrotadas por tus pechos y tus caderas. No supe, por ejemplo, si el calor te venía de tu carne magra o desde tu alma cándida de mujer buena. Con quién me amabas, cuando me amabas. Porque tengo el pálpito filosófico, ontológico, que sólo Cristo nos amó sólo por Él mismo. Nosotros, los humanos, por lo general, amamos con otros o por otros. Si fue con tu frágil cuerpo –a veces de corza; a veces de mariposa- o con el designio de algún dios. Porque tu silencio, hijo del Gran Silencio (en el que terminan siempre nuestras disputas), marcó   el límite donde comienza este otro mundo. En el mundo anterior, los habitantes como yo sosteníamos la redondez de la realidad, cabeza abajo y con sólo la fuerza tenaz, porfiada de nuestros pies anclados. Hasta que los frutos comenzaron a dar nacimiento a los árboles, y los pájaros a volar hacia atrás, alejándose del nido. Te veía pasar llena de tus afanes y cargada de flechas por la espesa gelatina en que devino cada mañana, acompañada –sin quererlo- de un enjambre de abejas asesinas, tal vez destinadas a fecundar la soledad de los recintos. Pero como yo te amo, no dije ni menos hice nada. El cielo ya estaba repleto de paracaídas. El cielo estaba deshabitado de estrellas. Más abajo aun, era la dolorosa agonía de las matemáticas. Los números caen muertos por miles, por millones, como moscas, desde los cálculos y los balances y desde los libros de enseñanza. Se desprenden incluso de la memoria de los hombres, quienes sienten un viento de golpe, un vacío en sus cabezas. Y si no se aferraran a la tierra, también se elevarían hacia el infinito como los paracaídas. El mar, los barcos, los pizarrones de las escuelas, las níveas estatuas de los parques que ocultan con pudor sus várices azulosas (por estar toda la vida de pie), todo se despedaza en el caos de esta nueva geometría sin leyes. Sólo tus senos –como dos flechas puras- conservan sus puntas de acero. Sólo tus ojos tienen un amanecer seguro. Y por encima de los cementerios, retornan, volando alegres a tu casa, las abejas asesinas.

                          

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    En los albores de la Edad Media (y no me refiero a la nuestra Berenice, sino a la de la humanidad toda), la banca ocupaba una importante función social y financiera. Los “cambistas de monedas” se instalaban con una banca a la entrada de los pueblos, los días de feria, cuando intercambiaban las comunidades de aldeas diferentes animales en pie, mercaderías, semillas, frutos y productos diversos. Al principio, bastó el simple trueque. Una oveja –por ejemplo- por dos o tres sacos de trigo. Pero al no poder ponerse de acuerdo, ya sea por el carácter de los aldeanos, las diferencias de las lenguas que ellos hablaban o, simplemente, por los rigores climáticos que “elevaban” el “precio” del trigo o impedían la abundancia de ovejas, se hizo necesario darle un simbolismo al valor de cada cosa. Y tenía que ser un simbolismo duro, durable o perdurable, y que satisficiera y diera confianza a todos. Algo sólido y fácilmente transportable. Y así nació la idea de acuñar monedas. Esos cambistas tenían entonces en su banca (el mueble, literal)  monedas de todas las comunidades de la región y servían también de notarios o de ministros de fe de que tales monedas eran verdaderas y legítimas. Y cobraban por todo ello una “comisión”. Con el tiempo, y por lo peligroso de los caminos, llenos de asaltantes, hubo que ingeniárselas con un sistema que evitara que tales dineros cayeran en otras manos y así perderlo todo. Y se crearon, entonces,    cajas    fuertes   (por lo general,    en los castillos

fortificados o en los templos) y se entregaron al “portador” un valor “nominal” que aseguraba el poseer esa fortuna en resguardo. Los compradores ya no tenían que acarrear las monedas a los mercados. Y si esos papeles nominales eran robados, podría darse aviso a tiempo y quedaban así nulos. El nombre de “Banco” nace de estas bancas, así como la palabra “quiebra”; que era lo que hacía el cambista al arruinarse: tomaba un hacha y partía en dos la banca de su trabajo. Bueno, y después se diversificaron estas labores y los cambistas empezaron a prestar dinero, a hipotecar casas, a recibir depósitos dando a cambio cierto interés, etc. Y como movían grandes sumas de dinero, levantaron tiendas especiales, con una caja fuerte –que por lo general, se ubicaba en la parte más recóndita del “banco”, para hacerla menos accesible a los asaltantes- y todo el mobiliario para que los empleados trabajaran en un ambiente cómodo.

     No puedo ser injusto. Fueron 22 años. Si bien fueron muchos, llenos de ingratitudes, de sinsabores, también me dieron la tranquilidad económica que necesitaba yo y mi familia. Y aunque el sueldo no era gran cosa, me di algunos gustos (como los viajes) y tuvimos varias comodidades en casa, gracias en parte al sueldito de cada mes. “Poquita plata, pero segura”, como decía Enrique Maluenda, el animador de “El festival de la una”. Se educaron nuestros hijos, compré un vehículo, publiqué algunos libros de poesía y  compré más de trescientos de otros autores, muchas revistas y diarios esenciales, entre otras cosas. Pero también estuvo la parte intangible, espiritual, la parte más humana. Los amigos que hicimos, o que dejamos de tener dentro de la “pista” o del ruedo diario del trabajo. Las anécdotas sabrosas. Los incidentes. Los partidos de babifútbol. Y un largo, largo etcétera.

     Pero la vida misma es así: de dulce y de agraz. Uno se pasa la mitad de la vida haciendo cosas y la otra, tratando de explicarse a uno mismo –o a los demás- para qué diablos sirven, para qué o por qué las hizo. Y algo de esa sensación me dejaron los veintidós años de banco.

