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Nevares

LA EDAD DEL HIELO

LA EDAD DEL HIELO

Yo martillaba los números de un pariente mío

con los abundantes años de mi apellido y la escasa edad de mi talento.

¿Cómo convencerlo de que el mundo tiene otras orillas

y es más ancho y más libre que el país del cálculo.

De que hay otras cosas a la vuelta de la rígida pared del Debe y el Haber?

Lo mismo me pasaba con una amiga loca

por los gatos y los perros,

para quien el horizonte limitaba con los muebles de la casa,

o, en todo caso, no llegaba más allá del parachoques de su automóvil

y de la odiosa tabla de planchar. Tableteo del domingo.

 

En ese tiempo se me veía remendado de ilusiones,

delgado como una espiga, primorosamente teñido de mis canas,

regalado a quien me quisiera en mis versos.

Y además debía de enseñarles estas cosas de la vida a ellos,

a ellos que ya eran suficientemente grandes y viejos y llenos de mañas.

Yo tenía que explicarles por qué arden las estrellas.

Tenía que ser, además de poeta pobre, dibujante y astrofísico filosófico,

y esperar para mí que la aurora produjera sus milagros,

siempre en beneficio de mi soledad.

 

No soy hábil con el martillo,

aunque fui capaz de construir una casa,

naturalmente que para perderla,

para desprenderme, como si fuera un mal congénito, de ella,

entre otras no menores urgencias.

Me encontraréis podando rostros en el jardín de los hechos,

cuando la mañana, a su vez, me abandona.

Cansancio. Cansancio de ser.

No he visto más que cadáveres entre los vivos, cuando voy de aquí para allá,

y cuando vuelvo cargando penosamente mis causas.

 

El mundo ya visto por ti, amor, se torna más bello,

pero cierras muy  seguido los ojos.

Me despides siempre  cuatro cuadras antes del final.

Tú declaras los eclipses anticipándote a los astrónomos,

cuando duermes para ti en el último salón de tu casa.

Si te murieras, interrumpiendo mi corazón con tu chorro de arena caliente,

volvería la Edad del Hielo.

Los animalitos domésticos compartirían con los dinosaurios sus juegos sangrientos.

Todo esto lo veo claramente,

celebrando el triunfo de mis últimos cigarros

en el rebote vacío de la lata de café,

redondamente, deslumbrantemente lúcido de pavor como una luna llena.

 

Veo cómo se propagan los grandes helechos.

El cielo se vuelve más azul.

Cómo mi reloj empequeñece en mi pulso, hasta desaparecer

y cómo los martillazos contra los números de ese pariente

se acompasan a los latidos, a los brillos del parachoques de los autos,

debajo de tu blusa, en la oquedad donde duermes,

hasta que empiezan a arder mis costuras,

hasta que comienzan a crepitar mis sinergias,

y las grandes masas que nos enfrentan son como una multitud detenida,

con esos ojos, con esos gestos ignorantes, anónimos,

que pasaron de largo ante nuestra historia.

...Y los hielos avanzan a reclamar mi cadáver. Unica pertenencia.

 

 

Autor: Julián Rojas.

Derechos Reservados de Autor

bajo la responsabilidad del mismo.

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