     Yo era un empleado del montón. Creo que hice un trabajo honesto y justo. Fui el poeta, el maestro ajedrecista, el arquero del equipo A de babifútbol (salimos tres años consecutivos campeones del Torneo Interbancario) y el hombre de todas las consultas gramaticales (por mi formación humanista; siendo el único de los empleados que venía de un liceo y no del Instituto Comercial) y el de los discursos. No poca cosa. Pero no siempre se acordaban los demás de mis créditos. Qué importa. Eran todos buenos muchachos (como decíamos). Hasta me gané el primer premio en un concurso interno a nivel nacional, aunque se extravió y nunca tuve en mis manos el diploma, pese a que fui a la Federación de Sindicatos del Banco a reclamarlo. Sólo conservaba (ahora también lo perdí, como el resto de mis cosas) el diccionario enciclopédico, que era la otra parte del premio y la menos importante para mí. El día que llegó la valija interna, temblaba de emoción. La noticia salió en la revista “Trabajito”, nuestro órgano oficial. Donde también salió publicada una crónica  con motivo de la publicación de mi primer libro de poemas, con las respectivas felicitaciones. Obviamente, también me di a conocer a nivel local, entre los bancos de la ciudad. Hubo otro poeta bancario, en mi tiempo, y era del Banco del Estado. Luis Muñoz. Pero yo fui un poeta que trabajaba en un Banco. Él, un bancario que escribía poesía. Años más tarde, una tarde aciaga, me enteré que nuestra empresa había sido vendida al Banco Osorno y La Unión (¡otra ironía más del destino!). Y como ocurría siempre, los empleados del Banco comprado tarde o temprano tenían que emigrar. Llegaba la cortadera de cabezas, para abaratar el tremendo costo que significa comprarse un Banco. Yo era el quinto en antigüedad. La Gerencia General ofrecía un apetitoso bono a quienes se retiraran pronto, quedando establecido el período, que era corto. Luego de eso, tendrían que irse sólo con el cien por ciento de sus años de servicio. Ni un peso más. Fui el primero en dar un paso al lado. Y arrastré conmigo a varios otros valientes. Lo conversé bien con mi mujer, y nos decidimos. Durante años tuve pesadillas con el trabajo. Soñaba que me quedaba dormido para un día de pagos en Mantos Blancos.

    Y vuelo, desde Osorno, ahora como un fantasma de mí mismo, hasta el ala izquierda que ocupábamos en el Edificio Centenario y a un costado de la monumental silueta neo-clásica que es Correos y Telégrafo, frente a la Plaza Colón. El Banco no existe. Sus dependencias están llenas de polvo, vacías. Y corren de nuevo por los pasillos, escaleras arriba, sobre los armarios también fantasmales, los mismos pericotes del local primero, junto al Banco Central. Que, por su parte y hace mucho más tiempo, es otro cadáver. Entro, en medio de los aplausos. Han encendido todas las luces y encerado hasta el último de los rincones. Los ratones –como es un día muy especial-, andan de vestón y corbata. Todo luce resplandeciente como en el día de la inauguración: con un escritorio, un teléfono, una máquina de escribir y otra de sumar para cada empleado. Parecía una broma del Día de los Inocentes. Saludo a todo el mundo. Nos abrazamos. Los más sensitivos, lloran. Se me caen varios lagrimones. Me abrazo a cada uno de los vivos, ahora más canosos, más gordiflones y pelados; y con una no menos larga lista de muertos, que han llegado a la cita con el permiso de la morgue o del cielo, según sea el caso. Todos están posando para la fotografía de la inmortalidad fatal y para la historia que siempre escriben otros, los que no han vivido las cosas, y que –por lo tanto- la falsean a su amaño. Pero hoy día no estamos para criticar a nadie. Se mueven, caminan, trotan, tosen, estornudan, fuman un   cigarrillo,   echan   la talla precisa,   pensada   en       sus

respectivas tumbas. Ríen, chacotean en grupos de a seis, de a diez. Corren a formarse en cuatro, en cinco escalones humanos. Confundidos los vivos con los muertos. Somos, por fin, iguales. Hincados en el piso,   sentados en las sillas,  subidos a los mesones en línea. Los guardias, de riguroso uniforme azul paquete de vela, el bastón y el revólver reglamentarios al cinto. También los juniors. Los apoderados. Los jefes de la oficina. El personal en general. Y los estudiantes en práctica; esos que estuvieron sólo una corta temporada. Además, y finalmente, los choferes. El de planta, y los tres o cuatro que tuvieron los contratistas. Las pocas mujeres contratadas en los treinta años. Todos posan ante la lente. El único que no saldrá en la foto soy yo, porque tomaré la fotografía, haciendo el encuadre preciso y precioso. A mis espaldas, cotorreando, pelándonos a todos (especialmente a mí) están las compañeras de todos nosotros. Esa especie de personal invisible del Banco. Están, claro, dirigidas una vez más por Margarita de Ojeda, que es como la presidenta vitalicia de todas ellas. Lupe y Rosa se han hecho amigas, y me descueran para qué te digo. Y lo sé, porque me arden las orejas y me tiembla el pulso. Y siento una súbita necesidad de correr hacia el baño. Al centro –como emperadores romanos- están sentados los gerentes.

      En  ella no se reflejarán tantas escenas subyacentes; dramáticas algunas, cómicas otras, y, la mayoría de ellas que apenas darían para un chascarro pasajero. Como cuando alguien disparó una pistola de un guardia, después del cierre al público de las 2 de la tarde, creyendo que el arma estaba sin municiones. Yo mismo, y gracias al hijo de un suboficial retirado de Carabineros, pude reponer la munición, antes de que “saltara la liebre”. Tampoco saldrá en la cartulina a colores, la remodelación de la oficina. Cuando nos teníamos que tragar todo el polvo y el ruido de los taladros, por las tardes. En las mañanas, y sólo para la clientela, todo volvía más o menos a la normalidad, gracias a efectos de utilería y maquillaje. Menos figurarán los robos y desfalcos de dineros. El choque de la camioneta blindada (que ya les adelantamos), de vuelta de Mejillones y contra un convoy del ferrocarril.

     Estamos listos, ha terminado el recuento. Siento un frufrú de sedas a mis espaldas, el roce de los nilones de las medias y el bisbiseo de los labios de las mujeres. Los muertos se muestran más inquietos que los vivos, porque deben retornar pronto a sus tristes tumbas o iniciar el gran planeo más allá de la estratósfera, donde comienza el Cielo. Y esto de juntarnos de nuevo, después de tantos años, “¡buenos muchachos!”, los excita de sobremanera. Las ratas han suspendido su habitual labor predadora de alcantarillas. Están con una pinta que “matan”. Ellas servirán los tragos, al final. Y esperan ansiosas para destapar el champán. Los rincones   volverán a llenarse de polvo, telarañas y humedad.

Afuera, la vida está congelada por obra y gracia de la magia.

Los minuteros del Reloj de los Ingleses, detenidos, sin tiempo, reúnen en sus vísceras metálicas, por mientras, las campanas. Y los transeúntes semejan estatuas en las calles aledañas y en la Plaza. Ninguna brisa mueve las hojas de los árboles. Y cuando voy a apretar el obturador, justo en ese momento, siento que alguien me aprieta el brazo, cerca del hombro.  Es el minero de Taltal, es mi padre, mi papá, mi “taita”… “Hijo”, me dice. Y leo en su mirada difunta su pregunta clara y precisa. Le respondo con pena, casi llorando. “¡Lo siento, papá!”. “Es sólo para el personal de la oficina”. “¡Mira, si hasta nuestras mujeres han quedado fuera!” Entonces, iluminándose mi ampolleta, le paso, le dejo la cámara en su manos temblorosas, olorosas todavía a pólvora, a barretín, a mariposas metálicas, y dándole un golpecito en los huesos de su espalda de muerto, sonriéndole después de tantos años. ¡Espera!, alcanzo a gritarle, mientras me deslizo de un salto, a estirarme cuan largo soy en primera fila, acostado en el suelo. Todavía soy el conductor, el maestro de todas las ceremonias, el poeta, el ajedrecista cabal y el hombre de los discursos. Así es que haciendo, por última vez, uso de ese privilegio que nadie me dio, que me lo fui ganando yo solo, desde Osorno, desde el remoto Sur de la patria, mando y ordeno: “¡Sonrían!”, “¡no se muevan!”, “¡repitan conmigo...W-H-I-S-K-Y!”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                      

 

 

 

                                                       27

 

     Al llegar a la bocacalle de Angulo con Lynch, tus pasos podían decidirlo todo (aunque tu corazón ya venía dispuesto o negado desde que salías del liceo, o quizás antes), si continuabas bajando por Angulo o, por el contrario, seguías de largo por Lynch, hacia tus hijos, hacia tu casa. Si la tarde, nuestra tarde, la gran tarde iba a ser feliz una vez más, con sol ardiente por fuera de todo el barrio, o lluvia áspera sólo por dentro de mi pieza. Si íbamos a amarnos. Si tomábamos o no una taza de café bajo las sábanas -ellas como hermanitas de la caridad- y nos fumaríamos varios cigarrillos ¡y cuidado, no te vayas a quemar! Y todo eso bajo las miradas siempre maliciosas del vecindario. Me dijiste un día: “Parece que aquí al lado es donde  Artemio manda a arreglar su vehículo”. Las malas noticias siempre llegan primero y se mueven rápidas. Ese hombre, el de taller, me mira de arriba abajo, concluyes diciéndome. El hombre te mira, te aclaro, calmándote, porque eres bella, eres rubia y él es un viejo verde, un lacho de mierda. Se le cae al suelo la panza de lo obeso que está (y también el bonete, el librillo y el cuajo). Pero ¡no le hagas caso! Tiene plata y se cree un galán. Y, a mi vez, trato de concordar con ella. Más peligrosa me parece esa señora chica, de pelo largo, versión femenina de Adrián de los Dados Negros, y con quien me encuentro   en  todos lados  adonde   voy.    Y me la imagino

repartiendo la copucha como si fuese periodista de CQC.

     Antes de llegar tú a la esquina próxima, ya te estaba esperando con la punta de la cortina levantada para verte avanzar a paso vivo a la distancia, bajo los semáforos y contra las matas de nalca, entre los peatones y vehículos, con tu andar recto de corza, el culito bien parado y la vista fija en la acera. Y yo pensando que, si no hubieras venido, si ya fueras a seis cuadras de aquí, por el lado oculto de la Luna, no solamente estaría triste, sino solo. Estás a metros ya. Y espero el repiqueteo de tus uñas sobre el vidrio de la ventana. Y me acuerdo de los pollitos, las tiernas aves de mi infancia. Tales ellas, como yo, se ponían de contentas al verme llegar con el trigo de tu sonrisa, yo, y el de los granos rojos, ellas. ¡Qué feliz es mi alma con esa musiquilla de tus manos! Era la misma ventana ciega y triste de mi soledad de otros días, el poro infinito abierto hacia el sonido sordo de cilios de la calle. ¡Y todo lo cambias con tu presencia reparadora! Hola, cómo estás. Tu voz ronca de edad y de tabaco. La sonrisa oculta debajo de tu cabellera crespa, y que hoy se asoma. Tus labios ya adelgazándose de palabras agotadas, de tantas, tantas, tantas clases en el liceo. Tus ojos verdes aureolados del mismo tono o en un pálido crepúsculo rosa. Encendiendo el primer cigarrillo en la pieza, como dando inicio oficial al ritual del encuentro. La máquina, sobre el escritorio, toda sudada de metros, de quintales de poesía. Rimas asonantes que nunca supieron valorar con exactitud lo que somos y lo que valemos, por separado, y juntos. Ensayos de algo mayor y definitivo.

    Habitualmente,  mis  impulsos   ciegos tendían a sentarme en la cama, desprendiéndome de inmediato, con rápidos tirones, los cordones de los zapatos. Tú, en tanto, vislumbrando todavía el living de tu casa por el agujero de la mirada, (en un sillón sentada Beatriz, sola, llorando), recién, cuando me veías bajo las tapas, (puesto ya el toallón que tapaba el vidrio en lo alto de la puerta y estirada bajo mi cuerpo desnudo la amplitud de la bata verde), recién reaccionabas, despertando hacia este mundo: con la lentitud parsimoniosa de una pantera, de pantera ya segura que la presa no se le arrancaría de sus garras, comenzabas el lento ritual de sacarte todas la joyas, los anillos innumerables, la pulsera, los pendientes, el reloj, y, luego, a desvestirte, prenda a prenda, como si tu entrega a mí fuera una inmolación a un dios azteca. Te quejabas de frío, con la estufa encendida al máximo. No vayas a gritar, me rogabas, por anticipado. Las paredes tienen oídos finos. Eran fríos que venían del interior de tu cuerpo, de tu mente, de tu temperamento, negándome de paso la contemplación preciosa del revolotear de tus dos palomas, dándome las espaldas, a pesar de los años que llevamos amándonos. Cerrabas los ojos al beso iniciático, y te dejabas conducir suave, apaciblemente como las góndolas enlutadas de Venecia, en medio del oleaje de mis euforias. O si yo aun no terminaba de fumar el cigarrillo del preámbulo, aprovechabas de dormir unos instantes que me parecían después eternos.

     Te   recuerdo  ahora  en  Santiago de Chile, a dos años y a casi mil abrazos de distancia. El universo está lleno de agujeros de gusanos. Los pensamientos van y vienen, como los ovni. A veces, se superponen o comparten un espacio o un tiempo común. La tarde se ha marchado como las nuestras de entonces. Estoy rodeado de libros ajenos sin el perfume de ti y en el mismo aire contenido tuyo. Ellos reagrupados, compactos, como una masa tan blanca y anónima, que no sería raro que rompieran de pronto a balar. Me duele atrozmente el pecho del exceso de cigarrillos. Acabo de despacharte la carta N°20, que  enumero, por si alguna de ellas cae en poder de la Gestapo. Pensé que me llamarías hoy. Se me encrespa la desazón en torno a tu cabellera, que se ha ido recortando según el orden de las fotografías colgadas de la pared. Te ausculto, lejana sirena mía, resplandor de toda carne. Adonde fui, siempre entramos juntos. Esto parece otro planeta. Y yo, el primero, el  Neil Armstrong que lo ha hollado con sus pies. Cuánto echo de menos tu tikitikitikí de uñas en estos vidrios de Amunátegui, todos sucios de smog por fuera. Y cuando se me viene encima toda la avenida de gentes, de ruidos, de luces, de metales, de dolores y olores por la angostura de mis venas, cuando me estalla en la cabeza este absurdo orgasmo sin Dios, siento que el último tren se ha marchado al purgatorio, ángel mío parado en una pata. Y te abrazo en mi soledad, hasta descalabrarme yo mismo los huesos. Cuando echo mi aliento de moribundo sobre tu hálito imaginado de lavandas, las aguas sobre el horizonte vuelven a ser informes, y se deshojan –hasta desaparecer- las mariposas en el aire. Ya no soy –me digo-, apenas me siento. Me divido, me extermino. En la grabadora, canta Miguel Bosé, y las nenas de la casa, hijas de  mi  patrona peruana, juguetean con una pelota en el

pasillo   del   primer   piso   con berridos   de cabras salvajes.

Retrocedamos, volviendo a lo mismo. A ver si ahora sí. Un poco más todavía. Muévete agujita hacia un lado, hasta ensartarte en mi pensamiento de pajar incendiado. Anillos de humo y de felicidad sobre el que respira. Ahorremos un poco de vida para cuando estemos muertos y podamos sobrevolar nuestras tumbas y alcanzar a abrazarnos. O por si algún día decides dejarme, alejándote por Lynch sin retorno. ¿De quién –dime- quedará huérfana y para siempre la taza de café que sólo tú usaste y a mi lado? Me sonríes, rubia. Es la misma sonrisa fija sobre el marco en la pared. Esa del peto negro y el gran collar de cuentas falsas, que olvidé trazar en mi dibujo de ti. Ya te marchas y se ha acabado la tarde. Quedan sólo los anchos espacios de esta sangría. Estas márgenes donde la marea –a fuerza de ir y de venir- le arranca arrugas no ya sólo a la ribera de los rostros dibujados, retratados, sino al tiempo total mismo.

    El uno de diciembre es el día de tu cumpleaños. El sol, como un radiante zagal, viene arreando desde el cerro la mañana de Sagitario en un blanco piño de ovejas. En la calle, los plátanos  orientales, los cerezos florecidos desde agosto, todos los aromas retorcidos y silvestres, luchan contra el esmog, se exaltan, primaverales, para cantarte. No sé qué pájaros reemplazan aquí a los queltehues nuestros de Osorno. Por mi parte, le saco filo a las imágenes, a las metáforas, porque debo competir contra el anillo de oro que te regala él. Es una lucha desigual. Y tengo que hacerlo a escondidas del mar y del desierto. Los  muy  celosos no me perdonan jamás la   lejanía  y   el   haberme   ensurecido.  Que le dé ahora las espaldas a los puertos. He renunciado a tantas, tantas cosas –y a personas- por ti. Mientras tú desenvuelves el paquetito crujiente, pequeño, pero codiciado. Tus ojos buscan los destellos bajo el papel. Ninguna tarjeta acompaña la cajita forrada en felpa. Y cuando la ves por dentro, cuando miras con todos tus ojos la gema, las tres puntas esmeriladas son como los filos de la Pirámide de Gizeh. Luego, no sé qué pasa. Las horas pasan lentas como una caravana de camellos. Y a la semana siguiente, me llamas, refrendándome tu amor. Yo siento que la aguada entre los dos está secándose. Un poema de amor contra una realidad dorada. Y en medio, tu dedo, solitario y sin dueño. La mitad de tus silencios me pertenece, Soledad de los Ríos. Pero nada o poco sé de la otra mitad. Tienes miedo. Miedo de vivir. Miedo de hacer cosas. El pavor escénico del calendario te aja cada día la piel. A veces, me pareces la baraja de un solo naipe repetido. Dicen, por un lado, tus cartas: “Estoy cansada. Necesito dormir”. Por el otro: “Me presionas demasiado”. Enemiga del par, de ese 2 que es el universo todo, y la base en que se sustentan las columnas que marchan a plenitud, alejándose del templo que las esclaviza. Cuando me niegas, estás negando a Dios. Lo sustantivas, como dice muy bien Arjona. Yo ruego cada día porque no se enferme un perro en tu casa, y puedas venir a verme. O llamarme, ahora que estoy lejos, del otro lado de la pared. Ya el chaparrón primero de diciembre se agotó de caer sobre los tréboles y las hortensias. Ya   eres   feliz   con tu nuevo anillo   (¿habrás hecho alguna concesión para ganártelo?), y fue consumido el aguacero por

la sed inmensa de la tierra. La tierra siempre tiene sed de lluvias que todavía no se producen. Sólo falta que me sacies a mí. No es necesario esperar que los muertos nos invadan  hasta en el sándwich diario o a que los pájaros vuelen hacia atrás, alejándose cada vez más del nido. Como tú pareces esperar por algo extraordinario. No sé. Que se abran los cielos y suenen trompetas. Que tú –o yo- nos saquemos el Kino. ¿Y qué de la voluntad más acá de la cifra redentora? ¿Y qué del afecto, más allá o más acá de la eterna lucha entre el poema y el anillo? Si tú te decides, te espera la nave completamente empavesada de las gemas de mis versos y el café humeando en la sentina de nuestras sábanas., Ven hagamos puerto, que tanto pavimento me resulta fatal; tanta catedral de vidrio, cuando sólo Dios nos conforma y basta, y nos sobra para ser lo que ya somos. Ven a contarme con tus dedos cuántos años has cumplido, sin la joya; incluso, sin el poema. Porque sabemos ya los dos que naciste quince días antes de tu parto, antes que inventaran la memoria tuya, y que eres tan especial.

     Estoy contigo en calle Brasil, pero también aquí en Amunátegui, cerca de la Estación Mapocho, bilocalizado por la gracia de Dios. Es sábado. Paso, repaso la lista de los mismos rincones, comparándolos o haciéndolos únicos en mi memoria egoísta. El viejo patio del duraznero agusanado sobre las percudidas baldosas, dos veces enorme patio. Mi pieza solitaria de dormir. La escalera al segundo piso, que ya me sé de memoria. La  subo y  cada  crujido de sus peldaños

amenaza   con   morderme   los talones  (pero cariñosamente,

como lo hace una mascota con su dueño). Berenice, la puerta de mi pieza es demasiado ancha, blanca y grande, de doble hoja de aliento, como para que pase cómodamente un ataúd tirado por cuatro percherones negros. Con carruaje y todo. Te lo cuento por si me muero aquí y tienes que venir a atender a mis gusanos. Hay ropas desmayadas sobre cajas de cartón. Toallas azumagadas de humedad que cuelgan desde clavos en la pared parietal. Los dibujos que te hice –especialmente ése donde me quedaron tan grandes tus ojos, que me dijiste que parecías una extraterrestre-, no me permiten dormir de noche.

     Salgo a caminar, ante la posibilidad de volverme loco sin ti, casi todos los días, caminando hasta la Plaza de Armas, con el jinete sin riendas de don Pedro de Valdivia (que parece uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis). Prácticamente, no voy más allá. Salvo a la Sech, a mis clases de narrativa. Me paseo, despreocupado de todos, entre los transeúntes anónimos. Entre las muchachitas emperifolladas para los soldaditos de plomo en su día franco (y que tienen que volver más livianos al cuartel). Entre los vendedores de chucherías. No están tus anillos allí. Y paso a deleitarme con el juego de los ajedrecistas en la pérgola (que abandonan en casa a sus señoras, para ganarse una dama de plástico o de madera torneada). Los charlatanes de un cuantihay. Los dibujantes de rostros (éstos, sí, profesionales; sin pesadillas nocturnas). Las gitanas pedigüeñas. La colonia peruana a un costado  de la  catedral  de  piedra  y  vidrio. Y  cuando    me

aburro    de    todo    esto,    de  todos  estos  seres  aun    más

desencantados que yo, vuelvo dando silenciosos alaridos de pavor a mi pieza de hombre solo. Pongo en la Olivetti una hoja en blanco y me suicido en el papel. La poesía anda lejos. Tampoco viene a verme. Tengo que haberla espantado con el humo de mi tabaco. O haberla hastiado ya con mi hastío. Me hace pagar muy caro estas crónicas de un abandonado. Cuando pasan los buses a cada rato que pasan, esperando el cambio de semáforo en la esquina con San Pablo, todo se vuelve un temblor de vidrios, de ventanales, y cae el tizne sobre el papel y sobre la incierta metáfora. Los edificios de enfrente tapan el sol y apenas me permiten dos horas de luz intensa. Una primavera que acaba pronto, y se oscurece a partir del mediodía, como en los países nórdicos. Yo quisiera llamarte más seguido, pero luego las monedas escasean para el pan o los cigarros. Por eso te escribo dos cartas a la semana, con una puntualidad británica que el Correo se encarga de latinizar en las entregas. Me emborracharía con gusto cada noche, mas no lo permite mi salud. Mi corazón ya bombea flojo. Y me sumerjo en la lectura de los libros de otros para revivir vidas más intensas e intrépidas que las mías, y que parecen de verdad. Descubro en ellos un nudo de víboras y un otoño del patriarca. Un mundo feliz junto al altar de los muertos. Trenes que se van al purgatorio, aburridos como yo de esperarte. Y más al fondo, el desusado elogio a una madrastra,  cuando las sombras dan contra el muro y ya es muy tarde. Se me cierran los   ojos   físicos,   gimen  entre  sus   algodones  mis versos

sufridos,   mis   viejos   papeles   insepultos.   Lágrimas mías

hechas ya polvo. Recibos de arriendo lisiados. Un Cristo en la pared, que debe extrañar –como yo- su tierra lejana, donde se doran al sol de la tarde el paraje sencillo y las semillas. Me parece sentir en el muro, entre dos trepidaciones de buses amarillos, colosales, como una flor nocturna que se cierra de golpe, me parece sentir tu mano que me acaricia. Pero no. No te has movido con tus ojos de extraterrestre del muro. Debe estar buscándome tu alma, desesperada, sin que tú misma lo sepas, porque duermes. No te pueden atrapar mis falanges, los huesecillos de mis tiernos dedos de enamorado.¡Qué hacer! Dejo la máquina y retomo la novela que leo cada noche como un antídoto, como un somnífero para este veneno de la mala hora que serpentea. Han terminado las noticias en la tele y todos los oyentes parecen aliviados, como si con ello se hubieran sacado del pecho la terrible noticia de algo peor. Me esperan las sábanas frías y la palabra sin resolver del puzzle del domingo. Nada sabes de esto. Ni te lo sospechas. Está bien. Adiós. Hasta mañana. Voy a llegar tarde al andén de las pesadillas, y no puede ser. No hay otro conductor ni otro pasajero. Debo reportarme a tiempo, adiós. Y se esfuma tu rostro. Como cuando nos encontramos en una calle cualquiera de Osorno, y me saludas: “¡Hola, rubio mediano ceniza profundo!”  Por mi tintura de mil quinientos pesos y con la que he querido parecerme más a ti aun. Una vez, un comerciante amigo de ustedes, del matrimonio, cuando me presentaste,   creyó   que   yo era tu padre.   A los pocos días, decidí teñir mis canas de carcamal. Entonces, una señora del vecindario tuyo me tomó por tu hermano. Eso está mejor, me dije. Hermanos de leche. Hermanos del mismo amor.

 

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      Como cada sábado, voy invitado al departamento de mi comadre Alicia Vásquez, en un carro de la línea 2 del Metro. Y temo quedarme dormido y pasar de largo La Ciudad del Niño (que, en cierto sentido, ya ocurrió de verdad). Y voy bajando por la Cuarta Avenida, en San Miguel. Comparándola, por la soledad y los árboles y los escasos transeúntes, con la calle Bilbao de Osorno. Y Rodríguez de allá debe ser la Tercera de aquí. Y ese río de vehículos de la Gran Avenida, que he dejado atrás, humedecido de emociones varias, la Mackenna osornina. Osorno completo es San Miguel. Aunque Osorno es más húmedo, más arbolado, más pantanal y desarticulado en su croquis urbano, en su proposición de urbe. En invierno, me salen sabañones hasta en las orejas; respiro agua; y la lluvia, con rachas atravesadas, traicioneras, se ríe de mi paraguas y me moja entero, hasta el trasero. Te voy soñando, Berenice, bajo los plátanos orientales, imaginándote aparecer entre los árboles, sonriéndome. De repente, el ladrido de un perro tras las rejas de un antejardín, me saca violentamente de Osorno. Me da vuelta el corazón, devolviéndome a la realidad sanmiguelina. Es el preámbulo de lo que vendrá con el resto del día. Cuando  llego  al departamento de Alicia, la gente de la casa todavía trafica en pijamas. Mi comadre, roto ya el espejo en el salto de su cama, me interioriza de la Orden del Día. Sí, como en un regimiento. Me dejo llevar y traer como un perro lazarillo para su ceguera propia, a expensas de mi soledad sabatina, y contigo lejos. Me siento como el tigre, sorprendido, al hallar abierta la puerta de su celda, de su jaula de rayas férreas, y es tanto su asombro felino, que no atina a escapar. Repaso con Alicia los últimos eventos, los capítulos postreros de su drama laboral. El jefe de UTP, de hígado envenenado, que no la quiere dejar en paz. Y le cuento, entonces, para hermanarnos, de mi propia renuncia, y antes que me despidieran, a una empresa de ilusiones vendedora de libros (Barsa-Planeta). La miro de golpe a mi comadre. Miro la línea de sus pómulos, el rictus de su boca y la triste huella de su entrecejo. ¡Qué viejos somos los lagartos! Me llama Berenice. Hablamos con Berenice por teléfono. Nos gritamos hasta escucharnos las palabras sordas de tanta edad, antes del aperitivo del almuerzo familiar, cuando las lechugas hieren la garganta de  tan suaves y tiernas que son, desdentados ya de nosotros mismos. Pasa a sentarte. Emilio. Se va a helar la sopa. ¿Y Gustavo? Gustavo almorzando solo en su pieza, pegado al computador. Y somos de nuevo tres a la mesa. El eterno 3 que me persigue desde la infancia. El tres exaltando la soledad del UNO. Mis lóbulos hace rato que funcionan como el instinto de un lobo estepario. Y me duele la amistad de esta mesa. Me arrepiento de no haber huido con el tigre, luego que descubrió la reja de la jaula abierta; y al recordar que era, no tigre tan solo, sino animal prisionero. Me duele al desgaire de la propia familia que he perdido y de mi incapacidad de formar otra. Eso que tú no has comprendido nunca, Alicia. Me duele el contacto de los codos compañeros a la mesa y esos filosos cuchillos del mondar.

      Después de lavar los platos, y de limpiar casi toda la cocina, nos fumamos un cigarrillo de cara a la logia, con Alicia, contra las celosías, porque Emilio, encerrado en su pieza, no tolera el humo, mientras te leo un poema, comadre. Hay que encontrar el hilo de la salida hacia la tarde, que está perdido en medio del ovillo. Pero no hay caso de resurrección. Se continúa triste, a expensas del paisaje lindo y del calorcito agradable del día. Y, de pronto, te llaman a rescatar a un gato atrapado entre las ramas espinosas, a dos cuadras de distancia, cerca de la Gran Avenida. Y luego hay que ir a alimentar, a atender los perros del canil, de esa empresa de amor perruno que Alicia sostiene a puro pulso y casi ella sola. Visitar en la Quinta Avenida a “Aldebarán”, con sus lacerías, con sus tumores. El viejo doberman está agonizando. Hay que tomar onces después. Despedirse en los rieles del atardecer.

      Es porque me falta el “corpus” de una familia, que me duele ésta, la que me adopta cada sábado por medio día. Y ardo en ganas de verte, Berenice. De verte como a Venecia, con sus góndolas. Es cuando más siento ausente en mí el esqueleto esencial de la vida. Se me van estas sensaciones, adormecidas tras los cristales del Metro, palpando con la vista   ya   herida   los   letreros   de   la   FELICIDAD,     los

espectáculos que engañan con ternura a las muchedumbres, pero que dejan fuera al individuo solitario, como yo. Tú ya duermes en tu cama de Osorno cuando recién llego a mi pieza. Y siento, al entrar en ella, la patada feroz, la coz inmensamente animal de la soledad. Todo el aire caliente y concentrado en un mitin de mariposas metálicas, como cuando para la muerte de mi padre, el minero. Siempre vas dos pasos delante de mí. Me encuentro todavía a dos estaciones del sueño, ya metido debajo de las sábanas. Y mañana recién emparejaremos nuestros tiempos distintos, sólo porque es domingo, y en domingo el reloj no tiene punteros ciertos.

      Sé que no te gusta que hable de cosas tristes. Debería haber sido mejor payaso de un circo, y así te agradaría más. Pero te enamoraste de un poeta y de un hombre irremediablemente solo.

     Cuando te levantas al día subsiguiente, temprano, para ir a trabajar al liceo, yo recién comienzo a dormir.

                   

     Así fue como sucedió. Y atardeció y amaneció el día sexto.

 

 

                                                  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                     28

 

     Se desencadena tanto silencio en la casa deshabitada a esta hora –diez de la noche-, que las tablas del piso inferior devuelven los ruidos de los supuestos pasos con memoriosa alta fidelidad. Parece que anda alguien abajo, merodeando. Y no hay nadie, como en mi alma.

     Termino de leer sobre la cama, ayudado por la luz azuladamente tenue de una lámpara, las últimas páginas de “Rojo y Negro”, donde el protagonista es otro Julián. Tienen esas hojas el clima y la tensión perfectos para un adiós que, trascendiendo de la novela de Stendhal, se cuelan en mi propia realidad, como la herencia fatal que nos dejase un muerto que no era ni un amigo ni un familiar desde el Más Allá. Y que nos sorprende dos veces, por lo mismo. ¿Qué es, empero, un adiós sino el comienzo de otro encuentro?  Habría que reasignar los papeles, me digo. Berenice, que acaba de humillarme por teléfono, dos días atrás ¿es Matilde o la señora de Renal? Mi guillotina, por el momento, es quedarme a vivir en Santiago. Ni pensar en volver a Osorno. ¿Para qué? Ella se quejaba, una vez más, de que yo la presionaba demasiado. Me decía que lo que más amaba era su libertad. Parecía disfrutar de mi ausencia. Yo, por otra parte, estoy agotado, decepcionado de todo, más hijo que nunca del  minero que fue mi padre. No logro encontrar un trabajo digno. Podría, claro, instalarme en cualquier esquina a vender tomates o antenas  para televisor.   Todavía acaricio ese proyecto grandioso en mis últimas reservas morales. Pero así, adiós al sueño de la casa propia y de vivir juntos, de leer y escribir y viajar por el ancho mundo. Le despaché cuatro cartas en dos semanas. Ahora, los pasos suenan más fuertes en el fondo de la casa. Debe tratarse de uno de los vivos que regresó. Le decía en ellas cosas importantes, casi de vida o muerte. Si quería que volviera a Osorno, después de mis fracasos en todo. Y ella ni se dio por enterada. Me deslizó un “eso tienes que verlo tú”, desganado. Y gastó preciosos minutos al teléfono, preguntándome detalles del cumpleaños reciente de mi comadre. Quien no ama ni siquiera tiene derecho a ser celoso. Contándole nuestro caso a mi tía Lila, unos días antes, ella, lúcida como un zahorí, me aconsejó (aun a sabiendas de que no le haría caso), ¡olvídate de Berenice! Ella nunca dejará a su marido ni a sus hijos. Los maridos son como una marca comercial y representan para la mujer un status social, y que no están dispuestas a perder así como así. Berenice necesita de su apoyo aunque no haya amor entre ellos. ¿Acaso todo había sido una astuta jugada de ajedrez? (Y ¡oh ironía del destino, fui yo quien le enseñó a mover las piezas!) Ellas hacen exactamente lo debido para aburrirnos, pacientemente, sólo para que la ruptura corra por nuestra parte. Y así quedar como víctimas, como inocentes palomas. Mueven los trebejos con la astucia de una raposa. Los ajedrecistas de verdad nos esforzamos por ganar una partida que pertenece sólo al mundo virtual, que es algo simbólico. Ellas, en cambio,   nos  ganan  la  partida  de  la vida, para derrotarnos para siempre …¡y que nos duela! Si, al menos, se sincerara conmigo, me alejaría de su lado no sólo queriéndola más, sino respetándola y pendiente del hilo que jamás se romperá, así, entre los dos. Y ella volvería a los suyos con la frente en alto, como la Sargento Candelaria una vez acabada la Guerra del Pacífico. El amor quedaría en limpio por la sola virtud del sacrificio. Gitana mía, me estás arrojando a la pira de tu fuego de los años sesenta, en la que ardieron todos mis asuntos y hasta un trozo de tu uña rabiosa. Él lo sabe y espera paciente a que recapacites, y no precisamente para hacerte feliz ni para entregarte el afecto que te negó tanto tiempo. El fantasma ahora entra a la pieza del lado y trajina, no sé, en un armario. Y caen unas cosas al piso, materializándose de nuevo. Tan sólo para reincorporarte a la lista de sus bienes. Porque tú eres para él, como las joyas de la Corona británica a la Reina Isabel. Las puede usar y lucir cuando ella quiera, o lo indique el protocolo, pero no puede venderlas ni regalarlas a nadie. Ni aun muriéndose Artemio Zuloaga, serás mía, lo sospecho. Y, además, estás inventariada por todo el clan de tu familia. Te obligarían a ser viuda antes que una mujer simplemente feliz. Tú me lo contaste: las Maturana no tienen amantes ni segundos maridos.

     Me siento fagocitado por esta ciudad enorme, enorme y fría. Sus calles y sus gentes indiferentes están hechas a la medida perfecta de mi próximo objetivo. Aquí, no tendría para qué sufrir la tentación de suicidarme. Me bastaría con continuar    viviendo,    para desaparecer.    Y si un día,   una

mañana de sol y ayuno, sufriera un súbito ataque de felicidad, no gastaría un par de monedas de las que no tengo, para llamarte: iría con una enciclopedia bajo el ala a la notaría aquella que ya sé, para que me dieran otro portazo en la cara, y así sanarme naturalmente. Tenía razón Neruda. No hay que caminar mucho para encontrar la maldad. La maldad está a la vuelta de la esquina, o en el parque, donde he visto, con asco, besarse a dos hombres. O cuando pasan por las sombras de un callejón, enlazadas, dos mujeres, acariciándose. Los hombres somos como la tierra áspera. Pero en nosotros sí crece la semilla que se planta y jamás en las blancas sábanas de Sodoma ni de Lesbos. Todavía puedo, con mis manos de hombre íntegro, vender tomates o parchecuritas en la calle, iluminándola.

       Esta es mi última estación, lo presiento. Mi decimoctavo domicilio terrestre, y el penúltimo. Lo supe desde niño, desde que me tomaron esa fotografía que conoces (“El niñito”, como me decías, diciéndole), en el fondo del patio de mi casa taltalina, contra un muro de cañas (de ahí salían los ejes de nuestros volantines) y junto al laurel, ahora recién entiendo por qué triste. Que no haya pena en ti. Sólo hiciste lo tuyo. ¿Recuerdas que te hablé de un sueño premonitorio que tuve hace muchos años (ambos ya estábamos casados con quien sabemos), sobre una mujer que llegaba a mi vida, ya de adulto? Eras tú. Jamás hice caso de mis propias profecías, salvo cuando les servían a otros. De ahí ese carisma que la gente dice que tengo apenas recién me conoce.  Debo haber sido,  en una vida anterior, mayordomo o chambelán de un palacio. Mi orgullo final es haber actuado siempre con el corazón en la mano, y no con un ábaco. Y si fui un buen ajedrecista (quizás mejor ajedrecista que poeta, y mejor poeta que narrador), fue porque jamás hice trampas ni me burlé del adversario derrotado. Pero ¡para qué te digo esto. Todos los muertos son buenos! Rojo y Negro. ¡Qué hermoso título! Lástima que no se me ocurriera a mí antes que a Stendhal.

      Pero si estoy equivocado en mis apreciaciones. Si mi corazón está negro de inquietudes sin ninguna razón, y me amas de verdad. Si las estrellas son realmente estrellas y no blancos paracaídas que suben huyendo hacia el fondo oscuro del Universo, como temo. Si me llamas a tu lado. O si vienes a  verme por que te lo pido. Si a pesar de todas mis pesadillas, mañana amanece, y somos dos y felices. Si no te mueres antes que yo. Si fallecemos juntos sin el intento de seguir dañándonos nunca, grábate en el alma este nombre que te doy entre todo el cúmulo infinito de estrellas, donde encontrarnos. Donde quien llegue primero esperará al otro…,para no perdernos por enésima vez. El nombre tiene que ver con el viejo doberman que agoniza en la Quinta Avenida, aquí, en Santiago, en San Miguel, bajo los tilos de hojas sucias y más adentro del candado que ha perdido ya sus dientes en el portón:    ALDEBARAN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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